CONJURAR A BABEL - por Miguel Mazzeo

Notas para una caracterización de la nueva generación intelectual argentina .
(A diez años de la rebelión popular de 2001).  

Introducción

“Conocer […] no es una mera composición de conceptos: es un acto vital, un desgaste y, en consecuencia, un asunto peligroso, un acto organizativo”.

René Zavaleta Mercado

La literatura sobre los intelectuales, sobre sus funciones en la sociedad y la naturaleza de las mismas, sobre sus figuras, ritos y modalidades de intervención a lo largo del tiempo es copiosa. Igualmente lo es, ya que ha marchado en paralelo, la literatura referida tanto a la hamletiana divergencia entre la inteligencia y la acción, como a la transición de la voluntad a la praxis. En este trabajo retomamos esa senda literaria, que ya es de por sí bastante dilatada, y tratamos de dar cuenta de algunos de sus tradicionales tópicos a partir de una reflexión sobre los intelectuales en la Argentina de la última década. Vale aclarar que, más allá de las referencias ocasionales a tradiciones críticas y a herencias reconocidas, no asumimos en este trabajo el objetivo de avanzar en una genealogía del quehacer intelectual. Una tarea de tal dimensión demanda un oficio y una vocación de los que carecemos.   

Por otra parte, creemos que las continuidades y rutinas destacadas no alcanzan para opacar una realidad distinta caracterizada por una crisis recóndita de las figuras del intelectual, una crisis que instala la necesidad de repensar sitios, perfiles, roles y posibilidades. Por eso no podemos dejar de coincidir con Nicolás Casullo (1944-2008), quien hace unos pocos años sostenía: “Hoy que el intelectual navega entre ser sólo referencia de un mercado cultural, vendido como el que piensa por usted, como autoayuda que simplifica y aplana lo complejo, o reformulado como figura desprovista de toda intensidad por la burocracia y la rutina académica donde ya no aspira a otra cosa que a fichar un libro viejo o decir lo que todos ya suponen sin su ayuda, hoy precisamente recobra sentido discutir, rastrear o actualizar su derrotero político…”.[1] Cabe agregar que esta crisis de las diversas figuras del intelectual tiende a manifestarse, por lo general, en la omisión lisa y llana de la problemática misma.

Nuestra principal hipótesis es que subsisten, por lo menos, componentes, rasgos –en fin, signos– en algunas praxis y sensibilidades que permiten identificar una nueva generación intelectual en nuestro país; una nueva generación intelectual radical, crítica, impregnada de una subjetividad de la insubordinación, con vocación emancipatoria, es decir, una nueva generación intelectual “militante”. Creemos que al calor del proceso histórico de la última década se han ido delineando sujetos portadores de esta subjetividad de la insubordinación, hombres y mujeres con la vocación de echar algo de luz sobre lo todavía no pensado, con una renovada vocación para la praxis pero que asumen emplazamientos nuevos para la misma. Nuevos y diferentes a los tradicionales y característicos del “intelectual comprometido”, “de izquierda” o “revolucionario”, más allá de los recursos y confines (y las poses y las ceremonias) que de estas y otras figuras clásicas se retoman y se resignifican.

Por cierto, estamos hablando de una generación intelectual “de izquierda”. Pero sucede que esta condición es vivida ahora con parámetros originales, que en muchos aspectos difieren –y hasta rechazan– a los de las anteriores generaciones de intelectuales de izquierda.

Sostenemos que la rebelión popular del 19 y el 20 de diciembre de 2001, sin dejar de ser parcialmente un emergente de los procesos previos de recomposición de las clases subalternas y oprimidas, fue básicamente punto de partida o acontecimiento instituyente, en tanto productor de efectos, del trayecto que puede conducir a la conformación de esa nueva generación (pero que también podrá quedar trunco).

La nueva generación intelectual, claro está, dista de haber coagulado y es una posibilidad que nunca lo haga, no tenemos la certeza de que la misma devenga “decisiva” o, por lo menos, “precursora”. En sentido estricto, la nueva generación intelectual argentina remite a un movimiento dialéctico, abierto. Por lo tanto nuestro objeto carece de consistencia. Probablemente este trabajo se la otorgue, aunque más no sea en un grado muy modesto y primario. En fin, asumimos todos los riesgos y tratamos dar cuenta de un proceso que posee momentos autogenerativos y héterogenerativos.  

Al mismo tiempo queremos destacar el fuerte contraste entre esta generación intelectual militante, hija dilecta del 19/20 de diciembre de 2001, hecha desde abajo, y la denominada “generación militante del Bicentenario” o la “generación de 2003”, la generación que supuestamente “recuperó la política”, una generación hecha desde arriba o encandilada por el arriba. Si bien una porción de esta generación supo reconocer en el 19/20 de diciembre un punto de inflexión, no asumió la tarea de conservar –y militar– su potencia y su promesa, lo consideró un momento inorgánico, de pura negatividad, ajeno a la “nueva política”.    

Recurrimos a un concepto de generación con inocultables resonancias que remiten a José Ortega y Gasset (1883-1955), principalmente a sus concepciones sobre las generaciones plasmadas en El tema de nuestro tiempo,[2] obra de 1923. Consideramos que el concepto orteguiano de generación, despojado de sus componentes elitistas, puede resultar productivo.  Entonces, el concepto de generación que utilizamos en este trabajo no tiene que ver con un compromiso dinámico entre la masa y el individuo o entre las minorías selectas y las muchedumbres. Se trata de un concepto que remite a una variación colectiva de una sensibilidad vital, a las filigranas comunes relacionadas con los proyectos invocados y las fuerzas convocadas, a las pulsaciones de una potencia histórica, a un comportamiento político-cultural, a una forma de intervenir en la realidad y, por último, a una comunidad de repudio a un conjunto de presupuestos teórico-políticos.

En el mismo trazo orteguiano consideramos que la nueva generación intelectual no siente la homogeneidad entre lo recibido y lo propio, no es, precisamente, una generación que viene a congeniar. Por el contrario, la nueva generación intelectual se caracteriza por su disposición supresora, sustitutiva y beligerante; al decir de John Dewey, viene a perturbar, a destruir rutinas y a socavar la satisfacción con lo que se tiene.[3]

Hacia el año 2007, el citado Nicolás Casullo sostenía que a pesar de la “espontaneidad insurreccional autogestora y autónoma que regó las calles de Buenos Aires” en 2001, se tornaba “difícil reconocer sus consecuencias políticas en el campo intelectual”. Y agregaba que esos fervores insurgentes y radicalmente transformadores se fueron disipando gradualmente, cediendo a los tradicionales posicionamientos intelectuales republicanos/liberales y populistas/estatistas, dos “versiones” que asumieron la centralidad en el debate intelectual y manifiestamente alejadas “de los credos despertados, en aquella coyuntura, de una nueva política desde moldes antitradicionales”.[4] Cada una de estas versiones, amplias y tolerantes, se convirtió en marco de referencia de opciones políticas que muchas veces son divergentes.[5] Vale agregar que la vieja izquierda, la izquierda dogmática y unidimensional, no podía contener esos fervores insurgentes y radicalmente transformadores, en buena medida porque también iban en contra de ella.  

Sin negar las dificultades para identificar las consecuencias políticas de 2001 en el campo intelectual, y reconociendo que los posicionamientos republicanos/liberales y populistas/estatistas asumieron en los últimos años la centralidad en el debate intelectual, este trabajo plantea que sí se pueden identificar las consecuencias políticas de 2001 en el campo específicamente intelectual. Claro, para eso hay que inquirir en espacios relativamente invisibilizados y marginalizados que con enormes dificultades se abocaron a la tarea de prolongar un movimiento de autonomía y lucha; en prácticas que frecuentemente no son concebidas como intelectuales; en los sencillos reservorios de las praxis contrahegemónicas. Nosotros creemos que estas consecuencias se ponen de manifiesto en la nueva generación intelectual.

Vale aclarar que no pretendemos determinar quién o quiénes forman parte de esta nueva generación intelectual. Rechazamos las idealizaciones y la burocrática manía del tipólogo nominador intransigente, que suele servir, básicamente, para excluir. Simplemente consideramos que es posible constatar la realidad de gestos, praxis, ideas, etc., con potencialidades disruptivas pero por ahora dispersas, serializadas. En el mejor de los casos, puede que las caracterizaciones que ensayamos contribuyan a delinear "tipos" al estilo weberiano. Tipos meramente instrumentales, ni obcecados ni fetichizados. En caso de suceder tal eventualidad, habrá que tener presente que los “tipos ideales”, al decir de Theodor Adorno (1903-1969), son sólo recursos con los cuales aproximarse al objeto, en sí mismos carecen de “sustancialidad” y son, además, “arbitrariamente remoldeables”.[6]

Los ejercicios de asociación con figuras concretas, aunque lícitos, nos parecen escasamente productivos; por otro lado consideramos que no resultará fácil encontrar aquellas que de modo rotundo y en estado casi puro encarnen a la nueva generación intelectual (tal como podría afirmarse del peruano José Carlos Mariátegui [1894-1930] para la generación de los 20, o del argentino Rodolfo Walsh [1926-1977] para la generación de los 60-70), entre otras cosas por el carácter abierto del proceso histórico al que nos estamos refiriendo. Toda figura intelectual que comparte características de la nueva generación presenta altas dosis de contradicción, por una u otra cosa, más allá de los trayectos académicos o militantes.

De todos modos nos parece muy pertinente el intento de identificar el tipo de ámbito en donde esas características son más perceptibles. Sin dudas, esas características encuentran “ecosistemas” más propicios en colectivos de educación popular, áreas de formación de los movimientos sociales,  bachilleratos populares, y en las diferentes instancias culturales, sociales y políticas desarrolladas por las organizaciones populares.[7] Son éstos los espacios en los que se está forjando una cultura más colectiva que individual, más artesanal que profesional y más participativa que escénica. Son éstos los pequeños universos rudos y libres donde mejor se articulan las necesidades, el protagonismo y los saberes de las clases subalternas con las visiones anticapitalistas e internacionalistas.  

Retomamos aquí diversas escrituras. Por un lado, tal como hicimos en nuestro trabajo El sueño de una cosa. Introducción al poder popular[8] respecto de la nueva nueva izquierda o una izquierda por venir, en este trabajo proponemos una serie de elementos para la caracterización de la nueva generación intelectual, considerando que su nacimiento y desarrollo es paralelo a la primera. Por otro lado, pretendemos seguir por la ancha avenida (decir camino sería inexacto) que propuso Omar Acha en La nueva generación intelectual. Incitaciones y ensayos.[9]

También nos parece pertinente dar cuenta de las intervenciones que aparecen en el dossier titulado “Intelectuales e izquierda en América Latina”, que fue publicado en Nuevo Topo. Revista de Historia y Pensamiento Crítico (Nº 6, Prometeo, Buenos Aires, septiembre/octubre de 2009), y en el cual figura el artículo de nuestra autoría: “Notas para una caracterización de la nueva generación intelectual” que ha servido de base de este trabajo. Los otros artículos del dossier son: “Intelectuales en el ocaso de la ciudad letrada: Los albores de una nueva generación crítica en América Latina”, de Omar Acha; “Sobre nuestra condición intelectual (y sus anti-condiciones), de Ariel Petruccelli; “Hacia la superación de una generación intelectual domesticada”, de Christian Castillo y Matías Maiello; “La lengua del 2001”, de Eduardo Molinari; “Entrevista a Elías Palti”, por Bruno Fornillo; “Intelectuales, movimiento obrero y lucha cultural: Entrevista a “Beto” Pianelli, por Alejandro Belkin y Rosa Morena.    

Por su parte, las conclusiones retoman y amplían un artículo publicado en la revista Telar, en el año 2007.[10] Aquí, además de desarrollar algunos de sus asuntos, lo reescribimos y lo presentamos como “apuntes para un manifiesto”, contrariando la tendencia que desde hace años insiste en negarle un porvenir a este género tan vapuleado.

Finalmente debemos consignar que algunos fragmentos del apartado “La apuesta por la política y la política como apuesta”, fueron publicados en un artículo en la revista Herramienta en el año 2011.[11]



Capítulo 1
Sobre los orígenes de la nueva generación intelectual


“No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento”.

José Carlos Mariátegui


Evocación del tiempo de la desmesura

En nuestro trabajo El sueño de una cosa (introducción al poder popular), identificamos y ensayamos unos pocos pasos en pos de la caracterización de una nueva izquierda (en sentido estricto una nueva nueva izquierda) o una izquierda por venir. La primera designación, aunque se inspiraba en indicios concretos, sin dudas, puede parecer exagerada. La segunda, por la carga desiderativa que pone en juego, puede resultar más exacta que la primera, aunque indefectiblemente depende de ella. En efecto, sin el desarrollo de un conjunto de experiencias y prácticas asociativas, comunitarias y autonómicas significativas de las clases subalternas y oprimidas –experiencias y prácticas que adquirieron visibilidad pública, que se convirtieron en potentes atractores sociales por sus potencialidades contrahegemónicas y que se multiplicaron en los años 2001 y 2002– sería imposible pensar en el advenimiento de una nueva izquierda, incluso sería difícil desearla y ver, en términos de Ernst Bloch (1885-1977), las tendencias en las latencias.

Cabe aclarar, de todos modos, que antes de la insurgencia hubo un proceso de maduración, una gestación silenciosa que había arrancado unos años atrás. Del mismo modo que venían desde atrás una serie de procesos que se irían desplegando y complementando en las últimas décadas del siglo XX. Estos procesos se relacionan con las contradicciones generadas por las políticas neoliberales: por el modelo de acumulación financiera, ajuste estructural y endeudamiento del Estado; por la subordinación de la economía argentina a los movimientos del capital global; por el incremento por vía legal de la explotación (flexibilización laboral) y la impunidad (leyes de Punto Final y Obediencia Debida, los indultos a los represores y genocidas); por la crisis social, la crisis política, etc.     

Como una nueva izquierda sólo tiene razón de ser si supera los saberes pétreos de la izquierda vieja y si contribuye a renovar las identidades plebeyas, la tarea de identificación y caracterización de lo nuevo obliga a una crítica del antiguo régimen emancipatorio, sin descuidar la crítica en paralelo de los actuales mecanismos de sometimiento por efecto de dominación ideológica y de acotamiento del ser crítico de los intelectuales, en particular los menos evidentes, los que se ven expresados por el progresismo realmente existente (en sus formatos reformistas y nacional-populistas).

Ahora bien, creemos que este proceso de gestación de una nueva izquierda o una izquierda por venir tiene correlatos en el campo intelectual. Se trata de planos inescindibles porque sus lógicas inherentes permiten la proliferación de vasos comunicantes. En concreto, si hablamos de una nueva izquierda, o una izquierda por venir, corresponde hablar también de una nueva generación intelectual (y de la emergencia de un nuevo tipo de intelectual crítico).

No queremos exagerar las posibilidades de esta nueva generación intelectual. Que las necesidades sean perentorias no garantiza la inminencia y la operatividad de las respuestas. Además, consideramos que sólo los intelectuales son capaces de autoasignarse funciones desmesuradas en los procesos históricos. Muchos intelectuales, incluso los que se asumen como marxistas o, en líneas generales, como revolucionarios, radicales, antisistémicos, contrahegemónicos o, simplemente, “críticos”, siguen considerando que las ideas revisten algún grado de extrañeza respecto de los procesos del mundo social.

Nosotros no creemos que los intelectuales sean la levadura de la historia; además consideramos que su auto-supervaloración (gesto típico de la academia) deriva invariablemente en algún grado de domesticación. Ahora bien, entendemos que afirmaciones de este tipo resultan insuficientes para justificar una filiación a alguna forma del típico antiintelectualismo de intelectuales, un menosprecio de la teoría, o para que se considere como negativa nuestra valoración de la identidad intelectual.

Por el contrario, reconocemos la importancia política de las prácticas teóricas y simbólicas y pretendemos señalar la posible (y muy necesaria) contribución de una nueva generación intelectual a la conformación de una nueva subjetividad política de izquierda. Más allá de la relevancia asignada al plano de lo simbólico y subjetivo, no limitamos las funciones del intelectual a estas categorías. Si asumimos como propósito básico del intelectual crítico la tarea de desarrollar una praxis contrahegemónica, no podemos dejar de considerar como posible (e igualmente necesaria) su contribución en aspectos organizacionales e institucionales. Pero, claro está, hablamos en términos de “contribución”.

Los sucesos que van del 19 y 20 de diciembre de 2001 al 26 de junio de 2002[12] y los procesos que expresaban, de algún modo ofician de partida de nacimiento de la nueva izquierda y de la nueva generación intelectual; son sus momentos constitutivos y sus puntos de referencia. Ese tiempo reflejó la crisis, no sólo de un patrón de acumulación y de una forma de Estado, sino también de una determinada manera de nombrar lo público y de una “cultura” política basada en la despolitización de la sociedad, es decir, en el analfabetismo político, en particular, de las clases subalternas. Un analfabetismo político que desde finales de la dictadura militar y por la vía de la profesionalización, las visiones consensualistas y la reivindicación de la neutralidad como locus de la ciencia y la autoridad, también hacía estragos entre los intelectuales.

Al mismo tiempo, estos sucesos contrariaron de modos diversos tanto al espacio de la acción política característico de la democracia liberal-representativa como a la matriz populista que, clausurada en el plano económico-social, subsistía (y subsiste) como superestructura, y también a la matriz izquierdista tradicional, es decir, el “marxismo-leninismo” en todos sus formatos dogmáticos y acríticos y, por lo tanto, sin sentido de contemporaneidad.

No sólo venían a reinstalar la vocación de intervención social de los intelectuales, sino que insinuaban una radical transformación de los modos tradicionales de intervención. Porque la  repolitización desatada permitió ir más allá de la mera repetición de los itinerarios conocidos, más allá del canon revolucionario en relación al cambio social, más allá de la reposición de las identidades plebeyas en sus viejos formatos. En términos de Ana C. Dinnerstein: “La revitalización de prácticas autónomas en la Argentina posterior a diciembre de 2001 debe ser comprendida como un salto cualitativo de la política de resistencia, es decir, como desafío, no sólo al capital y al Estado, sino a las formas previas de resistencia, en tanto se habían convertido en un obstáculo para la rebelión”.[13] Esto resulta un factor primordial, dado que plantea una crisis del antiguo régimen emancipatorio al tiempo que instituye rasgos del o de los regímenes emancipatorios que están por venir. Por cierto, este factor, fue pasado por alto tanto por la vieja izquierda como por el nacionalismo dizque popular (e incluso “revolucionario”).   

Indudablemente fueron los meses más intensos de los últimos años y, probablemente, de las últimas décadas. Fueron seis meses y 1.621 cortes de rutas, calles y puentes. Seis meses y cientos de asambleas en los barrios de la Ciudad de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires. Seis meses en los cuales se desarrolló un proceso de estructuración de un movimiento de protesta a nivel nacional, con organizaciones y activistas que, en líneas generales, respondían a orientaciones políticas e ideológicas radicalizadas. Seis meses de exuberancia plebeya y de una vitalidad que nos retrotraía a los tiempos previos al golpe militar de 1976.

Un tiempo tan dramático como pletórico de posibilidades a partir de la irrupción de las clases subalternas y oprimidas y los espontáneos y masivos cuestionamientos a los pilares de la dominación y de rechazo al poder estatal, sostenidos esta vez en el despliegue de auspiciosos experimentos de autoorganización que instalaron algunas coordenadas para pensar nuevos trayectos anticapitalistas, nuevos caminos de democratización social y nuevos campos posibles para el ejercicio del poder y para la transformación de las relaciones de dominación. Sin dudas, ese tiempo prodigioso expresó un salto cualitativo en la lucha de clases. Por todo esto, más allá de la contundencia de las cifras, la intensidad de aquellos meses jamás podrá ser registrada cabalmente por las estadísticas.

El 19/20 de diciembre de 2001 vino a instituir el fin de la última dictadura militar (1976-1983), es decir: puso en evidencia la caducidad de algunos de sus efectos más depravados que aún persistían.[14] No sólo porque se superó el miedo y se trabaron los mecanismos que frente a él reproducían las automáticas respuestas atomísticas y adaptativas, sino también porque se generó un clima que convocaba al rechazo de los comportamientos no solidarios y privatizadores y al cuestionamiento de las estructuras elitistas de los signos más diversos, al tiempo que auspiciaba todo tipo de tendencia asociativa  y la recuperación de los cuerpos y las calles como fundamento de la política. Diciembre de 2001, como mayo de 1969 (Cordobazo), provocó una pérdida de sentido de las pautas políticas precedentes, marcó su agotamiento como referentes orientadores. Pero a diferencia del Cordobazo no hubo un segundo 19-20 de diciembre “clasista e insurreccional” y se desbloqueó rápidamente el proyecto alternativo de rearticulación del bloque dominante.  

Se trató, por cierto, de un tiempo excepcional y en muchos aspectos desmesurado, con una sucesión de acontecimientos cuya fuerza simbólica tendía a rebasar los contenidos que representaban, más allá de que las contradicciones sociales y políticas no hayan arribado a la orilla del paroxismo de los extremos, más allá de que el principio de oposición sólo haya operado en algunos de los fragmentos (frentes de combates) de un escenario serializado. Precisamente en esos costados desmesurados tal vez esté la clave del surgimiento de la nueva izquierda y de la nueva generación intelectual; es decir, ambas pueden ser concebidas como el resultado de algo que se salió de cauce y, aunque luego el proceso histórico retornó a la matriz anterior, los signos lúcidos de una formidable productividad político-cultural ya habían quedado expuestos. Un acto intersubjetivo originario, uno flamante y distinto, había tenido lugar. Nuevamente fue posible identificar y enamorarse de una realidad inmadura. El clima político-cultural de los años 90 un clima que podría sintetizarse en la frase del Eclesiastés: “Contemplé todo lo que pasa bajo el sol, y hallé que todo es vano” (1,14) comenzaba a cambiar irrefrenablemente.

Ese tiempo, al decir de Raúl Cerdeiras, instituyó “una experiencia a partir de la cual se volvió imperativa la pregunta olvidada: ¿qué es la política?”,[15] pregunta que en términos más específicos podría ser reformulada del modo siguiente: ¿qué es una política emancipatoria, radical, legítimamente popular, de izquierda? Estos interrogantes no podían dejar de conmocionar las prácticas intelectuales. La esterilidad de lo viejo se tornó demasiado evidente y hasta llegó a ser insoportable cuando se hizo ineludible el contraste con los esbozos de lo que expresaba una inédita potencia emancipatoria. Este tiempo fugaz llegó a instituir retazos de una praxis intelectual nueva que, por lo menos, comenzaba a producir algunos insumos básicos para responder la pregunta de Cerdeiras.      

Los posicionamientos respecto de estos sucesos fueron significativos y reveladores. Como suele ocurrir, una experiencia idéntica se vivió con conciencias diversas. Mientras algunos sectores se horrorizaron por el “desorden social” y se lamentaron por la inviabilidad de los fetiches de la democracia representativa y electoralista; en fin, por la imposibilidad de un capitalismo “blanco”: racional, previsible, moderadamente redistributivo y soportable, otros, envilecidos por haber asumido la condición de repetidores y por su manía clasificatoria, creyeron que se abría la posibilidad de representar los viejos textos (o, en el mejor de los casos, de reescribir los viejos manuales) y que –¡al fin!– había llegado la exacta circunstancia de la eficacia histórica de “su subjetividad”, la anhelada hora de desempolvar las antiguas y escasas herramientas para acaudillar una insurrección de masas en un sentido revolucionario que no lograban caracterizar más allá del eslogan y el recetario clásico, mientras insistían –con la agobiante ligereza de su entendimiento inerte– en que el problema se reducía a un déficit de partido o de vanguardia.

Se puso de manifiesto, una vez más, que uno de los problemas más graves de la izquierda vieja es que no logra ser crítica de sí misma y que no asume la tarea de revisar permanentemente sus propios fundamentos, su subjetividad y su sensibilidad.[16] El resultado está a la vista: después de fetichizar sus fracasos y justificar sus carencias y cataclismos sólo le queda elaborar recetarios y discursos ingenuos. La izquierda vieja habla una lengua muerta, sin posibilidad de desarrollar capacidades expresivas. La izquierda vieja no supera la teoría del reflejo y presenta al marxismo igual que los teóricos burgueses, como un determinismo mecanicista, a veces recubierto de vistosos encajes. Sus producciones aparecen siempre como el resultado de pensamientos previos y no como el proceso de pensar; tienden a la problematización de textos viejos y no a la textualización de problemas nuevos. El grado de alienación de sus militantes no hace más que incrementarse. Una vez institucionalizados, impregnados de la tradición cultural de sus organizaciones, ciegos para los colores, sin la aptitud de distanciarse del objeto (por eso es imposible una autocrítica sincera en una secta) terminan normalizando las situaciones patológicas.   

Pero también estuvieron aquellos y aquellas que vivenciaron y vieron las instancias de autoorganización de base, los embriones de prácticas contrahegemónicas, radicalmente democráticas y con proyecciones anticapitalistas. Las vieron, no sólo porque venían entrenados para verlas, sino porque muchos de ellos y ellas, además, venían desarrollando prácticas en subsuelos y periferias. Prácticas que, de algún modo, eran “intelectuales” dado que estaban filiadas a un conjunto de saberes y conceptualizaciones absolutamente críticas y profanas como corresponde a una situación excéntrica.

Con más o menos desilusiones a cuestas, venían congeniando con el suburbio.  No llegaban a ser el grueso de lo que usualmente se denomina como el “activismo”, es cierto, pero desde mediados de la década del 90, en forma rudimentaria, con formaciones político-intelectuales y reservorios de metáforas de los más diversos y hasta estrafalarios, con acervos que no se pusieron al servicio de la “línea correcta”, sino que se dispusieron para una negociación de las diferencias y malos entendidos al interior de las clases subalternas y oprimidas, comenzaron a usar y recrear un lenguaje común donde resonaban palabras como: horizontalidad, autonomía, contrahegemonía, poder popular, entre otras (un lenguaje que refería a una nueva cultura política).[17] Comenzaron a pensar y actuar en ruptura con los modos del reformismo, el nacional-populismo y la izquierda vieja, hastiados de la política de superestructuras, de la representación (más que de la crisis de representación) y la delegación, de las lógicas estrictas (que además son lógicas de lo mismo), de las respuestas definitivas, del dirigismo, el sectarismo y el estatismo. Se pusieron a trabajar para revertir el proceso de desintegración social, para unir lo fragmentado, para contradecir la serialización y la electoralización de las clases subalternas, las prácticas estatales del subsistencialismo, la recolonización cultural[18] y la promoción del analfabetismo político, los ejes mismos del proceso histórico que se inauguró en diciembre de 1983 y los mismos fundamentos de la democracia como función de la hegemonía de las clases dominantes y de la sofocación de las clases subalternas. En síntesis, escrutaron el signo de los tiempos y fundaron una discontinuidad.

Vale aclarar que, a la hora de identificar una nueva generación intelectual, los fundamentos etarios no nos satisfacen. Esto puede sonar a anatema, puesto que, en última instancia, la edad, que remite al nacimiento en un determinado tiempo y a los influjos compartidos, suele ser un elemento determinante cuando se  identifica una generación. Pero en este caso cuenta muy poco. La nueva generación intelectual también presenta un elevado grado de heterogeneidad en este aspecto. Como encrucijada histórica, diciembre de 2001 operó como punto de partida para algunos, mientras que para otros fue el lugar del oportuno desvío. Lo importante es que los colocó, a unos y a otros, en el mismo camino. El concepto de generación va mucho más allá del conjunto de los coetáneos. Por cierto, el término generación también remite al acto de engendrar. 


Viejas y nuevas certezas

El proceso de emergencia y de desarrollo inicial de una nueva generación intelectual suele ser tormentoso y confuso, sus delimitaciones son por la  negativa y el rechazo. La nueva generación intelectual argentina no inició su proceso de formación ordenadamente, los pensamientos que generaron el primer fermento estallaron y se esparcieron. Sólo el proceso posterior trazó delimitaciones y fue agrupando los fragmentos. La nueva generación intelectual nació como parte de una “generación archipiélago”, y no fue ni es (por ahora) unánime la aspiración de convertirse en una “generación continente”. Al momento de emerger contenía un conjunto de tendencias, inquietudes e ideas de apariencia rupturista, pero carecía de elementos estructurantes, con la excepción del elemento fluyente que las unía y a la vez las separaba.

No fue raro entonces que en torno a la nueva generación intelectual se conformara un campo de encuentro de todas las posiciones ex-céntricas y se cobijara en él un conjunto de perspectivas desamparadas, desquiciadas, algunas con potencial disruptivo otras no tanto. Desde el punk barrial al perspectivismo escéptico de prosapia posmoderna y a las combinaciones entre Friedrich Nietzsche (1844-1900) y el budismo Zen; desde el neohippismo a la negación radical del mundo y la búsqueda del Nirvana con su sueño sin ensueño; desde los que asumieron una recreación de la tradición nacional-popular (en clave radical) y la reivención de una idea de Estado-nación con referentes utópicos, éticos y políticos relacionados con el comunitarismo de base, el socialismo “desde abajo” o el poder popular, hasta aquellos neo-anarquistas (por cierto: reacios al objeto de reivención pero no a los referentes de la misma, con los que se identificaban) y los minimalistas, cultores del socialismo en un solo barrio que hacían una interpretación estrecha de la consiga sesentista de Ernst Friedrich Schumacher (1911-1977): “small es beautiful” (lo pequeño es hermoso).

Con el tiempo, las perspectivas con mayor potencial desde nuestro punto de vista, se asimilaron a la médula de la nueva generación intelectual y claro está, contribuyeron a perfilarla. Otras, de sustancia más opaca y menos creyentes, encontraron un sitio (y una referencia) en el Estado, en el mercado (que incluso ha desarrollado outlets intelectuales para los productos más defectuosos) y también en la academia. Instituciones que suelen funcionar como la Gruta de Trofonio, es decir, le cambian el carácter a los que ingresan en ellas.[19] Instituciones que además pueden desempeñarse como santuarios y también como asilos para revolucionarios inválidos (resignados), burócratas y buscavidas de toda laya.

Hoy podemos decir que, por lo general, todos aquellos grupos que priorizaron  “la diferencia” por sobre las contradicciones de clase a la hora de encarar las luchas sociales sustentaban concepciones ambiguas y perfectamente adaptables a posiciones políticas moderadas, de este modo fueron presa fácil de estas instituciones. La “fuga biopolítica”, las “conexiones rizomáticas” o el ejercicio del “derecho a la metamorfosis” condujeron directamente a la función pública. Las “multitudes”, por su parte, fueron aconsejadas en el sentido de intimar un poco más con el Estado que repentinamente dejó de ser considerado una máquina despótica. La lucha fue reemplazada por la gestión o la súplica.

La izquierda vieja sobrevaloró los elementos más negativos, y condenó todo lo que no encajaba en sus moldes y no era traducible a su lenguaje de museo, ultrajando el sentido de lo bello, lo justo y lo popular. En una pésima interpretación de los signos, consideró que lo nuevo emergente a nivel político e intelectual, no era más que el resultado de la exageración de las señales de fermentos pasajeros. Ajustó la compleja realidad a una categoría única a la que previamente empobreció y estereotipó: autonomismo.

Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001 expresaron la crisis de las estructuras y los modos de hacer-pensar la política en Argentina y la improductividad de todos los trayectos subordinados al pensamiento político dominante. Pero la antesala de lo que aparecía como un corte radical que podía iniciar un proceso de conformación de un nuevo bloque histórico o un ciclo contrahegemónico, dio lugar a una restauración de las viejas estructuras, modos y trayectos. La dirigencia política (e incluso la corporativa) que en el marco del tiempo inmediatamente posterior al 19 y 20 de diciembre optó por el ostracismo para salvaguardar la integridad física y el futuro político, fue recuperando rápidamente el centro de la escena. Lugar que política y discursivamente estaba vacío y que, a falta de nuevos contenidos, se llenó del viejo. Se consolidaron las formas políticas que ya habían demostrado su falta de afinidad con cualquier trayectoria emancipadora. Eso sí, debieron recurrir a una nueva gobernabilidad y crear una nueva institucionalidad con el objetivo de que el Estado succionara la potencia plebeya, es decir: debieron intentar un proyecto hegemónico, erigirse en dirigentes y no ser sólo dominantes.   

La recomposición vertiginosa del régimen político en Argentina puede verse como un ejemplo de la flexibilidad de la democracia capitalista, de sus capacidades para apaciguar, desviar, tergiversar, cooptar, fragmentar y anular las presiones ejercidas desde abajo. La situación anterior volvió a reposicionarse como estructurante simbólico. La izquierda –la de los partidos pero también la “social”, la “independiente” y la “autónoma”– contribuyó. Sin capacidad de ruptura, volvió a aferrarse a las reglas de juego que, de hecho, nunca había cuestionado seriamente. Ya nadie o muy pocos, como en diciembre de 2001, se preguntan qué es la política. Todos lo dan por sentado: la política es esto que conocemos: puesta en escena, virtualidad, mera existencia electoral, participación obediente y el juego de los bufones de los “niños bien”, y no puede ser otra cosa. Hemos cedido a las apariencias. Es difícil mantener la fidelidad hacia el acontecimiento y además no sabemos cómo.

El advenimiento de lo radicalmente nuevo se retrasa. Pero las causas subyacentes del 19-20 de diciembre de 2001 siguen operando. El reconocimiento o la intuición de que existen fuerzas y contradicciones sustanciales que siguen horadando los pilares del sistema, sumado a las dificultades para construir las herramientas más adecuadas para estos prolegómenos del proyecto popular, genera angustia en los militantes del campo popular que mejor han procesado las experiencias de los últimos años.

Por cierto, a partir de 2003 y de la recomposición del sistema a nivel material y de su comando político, a partir del despliegue de un proyecto con vocación y recursos hegemónicos, el reformismo, el nacional-populismo y la izquierda vieja retornaron, sosegados, al útero estéril y sórdido de las viejas certezas. Los cobijados en el primero y el segundo se sintieron aliviados por la rápida e impensada recomposición de unos fetiches que parecían más exhaustos. Del alivio pasaron a la euforia al delinearse una impensada vía progresista al país normal. Además se conformó un campo ecuménico del progresismo realmente existente donde convergieron reformistas y nacional-populistas, una circunstancia muy poco reiterada en nuestra historia. Incluso, se dieron el lujo de integrar a algunos liberales. El campo ecuménico se conformó alrededor del horizonte del “país normal”, de la “pax burguesa”, del “desarrollo” (que, por lo general ha servido y sirve para falsear realidades periféricas y para limar las aristas conflictivas) o del “realismo” en su sentido más mezquino: adaptación lisa y llana a las relaciones de poder imperantes, gestión eficaz del ciclo económico. Lo modesto del horizonte, el grado de sumisión que le es inherente y el orden social inconsistente y el vaciamiento de la sociedad civil que promueve, puso en evidencia los límites intelectuales y políticos del progresismo realmente existente, en particular las simplificaciones y la oquedad del nacional-populismo, su incapacidad, compartida con el reformismo y la izquierda vieja, de decir algo nuevo y su manía repetitiva, su negligencia a la hora de hacer ajustes en su política y en la posición doctrinaria que arrastran desde los 70. Hoy queda claro que buena parte de sus manifestaciones pueden ser reabsorbidas y neutralizadas por el régimen de dominación imperante.  

Si la política es concebida como gestión del ciclo económico toda idea termina siendo aleatoria y, sobre todo, se abandona la construcción de momentos de autodeterminación. Sólo queda la contraposición de retóricas, cada vez más vacías. La lucha de imaginarios caducos pretende reemplazar a la lucha de clases concreta. Como los cultores del progresismo realmente existente aún insisten en identificar al enemigo principal dejando de lado la conciencia clasista, o poniéndola “entre paréntesis”, como subestiman la dominación al poner el eje en la competencia de las elites económicas, políticas e intelectuales o los “bloques de interés”, caen en un maniqueísmo de sumisión y en un dualismo epistemológico que escinde al objeto real del formal. La contradicción entre el país agrario y semicolonial y la nación moderna, predominantemente industrial (y burguesa) dista de ser “principal”, es más, dista de ser.

Por otro lado, su recompuesto electoralismo los convirtió en seguros auspiciantes del mal menor pero en marcos cada vez más degradados.  En fin, en el fondo todas las versiones del progresismo, incluyendo el nacional-populismo, parten de la conformidad de la época, buscan una síntesis burguesa feliz, cada vez más lejana, a medida que el abismo social se ensancha, a medida que en la sociedad argentina la infraestructura es cada vez más una superestructura.

El reformismo y el nacional-populismo confían en los atajos de una razón dominante y vertical (exclusivamente estatal) a la hora de crear lazos asociativos y de producir identificación comunitaria. No asumen que la clave de lo nacional reside en una praxis articulatoria de las clases subalternas, que la única “nacionalización” posible se hará por la vía de una refundación y una reinvención “desde abajo” y que la autodeterminación nacional más consistente es la que se basa en fundamentos anticapitalistas y en lazos democráticos y horizontales. Pero el nacional-populismo tiene como fundamento la negación de la asimetría en poder y derechos de las clases interiores del nacionalismo popular, entonces como no puede ni podrá reinventar la idea de Nación (y del Estado), insiste con una idea antigua que carece de entidad como referente utópico y ético.

El reformismo y el nacional-populismo no piensan a la nación a partir de sus posibilidades concretas de canalizar los deseos emancipatorios de las clases subalternas y sus anhelos de autonomía e igualdad, de autodeterminación y libertad. Esta dimensión de la Nación es insoslayable para cualquier proyecto emancipador porque permite arraigarlo en una tradición cultural y política, en una “escuela política de las clases populares” que alude a los sentimientos profundos de las masas y a los hechos de conciencia, o, dicho al modo gramsciano, a sus “núcleos de buen sentido” que son los que pueden sostener efectivamente una política anticapitalista y socialista.

Vástagos de las políticas heterónomas, el reformismo y el nacional-populismo ni siquiera apuestan a una convocatoria carismática (estatal y vertical) como motor de la autodeterminación. La mayoría se conformó con los Kirchner. Otros apuestan a las adaptaciones más depuradas del mismo guión, sin el lastre del Partido Justicialista (PJ) pero absolutamente desarraigadas. Los grupos identificados con el reformismo y el nacional-populismo, que han hecho su experiencia de gobierno desde 2003 hasta ahora, se caracterizaron por sus intervenciones desde lo alto, meticulosamente desarticuladoras de la acción autónoma de las clases subalternas.      

En fin, a partir del año 2003 el grueso de los intelectuales argentinos, recompuso su idea de democracia sin riesgo, de baja intensidad, porque, expresado con toda crudeza, su horizonte democrático no es algo cualitativamente diferente a la posibilidad de negociar las condiciones de  explotación y conciliar las contradicciones a través de reconciliaciones (y no, como propone la nueva generación intelectual, a través de los cambios profundos en las condiciones que las engendran). Con la crisis de 2008 (la denominada “crisis del campo”) estas limitaciones se hicieron ostensibles cuando desecharon cualquier apertura por izquierda e intervinieron con el fin de establecer una ligazón entre lo destituyente y lo golpista.

La crisis de 2008 también resquebrajó, aunque no deshizo del todo, el campo ecuménico liberal-reformista y liberal-populista. Aquellos que Mario Toer denominó “exponentes del péndulo pequeño burgués”,[20] los que nosotros llamamos teóricos de la pulcritud y los formalismos institucionales, tomaron distancia y comenzaron un proceso de alineamiento con la derecha más tradicional. Un caso bien representativo de este “péndulo pequeño burgués” es el del historiador Luís Alberto Romero.[21]

Frente la fragilidad de las alternativas contrahegemónicas, se delineó un escenario polarizado pero sin contradicciones sustanciales. El reformismo y el nacional-populismo recurrieron entonces a un politicismo que puede resultar eficaz para ciertas coyunturas pero que carece de perspectiva estratégica a largo plazo. Sus intelectuales apelan al nivel político-cultural de la contradicción pero prescinden (y lo escinden) del nivel económico-social.

Por su parte la izquierda vieja se aferró al manual leninista (en todos sus formatos) y a las políticas heterónomas y piramidales. Volvió así a sus plantillas clasificatorias y nominalistas y a la rigidez del dogma, que había sido sacudido allá por 2001 y 2002. Para ellos la paradoja es el abismo, sólo pueden manejarse en la aparente seguridad que ofrecen los marcos de un pensamiento metafísico, hiperideológico. Siguieron intentando construir sobre los cimientos gastados.    


Sobre el “transformismo” y la “reivindicación de la política”

Así como el proceso histórico abierto en 2003 puede ser analizado en la clave (gramsciana) de “revolución pasiva”, creemos que se puede pensar la deriva de una franja importante de la intelectualidad argentina a partir del concepto de “transformismo”. Por cierto, si tenemos en cuenta que el pensamiento de Antonio Gramsci (1891-1937) constituye una totalidad coherente, si nos atenemos al hecho de que sus categorías presentan un elevado grado de articulación y que su uso fragmentado y mutilado suele conducir a la justificación del orden establecido, se puede decir que es prácticamente obligatorio hablar de transformismo si aplicamos la categoría de revolución pasiva, del mismo modo que se torna necesario hablar de hegemonía, consenso activo, pasivo, etc.  

Las políticas de la contraofensiva neoliberal de las décadas del 80 y el 90 fueron eficaces en la destrucción de las instancias de contrahegemonía de las clases subalternas y oprimidas, pero, por sí mismas, no sirvieron para que la clase dominante ejerciera la dirección moral e intelectual sobre el conjunto de la sociedad. Se centraron en la generación de un “consenso pasivo”: en la anti-política, en la apelación a valores negativos y disociadores de toda comunidad (individualismo, competencia, consumo) y en el consiguiente repliegue hacia el mundo de lo privado, en la serialización y electoralización de las clases subalternas y oprimidas y en unos modos de intervenir en las luchas de clases basados en los mecanismos propios del mercado, en políticas monetarias y financieras.[22]

Como hemos visto, la crisis argentina de 2001 marcó el fin de la contraofensiva neoliberal, lo que no significa que a partir de esa instancia haya cesado la ofensiva del capital contra el trabajo, o que la fracción financiera de la burguesía se halle en retroceso. Por el contrario, corresponde decir que a partir de un alza en la lucha de clases esta ofensiva asumió otros formatos y recurrió a otras articulaciones, diferentes a las propuestas por la “disciplina del mercado”.

La crisis de 2001 puso en evidencia las limitaciones de las estrategias neoliberales de dominación social, pero además tuvo como contrapartida una experiencia de organización, movilización y politización de la sociedad civil popular que excedía los marcos de la política institucional y la democracia liberal y que afectaba directamente el alto grado de institucionalización de los conflictos sociales (un rasgo característico de la formación social argentina en los años 80 y 90), planteando así un rechazo frontal al poder estatal. Los pilares de este proceso de organización, movilización y politización de las clases subalternas y oprimidas fueron la acción colectiva (y la recomposición de las identidades plebeyas en torno a la misma), una marcada tendencia a la reapropiación del espacio público, formas de democracia directa, horizontes antiimperialistas (antiglobalización neoliberal) y anticapitalistas. De este modo, y más allá de que no llegaron a emerger expresiones políticas que centralizaran y coordinaran a las diferentes organizaciones y movimientos populares, se produjo una conmoción en el sistema de dominación. 

A partir de estas circunstancias, algunas fracciones de las clases dominantes de Argentina comenzaron a trabajar en pos de ejercer una dirección moral e intelectual como reaseguro de la reestructuración capitalista y para dotar de legitimidad al proceso de acumulación. De este modo asumieron la necesidad de rehabilitar un conjunto de dispositivos que otrora habían resultado útiles para tal fin: un proyecto de reindustrialización, un Estado con facetas benefactoras, sindicatos reformistas y organizaciones políticas, en particular aquellas con expresiones “de masas”, composición juvenil y referenciadas en identidades colectivas (principalmente nacional-populares), y en una relativa orientación a la movilización. 

Vale aclarar que dicho proyecto de industrialización, en los hechos, se viene mostrando muy limitado y, en aspectos sustanciales, no muy distinto del modelo industrial del 80 y los 90. Más allá de la retórica nacionalista, con el proceso abierto en 2002 se profundizó la extranjerización de la economía argentina. Hacia 2007 casi el 70% de las empresas más grandes del país estaba en manos de capitales extranjeros.[23] En forma paralela al proceso de  extranjerización, se despliega el de centralización. Un puñado de empresas, en ocasiones incluso una o dos, concentran el grueso de la producción en rubros que van de la siderurgia a la refinación de petróleo, de los fertilizantes a los alimentos. En sentido similar podemos señalar que, más allá de la retórica productivista, el ciclo del capital en Argentina requiere cada vez más del capital financiero para su valorización. Por otra parte el paradigma de desarrollo se basa en el crecimiento a partir de las exportaciones de combustibles fósiles, derivados de la minería y, principalmente, los productos y subproductos agropecuarios. Se consuma de esta manera un retorno al modelo de desarrollo “hacia fuera”, característico del período previo a 1930.

Por su parte las facetas benefactoras conviven con otras de sentido contrario. La devaluación de 2002 aumentó la competitividad y a partir de 2003 hizo posible un crecimiento a tasas excepcionales, pero a instancias de una reducción de los costos en dólares, en particular de los salarios de los trabajadores. No se ha revertido la redistribución del ingreso en detrimento de los trabajadores y en beneficio de las fracciones más concentradas y transnacionalizadas del capital. Si bien en el período de posconvertibilidad el desempleo disminuyó considerablemente, el capital recurrió al trabajo precario como estrategia para la desvalorización de la fuerza de trabajo (una alternativa a la expansión del ejército de reserva). Al mismo tiempo, la productividad se incrementó por encima de los salarios reales mientras la tasa de ganancia del capital superó –con creces– a la de la década del noventa.

Por lo tanto podemos afirmar que el patrón de acumulación de capital en tiempos del posneoliberalismo tiene como precondiciones: 1) la precarización laboral, 2) la superexplotación del trabajo y 3) el saqueo de los recursos naturales.

En relación al sindicalismo reformista, en sentido estricto cabría hablar de una revitalización de las funciones corporativo-reformistas de la vieja burocracia sindical, funciones tradicionales pero que venían siendo relegadas por las estrictamente empresariales (que en absoluto son abandonadas). Pero también hay que destacar que la misma recomposición capitalista posneoliberal, al tiempo que relegaba a los movimientos de desocupados, reinstalaba al sindicalismo como interlocutor del Estado y de una franja de la clase trabajadora a partir de la revitalización de sus funciones relacionadas con la negociación salarial.

Finalmente, las expresiones “de masas” presentan un elevado grado de subordinación al Estado; en su gran mayoría han sido creaciones directas del Estado y sus dirigentes revisten como funcionarios del Estado. De este modo, muchas organizaciones populares han surgido como, o han devenido en, apéndices del Estado, en instancias de mediación –sin autonomía y sin poder decisorio significativo– para la aplicación de las políticas públicas. En concreto, las expresiones de masas del kirchnerismo distan de ser construcciones basadas en el protagonismo popular, la democracia de base y  la lucha de masas. Su falta de iniciativa es incurable. Están condenadas a labores subordinadas.

Las fracciones de las clases dominantes a las que hacemos referencia están compuestas por algunos grandes grupos económicos de capital nacional, pero sobre todo de capital extranjero, en particular del sector manufacturero, pero también por grupos vinculados a la producción primaria o el “mundo de los agronegocios”, y al sector financiero, y hasta por una franja nada desdeñable del universo pymes. Se trata de grupos que se beneficiaron directa o indirectamente de un proceso de concentración económica y de centralización del capital y de una valorización diferencial. Grupos que se dispusieron a explotar al máximo las ventajas comparativas asociadas a los recursos naturales locales y a un nuevo contexto internacional. Grupos que vieron recompuestas sus ganancias y que lograron apropiarse del excedente.  

A partir de 2003 esas fracciones, incluyendo a un sector neoreformista de la vieja elite política que había integrado el séquito del neoliberalismo, asumieron el liderazgo de un proceso que tiene como meta más preciada la obtención de una auténtica condición de “clases dirigentes”. Se orientaron, entonces, a la construcción de un consenso “activo”, un tipo de consenso basado en elementos de corte “positivo”: retórica nacional-popular, políticas redistributivas, inclusivas y democráticas, y un conjunto de referencias históricas y simbólicas que apelan a valores y sentimientos populares genuinos y a una reconstrucción ética de la sociedad. Por lo general, estos elementos, en el discurso oficial, siempre aparecen combinados con las representaciones sociales que “demuestran” que las clases subalternas y oprimidas no tienen intereses antagónicos con los de las clases dominantes. De este modo, comenzaron a desvanecerse las potencialidades más disruptivas y contrahegemónicas de las  anteriores experiencias de las clases  subalternas y oprimidas y se reencauzó (desde arriba) el proceso de politización popular.

Este proceso exhibió y sigue exhibiendo fuertes conflictos internos que expresan básicamente la disconformidad de las fracciones desmesuradamente beneficiadas por la valorización financiera neoliberal, y de otras fracciones que consideran que sus posibilidades de acumulación están siendo recortadas. Estas fracciones no consideran que el lugar que ocupan en el marco de las nuevas relaciones de fuerza sea “expectable”, por eso trabajan para modificarlas en su beneficio. Estas fracciones están sumidas en el particularismo más obtuso, no pueden exceder los círculos más duros de la sociedad civil burguesa a los que se han replegado y, por ahora, no exhiben indicios de contar con más capacidad hegemónica que el dueto: fracciones dominantes-elite política gubernamental, es decir el grupo con aspiraciones –y recursos políticos e ideológicos– para erigirse en dirigente.

En esa línea, algunas políticas del kirchnerismo promovieron los equilibrios  inestables y una serie de compromisos. Las concesiones a los subalternos, tanto como la absorción (parcial) de las demandas populares a través de una batería de políticas públicas y la canalización institucional de los conflictos,   volvieron a ser concebidas como un fundamento de la hegemonía. Se apostó a algún grado de armonización de los intereses de los grupos dominantes con los de las clases subalternas, a una articulación de la reproducción ampliada del capital y la demanda social como fórmula para estabilizar el poder.

De este modo, la burguesía no sólo recompuso los fetiches que constituyen sus principales sustentos ideológicos, por ejemplo: la idea de una clase “porosa”, “universal” y la de la compatibilidad entre el capitalismo y las “mejoras sociales” o la “igualdad de oportunidades”; sino que también comenzó a ampliar sus filas y expandir su espacio a través de la absorción de “cuadros” de otras clases (incluso de cuadros de las clases subalternas que habían tenido un rol importante en el auge de la auto-actividad popular en el contexto de la crisis de 2001), mejorando notablemente la calidad de sus dirigentes empresariales, sindicales, políticos, es decir, de sus intelectuales.

Entre los intelectuales orgánicos del kirchnerismo no sólo se destacan los empresarios y jerarcas sindicales identificados con el modelo neodesarrollista;  los políticos profesionales, fríos, equilibrados, invariablemente oportunistas, acomodaticios e ideológicamente disponibles; los cultores nostálgicos de un nacionalismo popular desfasado, o de un nacionalismo popular superficial y consignista, “políticamente correcto” y “vendible” (que a pesar de sus limitaciones constituye un estadio más elevado respecto de la intelectualidad neoliberal);  sino que también podemos identificar figuras políticas, sociales y culturales mucho más sólidas, vinculadas a luchas y construcciones populares y con dignas historias de crítica y resistencia al neoliberalismo.     

En una especie de “revolución pasiva”, el kirchnerismo supo descabezar y privar de instrumentos (o proto-instrumentos) de lucha política a un conjunto de direcciones, hacia arriba, hacia los costados y, sobre todo, hacia abajo,  favoreciendo, de este modo, un típico proceso de “transformismo”. De ahí la convivencia en el espacio del kirchnerismo de cuadros provenientes de diferentes tradiciones e historicidades: desde la derecha liberal a la izquierda revolucionaria, pasando por todo el espectro peronista; desde el sindicalismo empresario y burocrático hasta el sindicalismo combativo y democrático; desde los punteros barriales a los dirigentes de movimientos sociales, de organizaciones de derechos humanos, ex referentes piqueteros, etc. (El “campo ecuménico” del que hablábamos).  

La situación es sumamente compleja para las organizaciones y movimientos populares autónomos que persisten como no hegemonizables por su negativa a integrarse subordinada o imaginariamente al poder, por repeler la sumisión intelectual y por su vocación contrahegemónica alimentada por una conciencia antiimperialista y anticapitalista. Las mismas modalidades del proceso de construcción hegemónica ponen en tensión a estos espacios, inhiben el desarrollo de un pensamiento estratégico y una concepción del mundo propia  y contribuyen al desarrollo de tendencias opuestas (negativas y coyunturales por igual en ambos polos) que van del localismo y el corporativismo al institucionalismo y el electoralismo, de un empirismo que rechaza a la teoría como momento autocrítico, al teoricismo más abstracto y vacuo. Frente a esta realidad, por momentos avasallante, los espacios contrahegemónicos corren el riesgo de devenir en sectas consumidas por el internismo y la desconfianza y, por lo tanto, inoperantes, dirigistas, vacías de mística y de motivadores subjetivos. Muchas veces estos espacios, con el fin de subsistir y preservar su precaria unidad, se cierran a los debates políticos estratégicos, pagando inevitablemente elevados costos por este silencio. De esta manera se puede producir una situación que los puede conducir al puritanismo político (el mejor certificado de admisión a un dogma o una secta), pero también a la integración gradual al sistema. En ambos casos la precondición es la inhibición del pensamiento independiente.

Todo proceso de construcción hegemónica, expansivo por naturaleza, exige cierta vitalidad política, ideológica, cultural. En este tipo de procesos, como en otros muchos órdenes, lo vivo se nutre siempre de lo que le resulta extraño. En el caso de la experiencia del kirchnerismo, consideramos que no se puede sostener que esa vitalidad sea una expresión de la voluntad de transformación radical de la realidad. Por el contrario, creemos que expresa, lisa y llanamente, una búsqueda por la primacía en el espacio hegemónico. Ese objetivo, también lleva a la apropiación de formas culturales de las clases subalternas y oprimidas con el fin de generar una ilusión o una fábula de integración de las mismas, al tiempo que se las excluye de todo espacio de poder significativo.    

Por estas coordenadas discurre lo que suele ser considerado como el nuevo “momento aluvional de la participación ciudadana”, “la emergencia de la generación militante del Bicentenario” o, sencillamente, la “reivindicación de la política” por parte del kirchnerismo. Al mismo tiempo, estas coordenadas también han servido para que muchos intelectuales de tradición progresista y muchos militantes populares sobrevaloren la esfera estatal (un típico ejemplo de “estadolatría”), concibiendo al Estado como un absoluto y como una especie de vanguardia de los cambios progresivos y a los funcionarios como sujetos  independientes, prescindiendo del poder económico real y de la lucha de clases real, planteando la escisión acrítica y fetichista entre lo político y lo económico.[24] En relación a este tipo de concepciones, Michel Löwy sostenía que “quienes creen planear ‘por encima’ de las luchas de clases son precisamente  aquellos que se convirtieron en los ideólogos de la clase más próxima a su condición social: la pequeña burguesía…”.[25] En efecto, algunas expresiones del kirchnerismo “militante” expresan cierto filantropismo pequeñoburgués que entiende la política como gestión “desde arriba” por el bienestar de los oprimidos y como lucha de aparatos para ocupar ese “arriba”.

El rescate de la figura del “militante” no ha logrado ocultar una realidad caracterizada por la continuidad, en los espacios estratégicos de decisión política, de figuras menos épicas, bien típicas de los años 80 y 90, tales como los operadores políticos y corporativos. La figura del militante (una figura que reivindicamos) no sólo viene siendo bastardeada al ser relegada a roles subalternos sino también –tal como hemos señalado– por su carácter estatal y “remunerado”. 

El proceso de repolitización impulsado por kirchnerismo no sólo tiene como referencia la despolitización de la década del 90, sino también el sentido del incipiente proceso de politización popular de carácter radical, creativo, no alienado y autodeterminante que tuvo sus expresiones más visibles en 2001. El kirchnerismo no sólo vino a ofrecer una respuesta a la despolitización  neoliberal, sino también a la posibilidad de una radicalización política –en sentido emancipatorio– de las clases subalternas y oprimidas.

Nadie puede discutir y dejar de valorar la progresividad y el carácter democrático de un conjunto de políticas impulsadas desde el Estado a partir de 2003: los juicios a los genocidas de la última dictadura militar, el traspaso de los fondos jubilatorios al Estado, la Asignación Universal por Hijo y para Mujeres Embarazadas, Ley de Medios Audiovisuales, Ley de Matrimonio Igualitario, etc. Pero tampoco se pueden dejar de señalar algunas de sus limitaciones y contradicciones: por ejemplo, la política de derechos humanos se ha centrado en la lucha por memoria, la verdad y la justicia respecto de los crímenes de la dictadura militar (1976-1983) y ha logrado notables avances. Pero poco y nada ha hecho en función de acabar con la violencia sistemática que ejercen las fuerzas de seguridad (con la complicidad del sistema judicial y los aparatos políticos) contra las clases subalternas, particularmente en las periferias urbanas. En el caso del sistema previsional, el hecho de que “más de 2/3 de los jubilados aún reciben ingresos por debajo de la línea de pobreza” o que “el sistema mantiene los principales ingredientes del régimen previo: aportes patronales reducidos, edad jubilatoria aumentada y un concepto neoliberal de previsión social que asocia los aportes a un fondo de inversiones y bajo el mismo esquema de gestión y financiamiento previo a su privatización en 1993”,[26] o que los recursos del ANSES se hayan destinado a financiar proyectos de inversión de algunas terminales automotrices. También, en el caso de la Asignación Universal por Hijo (más allá de que su impacto sobre los ingresos de los sectores más oprimidos y explotados sea positivo), se conservan las orientaciones de los programas neoliberales, identificando a los beneficiarios como “pobres”, sin una universalización real y con un monto que queda a criterio del Ejecutivo.

Ahora bien, de cara un proyecto emancipador de y para las clases subalternas y oprimidas, es un grave error confiar en que las políticas que han generado una mínima mejora podrán ser profundizadas sin superar las restricciones estructurales que imponen el Estado capitalista, ciertas formas de propiedad de los medios de producción y el marco de esta coalición socio-política en el contexto de un proyecto que no se plantea un antiimperialismo más o menos consecuente (es decir: acompañado de una praxis económica y política que se le corresponda) y mucho menos la superación del capitalismo. Es evidente que la participación en esta coalición, por más que se asuma como crítica y herética, exige desde el vamos el abandono de toda pretensión contrahegemónica. También nos parece desacertada la supervaloración de estas políticas democráticas en función de la estrechez del horizonte histórico para encandilarse con la esperanza de lo más próximo. Una situación que expresa las limitaciones concretas de muchos espacios populares de Argentina, privados de un proyecto alternativo, de una política de poder y de autoconfianza.

Por todo lo señalado se puede deducir que esta politización posee una naturaleza encorsetada y no contradice en lo sustancial la heteronomía de las clases subalternas, a las que, por la vía de una integración subordinada al Estado, se busca mantener al margen de todo proceso de constitución en nuevos sujetos políticos contradictores de la hegemonía. Por lo tanto, tal politización no está orientada a una modificación sustancial de las relaciones sociales, de la formación económico-social o del Estado y gira en torno a la “pequeña política”, una expresión de la eficacia de la “gran política” puesta en marcha por el dueto fracciones dominantes-elite política gubernamental, es decir el grupo con aspiraciones –y recursos políticos e ideológicos– para erigirse en dirigente.

En este marco es imposible no decodificar la afirmación oficial que plantea que
“no hay que cometer los mismos errores de la década del 70”, en el sentido de que la tolerancia a la conflictividad, la participación de las clases subalternas, etc., tienen un límite bien preciso: la no modificación de las relaciones de poder en Argentina. No ha sido casual que tal afirmación haya concitado elogios por parte de los comunicadores de la derecha y de los sectores más conservadores y de los  opositores “fundamentalistas” al kirchnerismo.


Teoría y práctica de la prolongación del momento de la política radical

La nueva generación intelectual y la nueva izquierda, si bien se vieron obligadas a ubicar correctamente los sucesos insurgentes de 2001-2002, restituyendo los acontecimientos a la historia y favoreciendo una mirada no extraviada por la desmesura del acontecimiento, asumieron que una nueva radicalidad y una nueva subjetividad política había surgido en los intersticios del sistema a partir de las luchas populares. Y que, a pesar de la contramarcha, lo nuevo ya había sido gestado.

Podría decirse entonces que un elemento compartido por la nueva generación intelectual es la certeza de que, más allá del reflujo y el repliegue popular iniciado en el año 2003, tuvo lugar, en los años previos, un proceso de acumulación de capital político en sectores de las clases subalternas y en regiones de la militancia popular. El punto compartido es, ni más ni menos, una certeza respecto de un aprendizaje político significativo en las bases y en una parte del activismo. Un punto de partida auspicioso que permite pensar en las posibilidades de una política revolucionaria por fuera de los tiempos de las crisis. Esta certeza se relaciona estrechamente con otra que, en los términos de Itsván Mészáros, establece que “lo único que puede prolongar el momento de la política radical es una autodeterminación radical de la política”. Dice Mészáros: “la brecha abierta en tiempo de crisis no se puede dejar abierta para siempre, y las medidas adoptadas para cerrarla, desde los primeros pasos en adelante tienen su propia lógica y su impacto acumulativo en las intervenciones subsiguientes. Más aun, tanto las estructuras socioeconómicas existentes como su correspondiente marco de instituciones políticas tienden a actuar en contra de las iniciativas radicales por su misma inercia en cuanto el peor momento de la crisis es superado y con ello se hace posible sopesar de nuevo ‘el camino más fácil’ […] Si se quiere que ese ‘momento’ no se vea disipado bajo el peso de las presiones económicas inmediatas, habrá que encontrar la manera de extender su influencia bastante más allá del punto culminante de la crisis misma (el punto culminante, o sea, cuando por lo general la política radical tiende a hacer valer su efectividad)”.[27]

La nueva generación intelectual sigue buscando denodadamente y con resultados dispares la manera de extender su influencia bastante más allá del punto culminante de la crisis misma. La nueva generación intelectual asume el tiempo de la espera, no lo rechaza ni lo encara como un suplicio, algo poco usual en las anteriores generaciones de intelectuales revolucionarios que se veían a sí mismos como “precursores”, “allanadores del camino”, “puntas de lanzas”, “arietes”, etc. De este modo, trata de convertir el “tiempo efímero” en “espacios perdurables”, por la vía de la construcción de instancias permanentes de poder popular, de locus contrahegemónicos.

Vale aclarar que el nacimiento de la nueva generación intelectual estuvo signado por la acción y por la necesidad pura y descarnada de los que accionaban. No estuvo condicionado por la certeza de atesorar una verdad y de poseer un grado de consistencia (porque, en contra de lo establecido por la ilusión ideológica, las ideas no nacen de otras ideas); estuvo determinado por la necesidad de sobrevivir de algunas experiencias, por el deseo de conservar una potencialidad política que apenas se había vislumbrado (pero que por sí  misma justificaba el esfuerzo) y de realizar un balance profundo de una experiencia histórica fugaz pero relevante por las tensiones profundas percibidas y las relaciones del mundo material y social puestas en juego. También, por el afán de alcanzar la estatura de una hipótesis humana. El punto de partida, por sí mismo, ya era original. Sin encorsetamientos, sin una bitácora perfectamente diagramada, se diferenció del tradicional punto de partida de la izquierda vieja.

Como la nueva generación intelectual, desde sus comienzos, no se jactó de portar una verdad en materia emancipatoria y crítica, porque no adoptó un objeto unificado y reglado en función de unas leyes de validez universal y una teoría del mismo signo, los procesos de síntesis teórico-política se hicieron más sencillos, reales y por lo tanto más verdaderos. La síntesis se configuró como horizonte y no como punto de partida programático. La síntesis ocurría o no en el terreno de la praxis, no en el de los meros acuerdos santificados por las cúpulas, los aparatos, las instituciones y las elites. Cuando ocurrió, surgieron retazos, elementos de un nuevo tipo de subjetividad política. Una subjetividad hija de la conformación alentada y espontánea de prácticas, hija, sobre todo, de la articulación de las mismas, es decir: del trabajo tendiente a  conjurar a Babel (el solipsismo y la confusión). La nueva generación intelectual, con algunos titubeos, se negó a establecer un principio general de articulación. En efecto, rechazó las prácticas derivadas de las lógicas estatales y mercantiles como prácticas articulatorias dominantes y asumió (no impuso) el principio comunitario o societario.

El proceso continúa, aunque con las serias limitaciones que en los últimos años le ha impuesto la nueva gobernabilidad, pero son innegables los pequeños avances de una subjetividad política e intelectual original, radical y crítica, no reglada por el Estado, sea por las lógicas reformistas, nacional-populistas o de la izquierda vieja. La nueva generación busca romper entonces con una vieja tradición: la de las reciprocidades mutuas entre los intelectuales y el Estado, trata de pensar por fuera del Estado, en tensión con el Estado, lo que no significa que esté negada a las incursiones en este territorio, al que sabe ajeno y hostil. Pero la idea de la incursión en territorio enemigo supone la idea de una territorialidad propia, una base de operaciones y una retaguardia consolidadas. Y en esta sabiduría va una de las cualidades que la tornan original y distinta. Evidentemente la nueva generación intelectual es una generación al aire libre, desatada, dispuesta a partir con la seguridad que le da el hecho de saber que no naufragará en mares ajenos.

Insistimos con lo señalado al comienzo. Como ocurre al hablar de nueva izquierda, con la nueva generación intelectual resulta imposible deslindar los indicios concretos de los deseos de cara al futuro. Por puro optimismo –que, en términos de Walter Benjamin (1892-1940), no es más que pesimismo revolucionario y sana desconfianza respecto del rumbo de la historia– usamos el presente, y porque intentamos ver tendencias en las latencias. Se mezclan en nuestra caracterización datos de la realidad con especulaciones respecto de desarrollos óptimos o con el simple deseo, se entrecruzan la descripción y el análisis con la propuesta, la hipótesis con la apuesta. Vale aclarar que en muchos casos la asignación de características específicas a la nueva generación intelectual implica el riesgo de ocultar los conceptos específicos, al otorgarle a un elemento embrionario el carácter de categoría. Por cierto (y perdón por la metáfora organicista), es más fácil estudiar el organismo desarrollado que la célula.   



Capítulo 2
Algunas características de la nueva generación intelectual

“La profesión del teórico crítico es la lucha, a la que pertenece su pensamiento, y no el pensamiento como algo independiente o que se pueda separar de la lucha”.

Max Horkheimer


Imitación de Anteo: comenzar, modestamente, por la praxis

La nueva generación intelectual reivindica una hermenéutica situada. En código heideggeriano, la hermenéutica no es ni arte de interpretar ni la interpretación misma, sino la búsqueda por determinar la esencia de la interpretación y las condiciones de la interpretación. Al mismo tiempo es dar a conocer una “buena nueva”, anoticiar. El carácter situado implica exponer el propio ethos (el modo de vivir el ser, el modo de “estar ahí”) como punto de partida y prenda de negociación; implica, al decir de Hans-Georg Gadamer: “admitir el compromiso que de hecho opera en toda comprensión”, y reconocer que “la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un ‘objeto’ dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende”.[28]

Abierta a la alteridad y al proyecto, la hermenéutica que reivindica la nueva generación intelectual se diferencia de la hermenéutica de la izquierda vieja que fue y es una hermenéutica con pretensiones de universalidad y objetividad, cerrada y tozuda, reacia a dar cabida a otros textos; se diferencia de la hermenéutica académica, cuyo eje suele ser la neutralidad valorativa y, en el mejor de los  casos, una “ciencia” (por lo general la sociología o la economía) o una “filosofía”, orientadas a la acción o al servicio; y también se diferencia del nihilismo hermenéutico. La hermenéutica situada remite a la ortopraxia, las otras a la ortodoxia o al relativismo extremo. La hermenéutica situada, inspirada en la acción y en la vivencia como puntos de partida epistemológicos, busca ejercer una crítica de la ciencia o la filosofía.[29]   

Como veremos, el sitio concreto de la hermenéutica que asume la nueva generación intelectual –es decir: su modo de estar situada en la existencia, su punto de partida factual y el horizonte de proyección de su poder ser o, en términos de Enrique Dussel, “el kairos intransferible de su existir”–,[30] se erige en campo que resiste y se opone a los lugares asignados por las industrias culturales (el mercado). El mercado “sitúa” a los intelectuales según sus conveniencias y necesidades, operación sin dudas autoritaria, aunque invariablemente presentada bajo el signo del pluralismo. 

Si la izquierda por venir asume un modelo de construcción político-social que, además de distinguirse por la combinación de acumulación y multiplicación, se caracteriza por el arraigo territorial (y el afán de construir nuevas territorialidades), la nueva generación intelectual adopta y adapta un modelo análogo. Lo común, lo que se desempeña como eje articulador del espectro multiforme que constituye la nueva generación intelectual, es la vocación por desarrollar una intervención que, si bien está en función de una competencia “intelectual” o de un “saber contraexperto”, excede con creces esta competencia y este saber, dado que está en relación orgánica (y dialéctica) con “un colectivo”, una organización popular, un movimiento social, una praxis de las clases subalternas, etc.

Lo que por lo general busca ese tipo de intervención es construir un espacio de oposición empírica (del pensamiento, de la filosofía, del arte) a la cultura y la sociedad burguesas. La misma va delineando lo que Boaventura de Sousa Santos denomina una “epistemología del sur” que, según el punto de vista de este autor, “reclama nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos científicos y no científicos y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y el colonialismo”.[31]  

La nueva generación intelectual reconoce como situación hermenéutica privilegiada a las praxis contrahegemónicas desarrolladas por las clases subalternas. Praxis democráticas, autodeterminantes, autogestivas, opuestas al lazo social generado por el capital y refractarias a la “atmósfera” que el capital deposita entre los seres humanos. Praxis vinculadas a la cotidianidad y que por lo tanto acontecen en los intersticios, por eso el ser orgánico de la nueva generación es un ser intersticial. De este modo, la crítica no se escinde de la vivencia directa de una dialecticidad. El punto de partida factual no se divorcia de los horizontes que proyecta el poder ser. Se generan así ámbitos propicios para la fusión entre arte, pensamiento, política y vida, y afloran los espacios en donde militar la propia obra.   

La nueva generación intelectual, entonces, asume proposiciones y perspectivas “desde abajo”, lo que funda su “interioridad” y su predisposición a seguir de cerca la dinámica de los procesos históricos. Esa interioridad, si bien puede ser considerada como fuente de legitimidad de las intervenciones intelectuales frente a las intervenciones “científicas” y “exteriores”, no niega los ejercicios de mediación, los asume y los reflexiona sin tacharlos, tratando de que no alimenten ninguna “experticia” (si el intelectual se convierte en experto, termina de alguna manera funcional al poder). El intelectual de la nueva generación reconoce que está ejerciendo una función mediadora entre unos sentimientos espontáneos, unas prácticas y una sabiduría práctica ancestral por un lado y unos saberes teóricos por el otro. Aunque simplemente oriente sus esfuerzos a “deducir” los saberes teóricos (o la “conciencia teorética”) de las mismas prácticas y de la sabiduría práctica ancestral, la deducción no deja de ser una práctica mediadora. Si la hermenéutica es situada, la mediación y la “traducción” también lo son. 
 
El intelectual de la nueva generación es consciente de que sus saberes se ponen en juego en una construcción teórico-práctica colectiva que le impone la redefinición de categorías e incluso de los objetivos. Pero nunca abjura de sus saberes. La nueva generación intelectual no elude la pregunta por la socialización del conocimiento colectivamente generado a través portadores individuales. La clave está en su capacidad de entender la dimensión social del trabajo individual y explicitarlo y valorarlo en tanto tal. De esta manera se promueven formas de articulación de dos dimensiones, la de los saberes específicos y las decisiones colectivas.  

La hermenéutica situada implica siempre una mediación aunque se piense en situación, aunque se reconozca una parcialidad y una subjetividad. Así, una posición que dista del antiintelectualismo se combina con las predisposiciones antivanguardistas. Exactamente al revés de lo que ocurría con la generación militante de los 60-70, en la cual, por lo general, primaba el binomio antiintelectualismo-vanguardismo.       

De todos modos, la nueva generación intelectual aspira a interioridades más excitantes (aunque probablemente imposibles por un tiempo) mientras sospecha que la función mediadora, en este contexto, no está tan mal. Sobre todo cuando se impone el contraste con los riesgos de caer en el delirio narcisista absoluto de algunas organizaciones de la izquierda vieja, que siguiendo a György Lukács (1885-1971) se asumen como la “expresión” del punto de vista de la clase obrera y se arrogan su punto de vista sin preocuparse por “situarse” en él. La nueva generación intelectual se aleja de un emplazamiento tan soberbio e idealista. No exagera ni se autoengaña respecto de los alcances de su punto de vista, tampoco usurpa representaciones, simplemente asume y vive el lugar “desde” donde piensa (lo general) para situarse efectivamente en él, y lo vive con naturalidad, sin la angustia de lo que Horacio González denominó una “conciencia individual que asume la pesarosa y solitaria tarea de encarnar un tesoro perdido en el pliegue interior de la conciencia colectiva”.[32] González ve un ejemplo de este tipo de posicionamiento –al que considera derivación de lo que denomina un “positivismo romantizado”– en Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959), posiblemente la figura intelectual más emblemática del nacionalismo popular argentino del siglo XX.

La nueva generación intelectual piensa desde la situación descolocada de la clase, pero lejos de todo emplazamiento individualista, sin imperativos sacrificiales y sin la sensiblería casi lacrimógena de los que se asumen como desamparados u olvidados (y de los que se dedican a identificar olvidos y desamparos retrospectivamente), básicamente porque no son reconocidos “oficialmente”. El signo de la nueva generación intelectual es la crudeza, la franqueza gozosa y feroz.

Una hermenéutica situada no se escuda ni en la idea de un “saber objetivo” ni en los “hechos”. Como enseña el feminismo radical, se trata de asumir y militar nuestras parcialidades subalternas. La nueva generación intelectual no niega, no encubre su perspectiva específica. Reconoce que los saberes objetivados son esencialistas, europeístas, androcéntricos, etc., y por ende suelen portar una enorme carga opresiva. Su perspectiva, además, remite a criterios de parcialidad que son criterios de identidad. Por otra parte, la objetividad no deja de ser un perspectivismo limitado. Así, la nueva generación intelectual asume que conocimiento y acción no se pueden pensar fuera de una acción práctica. Esto es, hacer del conjunto de los saberes objetos contundentes, cascotazos perturbadores. Todo fijismo es signo de conformismo.

La acción práctica es el medio para aprehender la realidad, una realidad que a los intelectuales que “comprenden” sin actuar les ha sido sustraída por la razón burguesa. Retomando algunos planteos de Pier Paolo Pasolini (1922-1975) agregamos que la acción práctica permite además derribar los obstáculos que su educación y su mundo le imponen al intelectual.[33] La actividad práctico-subjetiva se introduce en una relación y la construye. Lo material no es anterior a la acción, lo “objetivo” tampoco. Las condiciones para una teoría fecunda sólo pueden ser provistas por una praxis intensa y variada, por el diálogo de muchas praxis.

Para la nueva generación intelectual la reflexión teórica debe permanecer en estado de insatisfacción, o en todo caso, puede aspirar a las satisfacciones efímeras. La reflexión teórica debe hacerse al paso de la experiencia popular en Nuestra América; éste es el único camino para desarrollar una escuela  socialista crítica y humanista. Como decía Louis Althusser, se trata de no creer en un voluntarismo de la historia sino en confiar en la lucidez de la inteligencia y la primacía de los elementos populares sobre la inteligencia. Al asumir un sitio modesto y enraizado en la propia cultura, la inteligencia estará en condiciones para seguir a los movimientos populares. El intelectual aprenderá a compartir y a dialogar. Pero –y siguiendo el razonamiento de Althusser– la modestia de la función, la negación de la inteligencia como “instancia suprema” no libera al intelectual de sus responsabilidades, al contrario, las incrementa porque se ha convertido en parte orgánica de un colectivo y debe velar para que éste no reitere caminos trillados y para que se dé formas de organización políticamente eficaces.[34] Su función excede así la mera contribución al desarrollo y/o sistematización de lo que Gramsci llamaba los “núcleos de buen sentido” de las clases subalternas; su función se ubica en un lugar de mayor responsabilidad que la generada por la “celebración” de las luchas de los “de abajo”, o los afanes estetizadores de las luchas y construcciones de las organizaciones populares y los movimientos sociales.

En este sentido, también se puede decir que los intelectuales de la nueva generación no asumen el rol de “traductores” entre subalternos y pequeño-burgueses (aunque, en ocasiones puntuales, lo terminen ejerciendo en los hechos)[35]. Esta función del “sociólogo intérprete” ha sido reivindicada, entre otros, por el actual vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, pero presenta algunas limitaciones al reproducir, bajo nuevas formas, los modos de intervención que no cuestionan la condición externa, exaltan la “experticia” y defienden las interioridades débiles. El intelectual “experto” cree poseer conciencia de los problemas globales de la sociedad, pero ignora absolutamente las vivencias concretas de esos problemas por parte de las clases subalternas y oprimidas; su saber, más que contribuir a politizarlas, tiende a reproducir la escisión entre dirigentes y dirigidos. En fin, el sociólogo intérprete no está muy lejos de ejercer lo que Silvia Rivera Cusicanqui denomina el “colonialismo interno” y otras formas del complejo de superioridad de los intelectuales de clase media.[36]    

Más que ensayar teorías generales, la nueva generación intelectual tiende a construir instancias de pensamiento crítico, trabaja para que se multipliquen y favorece los procesos de articulación. Articulación entre instancias de pensamiento crítico, pero sobre todo articulación de éstas con las instancias de poder popular. Así, conectando prácticas contrahegemónicas a través de representaciones, la nueva generación intelectual rechaza toda forma de saber cosificado y ensancha los horizontes del pensamiento y la acción.

La nueva generación intelectual, a diferencia de otras generaciones de intelectuales radicales, como la del 20 y el 60-70 (sobre todo en Nuestra América), no niega la contradicción que estableció la Ilustración, reconoce que ésta indefectiblemente se le impone al intelectual. Pero trabaja conscientemente para resolverla a favor del componente democrático y libertario. Sabe que el componente paternalista-elitista (concebido como  “función” o como “sentido”) y toda idea de liberación desde lo alto, dadas sus afinidades con la sociedad burguesa, asechan infatigables tras las más diversas máscaras: desde el  marxismo “duro” hasta el tandem Friedrich Nietzsche-Gilles Deleuze (1925-1995).   


 Sobre los modos de ser orgánicos: revolución y autoemancipación

Existe una distancia estructural inherente a la propia condición del intelectual que inhibe los roles militantes más activos y la afectividad para con las clases subalternas. Los procesos históricos pueden contribuir a ensanchar o achicar esa distancia. Resulta evidente que desde el fin de la dictadura militar en  Argentina ocurrió lo primero.

La nueva generación intelectual impulsa las relaciones constitutivas con las resistencias y las luchas de los de abajo, apuesta al trabajo paciente y arduo de promover en el pueblo el sentido de su dignidad y su responsabilidad autónoma, mientras –al decir de Paul Eluard (1895-1952)– aprende sus cantos de rebeldía. Promueve así la politización del hambre, es decir, la antropofagia. Ella misma se va convirtiendo en una generación antropofágica.    

La nueva generación intelectual rechaza las más variadas formas del instrumentalismo y el sustitucionismo que suelen ir acompañadas de una alta cuota de individualismo y el hedonismo que conspira contra el desarrollo de una perspectiva política en las clases subalternas. Trata de responder a la dialéctica planteada entre los requerimientos de un proyecto popular, revolucionario y el desarrollo teórico y creativo de sus competencias particulares. De algún modo, el intelectual de la nueva generación prefigura en pequeña escala una función del Estado nacional popular democrático: es un potenciador de las instancias de autogestión, de autoorganización y de participación directa en el poder por parte de las clases subalternas (instancias de poder popular), un facilitador, nunca un tutor. En un mundo fragmentado y dominado por la lógica del espectáculo, no se limita a apuntalar la ilusión de comunidad en un plano general y abstracto, no le rinde culto –individualmente o como miembro de una elite político-intelectual– a un colectivismo sublimado, sino que busca aportar al proceso de construcción de una comunidad concreta y al desarrollo de una conciencia social orientada a la construcción de formas orgánicas de participación. He aquí un aspecto nodal: el intelectual de la nueva generación trabaja en la construcción de espacios negativos y autónomos y es un creador permanente de formas de acción reflexivas.

Esta posición se traduce en un cuestionamiento a las jerarquías en las prácticas intelectuales; por otro lado, sus aspiraciones comunitarias resultan poco afines con los liderazgos intelectuales típicos de la izquierda.[37] En esto también es marcado el contraste con la izquierda vieja y la academia que producen intelectuales que, entre otras limitaciones y patetismos, suelen poner gran énfasis en la palabra “yo”. El egocentrismo, el pedantismo, el autobiografismo patético, afectan la capacidad cooperativa o la limitan a un pequeño grupo que deviene secta extasiada en la adoración de su propia insignificancia.

Frente a las proyecciones narcisistas la nueva generación intelectual propone una sentimentalidad igualitaria o de base. Del mismo modo rechaza el dandysmo intelectual y todo criterio de excelencia derivado de especialidades limitadas y confinadas a torres de marfil. La nueva generación intelectual se perfila reacia al individualismo, liviana, sin las presiones del mago mayéutico o las de los refutadores de leyendas y los policías de mitos y númenes que carecen de todo sentido del simbolismo y de todo sentimiento de lo “sagrado”.[38] La nueva generación intelectual va delineando un sesgo absolutamente ajeno, tanto a los compartimientos y escaques rígidos del saber institucionalizado como a las tramas irónicas, o mejor dicho, facciosamente irónicas, puesto que se ejercen desde un racionalismo blindado, estático y deshumanizador, despojado de todo utopismo, siempre amargado y burgués.

La nueva generación intelectual plantea la necesidad de la reducción de la división del trabajo, la igualación de los niveles de información, la socialización de las condiciones de producción de los saberes y la modificación de las estructuras jerárquicas, en el plano macro y micro, al nivel de la sociedad y del colectivo del que forma parte. Por supuesto, hace extensiva esta orientación a los espacios más específicamente intelectuales. Esta práctica suele ir en contra de la condición de la gran mayoría de los intelectuales que se consideran progresistas o de izquierda, que pueden llegar a asumir las necesidades señaladas como proyecto a futuro, pero que se resisten a aplicarla especialmente en los espacios intelectuales de los que forman parte, dado que esto los obligaría a desestructurar estos espacios, a modificar sus lógicas jerárquicas, lo que significaría abjurar de ciertos roles y privilegios.

A contrapelo de la generación de la posdictadura, la nueva generación intelectual vuelve a poner el énfasis en la acción y en la producción de un tipo de conocimiento que no desecha ninguna facultad de la vida (no le alcanza con la acotada razón), lo que la obliga a repensar el mito y a abjurar de la carga –absurdamente peyorativa– asignada a la noción de invención. Resulta imposible negar hoy que la supuesta verdad (y “modernidad”) con la que los intelectuales refutadores de leyendas se enfrentan al mito termina acomodándose sin mayor tensión a los intereses de las clases dominantes y el imperialismo. Y queda en evidencia el carácter reaccionario y desencantado (y no precisamente crítico) de todos aquellos que ejercen la ironía contra los revolucionarios derrotados. Esa ironía, que no se ejerce del mismo modo contra la opresión o la brutalidad, puede verse como expresión de una de las actitudes típicas de los intelectuales en las últimas décadas: el distanciamiento. Al mismo tiempo, pone en evidencia toda una concepción respecto de las clases subalternas y oprimidas: sólo se ve el costado negativo derivado de la condición de dominados y explotados: la miseria, el sufrimiento; sólo se ve la pasividad y la ingenuidad popular, ergo, se considera a las clases subalternas como materia pasiva y en disponibilidad, a la espera de ser fecundadas por un espíritu activo o por el “rayo del pensamiento”.

La nueva generación intelectual también se vislumbra como una generación reacia al sectarismo, porque defiende la convivencia de vías alternativas. A diferencia de las sectas intelectuales, no ideologiza las divergencias menores. En las antípodas de la academia, la nueva generación intelectual no concibe la amistad como la etapa superior del intercambio de favores. Se aleja de la frivolidad de los mecenazgos y de los procesos de burocratización. 

La nueva generación intelectual no cede a las coartadas compensatorias; rechaza la prebenda, el camino de la consagración individual y no aspira al reconocimiento oficial que se expresa de diversos modos (entre otros en la cesión de espacios para su producción y su opinión) y en ámbitos diversos (Estado, mercado o “industrias culturales”, academia y todos sus derivados). No asume el rol del colaborador crítico –y siempre a la espera de la futura radicalización– de los procesos conducidos por el reformismo o el nacional-populismo. No cede a la tentación platónica del gobierno (o por lo menos el cogobierno) de los filósofos, a la impostura del talento individual, a la antología del lugar común y a otras formas de suicidio moral. Se diferencia de los intelectuales cretinos que se desempeñan en los grandes medios de comunicación o en la función pública pero con una sobreactuada mueca de fastidio. El problema es que las morisquetas jamás podrán alcanzar la estatura de una función crítica. 

La nueva generación intelectual rechaza el populismo de esa rara especie de intelectuales caudillos-mercachifles (los “divulgadores”) que buscan los “formatos sencillos” para “llegar al pueblo”, “para que el pueblo entienda” (y para que las capas medias semiilustradas compren sus libros y sus revistas en los que apilan lugares comunes). Ocurre que muchas veces el “formato sencillo” no es más que el lenguaje de una escuela política innoble, el lenguaje del dominador, que, como es de suponer, suele ser poco apto como despertador de conciencias. Para Antonio Gramsci (1891-1937) “ser fáciles” podía obligar a desnaturalizar y empobrecer una discusión referida a conceptos importantes. Y aclaraba: “Hacer eso no es ser fáciles: es ser tramposos, […]. Un concepto difícil en sí mismo no puede dar en fácil por la expresión sin convertirse sin convertirse en torpe caricatura….”.[39]  Por su parte Ernesto Che Guevara (1928-1967), decía que lo que “entiende todo el mundo” era, en realidad, lo que entendían los funcionarios, los burócratas. Glauber Rocha (1938-1981) planteaba que aun estando enfermo, hambriento y analfabeto el pueblo es complejo. La nueva generación trata de dar cuenta de esa complejidad, trata de preservar la experiencia popular de los artefactos que la decodifican en claves  que favorecen a las industrias culturales y a los burócratas.

El nuevo intelectual radical no pretende ser un proveedor de racionalidad, de línea correcta, el redactor de programas, el elaborador de consignas. Abjura de todo magisterio y de todo rol pedagógico. Tampoco cae en los ideologemas idealistas del tipo “cambiar al mundo con monografías radicalizadas” o disertando sobre la obra de Jean Paul Sartre (1905-1980) o Michel Foucault (1926-1984) por la TV estatal. La nueva generación intelectual, si bien se asume como una generación militante, no busca reproducir la figura del intelectual “comprometido” de los años 60 y 70.

Asimismo tiende a anular el papel mesiánico del intelectual. Quiere ser parte de un colectivo variopinto, un arco iris, no sentirse propietario de lo que investiga, escribe, dibuja, pinta, canta, etc. Rechazando los modelos preconcebidos, el intelectual de la nueva generación pretende instituirse y construirse en el marco de un colectivo que se instituye y se construye a sí mismo. Asume, de esta manera, un puesto en la construcción colectiva de un gran relato del proceso popular. No es casual que en los últimos años muchos grupos, emprendimientos y proyectos que contienen a intelectuales de la nueva generación, se hayan autodenominado “colectivos”. Rige la sentencia del poeta Lautremont (Isidore Lucien Ducasse, 1846-1870): “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno solo”. La nueva generación intelectual promueve el desarrollo de tejidos asociativos, construye comunidad y trata de vivir los valores del futuro en el presente de sus construcciones. De este modo ejerce la crítica más allá de las palabras y las ideas, su crítica incluye una praxis. De este modo, la nueva generación intelectual se va perfilando como la antitesis de una comunidad “espectral”. 

En este sentido, y al igual que la nueva-nueva izquierda o la izquierda por venir, la nueva generación intelectual reclama el derecho a la experimentación colectiva y autogestora de nuevas (y variadas) formas de conocimiento, de trabajo, de vida. Asume este derecho como uno de sus fundamentos generacionales. De este modo instituye una posibilidad de crear (en un sentido amplio y en los campos más variados) y contribuye a la realización de algún grado de libertad que, en nuestras sociedades periféricas, está monopolizada por las clases y elites dominantes. Entiéndase bien, no estamos hablando de los clásicos ensayos pedagógicos izquierdistas (en sujetos populares voluntarios o involuntarios), sino de asumir el lugar de un agente más en el marco de una apuesta colectiva.

A la nueva generación intelectual no le alcanza con la remanida cobija sartreana.[40] Tampoco asume o presume papeles heroicos y blindados. Trata de estar más allá del compromiso y no quiere formar parte de las elites “desinteresadas”, jactanciosas de sus sacrificios y renunciamientos. No está a la espera del “momento exacto” para “tomar partido”, para “estar allí”, para pegar el salto de la protesta humanista a la lucha política. Asume el aquí y ahora  tal como se le presenta porque, al negarse a toda relación elitista, libre de los fantasmas del sueño estetizante, no considera que sus funciones exijan escenarios épicos; en este sentido concibe al aquí y ahora como momento decisivo y radiante (su praxis se caracteriza por una serena intensidad que conspira contra la penumbra). No pretende la tranquilidad de la propia capilla, por eso no se suma a las organizaciones “revolucionarias” que jamás contribuirán a un proceso revolucionario. Así, el intelectual de la nueva generación se coloca en las exactas antípodas del “intelectual trágico”, ese tipo de intelectual a quien su supuesta capacidad de correr los velos de la realidad y de “ver más allá” lo condena al hondo sufrimiento por los inmensos entornos fetichizados, a la angustia frente al jeroglífico indescifrable de la “conciencia psicológica” de las masas y sus formas conceptuales “toscas”, o a la recóndita pena por la ausencia del sujeto transformador, del agente del cambio histórico. En este sentido se puede afirmar que la nueva generación tiende a constituirse –en los términos de Orlando Fals Borda– en una “antielite” ideológica, es decir, un cuerpo antagónico que se desarrolla en el marco de la sociedad con el fin de modificar radicalmente sus valores sociales, sus normas, sus instituciones y sus tecnologías.  

Finalmente, la nueva generación intelectual persigue una radical ruptura con el fundamento de la extraterritorialidad, lastre del que no lograban desprenderse muchos intelectuales que se reconocían como “orgánicos” de las clases subalternas y que, a pesar de sus compromisos, necesitaban preservar una atalaya privada desde la cual interpelar a un conjunto de categorías que terminan siendo fantasmagóricas: la opinión pública, las multitudes, las masas, el pueblo, el proletariado. El intelectual de la nueva generación no sólo rechaza la función interpeladora respecto de los colectivos extensos y abstractos, sino que cuestiona la función misma, vindicadora del lugar externo y la experticia. La condición extraterritorial se asocia fácilmente a la ilusión de planear por encima de las luchas de clases, ilusión que indefectiblemente aleja al intelectual de las clases subalternas y lo ata a la pequeña burguesía. Como ya se ha dicho, el rechazo a las figuras que abonan en lugar externo es un eje distintivo de la nueva generación, entre otras: la del intelectual como conciencia crítica de la sociedad, la del intelectual “antorcha” o “faro”, la del pedagogo idealista, la del estetizador de las luchas de los de abajo, etc.

En este sentido, la nueva generación intelectual puede verse como un emergente de la capacidad de las organizaciones populares y de los movimientos sociales para gestar sus propios intelectuales. Sobre todo porque esas organizaciones y esos movimientos se han convertido en sujetos educativos. Su praxis exhibe abiertamente su intencionalidad pedagógica (además de ser sujetos teóricos, culturales y políticos). Un conjunto extenso de  organizaciones populares de movimientos sociales se han ido constituyendo como escuelas de sujetos sociopolíticos activos e imaginativos, escuelas de conciencia y de lucha. Es decir, la “reflexividad sociológica” y la “mirada global” ya no necesitan venir desde afuera, son inmanentes al desarrollo de los movimientos sociales y las organizaciones populares que han generado un ámbito que hace posible la circularidad entre las formas conceptuales básicas y las complejas.

En fin, el intelectual de la nueva generación se inserta en un transcurso que promueve una dialéctica de la autoeducación propia y la autoeducación colectiva, transcurso articulado a su vez a la dialéctica de la autoemancipación de las clases subalternas. La teoría y la práctica crítica se convierten en un ejercicio cotidiano de todos y todas.

Aquí resulta pertinente recordar que en su crítica a Ludwig Feuerbach (1804-1872), a Robert Owen (1771-1858), y a los materialistas franceses (entre otros a Théodore Dézamy [1803-1850]), Marx dio forma definitiva a lo que Michel Löwy designará como “la idea directriz de la autoliberación de la clase obrera por medio […] de la autoeducación del proletariado por su propia práctica revolucionaria[41] (itálicas nuestras). En efecto, para Marx la conciencia socialista nace en las clases subalternas y no de las mentes sagaces de una elite intelectual y doctrinaria; sus parteras son: el proceso de autoorganización y la lucha de clases misma. En la IIIª Tesis sobre Feurbach Marx sostenía: “La doctrina materialista del cambio de las circunstancias y de la educación olvida que las circunstancias las hacen cambiar los hombres y que el educador necesita, a su vez, ser educado. Tiene pues que distinguir en la sociedad dos partes, una de las cuales se halla colocada por encima de ella. La coincidencia del cambio de las circunstancias con el de la actividad humana o cambio de los hombres mismos, sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria…”.[42] Es evidente que el intelectual (crítico, radical, revolucionario) no está eximido de esta experiencia, y si cree estarlo y actúa en consonancia con esa creencia termina afectando el proceso de autoemancipación.

De este modo, podemos afirmar que la nueva generación intelectual se aboca a la faena de reactualizar uno de los ejes políticos y epistemológicos más importantes del marxismo.


¿Anfibios?

Maristella Svampa, recurrió a la figura del intelectual anfibio[43] para hacer referencia a una posible y deseable circularidad entre la academia y la militancia (radical). Pero la figura nos parece, por lo menos, ambigua. Por cierto, en la historia intelectual de Nuestra América la figura del anfibio, por lo general, no gozó de buena fama. Por ejemplo, a comienzos de la década del treinta, en un artículo titulado “O caminho percorrido”, el poeta brasileño Oswald de Andrade (1890-1954) les hablaba a los intelectuales de su tiempo en los siguientes términos: “Es necesario que sepamos ocupar nuestro lugar en la historia contemporánea. En un mundo que se dividió en un único combate, no hay sitio para los neutros o anfibios…”.[44]   

Más allá de los alcances que le asigna Svampa, la figura del anfibio puede funcionar como fórmula para conjurar la posibilidad de no ser considerado un par cognitivo por la academia, para contrarrestar el temor del intelectual académico de perder crédito a partir de un prioritario compromiso político y social porque sabe que en la academia (un coro de hosannas que no permite desentonar) no impera precisamente el principio de solidaridad interpretativa. También puede considerarse como un formato adecuado para conservar una condición extraterritorial pero de baja intensidad.

Por otra parte, no es lo mismo una doble pertenencia que el tránsito o, más aun, la circularidad entre la academia y la militancia radical. Por ahora constituyen universos antagónicos y hasta hostiles, dos lógicas contrapuestas, dos lenguajes, dos horizontes. La academia educa en escuelas abstractas, estandariza las opiniones, moldea la producción intelectual, obliga a la especialización, trata burocráticamente, busca adaptar al intelectual a sus normas. La academia es autoreferencial y corporativa, cultiva una intimidad a la que custodia con celo y delectación y alimenta relaciones verticales e inauténticas. Su lógica tiende a la institucionalización de los saberes, lo que la torna poco propicia para las epistemologías marginales. Todo lo contrario de lo que promueve la nueva generación intelectual. Se trata de figuras contrapuestas: frente a la figura del intelectual investigador burocrático, se erige la del intelectual artesano colectivo.     

Frente a lo que desconoce, o ante lo que no comprende, la academia promueve el aprendizaje de un conjunto de artificios y subterfugios teóricos, una nutrida lista de imposturas aptas para suscitar el asombro. La academia cultiva lo que F. W. Hegel (1770-1831) llamaba el lenguaje del halago, un lenguaje unilateral que obtura toda dialéctica. De este modo la academia no favorece la reciprocidad ni la superación. A este lenguaje del halago, la nueva generación intelectual contrapone el lenguaje del desgarramiento, un lenguaje dialéctico, de contraposiciones y superaciones y que, alejado de todo positivismo cientificista, no escinde hechos de valores.

La autoconservación del intelectual en el universo de la academia exige su adaptación a las exigencias reproductivas de la misma (que incluyen la utilización de sus propias herramientas de trabajo). La institucionalización o “academización” de los intelectuales, que les impone el desarrollo de una carrera individual exitosa, y el compromiso militante en las actuales condiciones históricas, difícilmente pueden ser conciliados. Porque el pensamiento crítico, la tensión significativa, el encanto revelador, no son compatibles con la apología del “real empírico”, con la “razón objetiva”, con las obsesiones diminutas y/o frívolas, con el fetichismo de las escrituras de moda (básicamente con el relativismo posmoderno), y con la agobiante falta de sensibilidad política, en fin, con la pereza mental y el conformismo. Porque un universo sin riesgos, de relativo confort individual,[45] no es compatible con un universo que obliga a asumir riesgos de todo tipo y que tiene como horizonte la búsqueda del bien comunitario (aunque esa comunidad sea una pequeña). Porque los espacios pasionales no son aptos para sonámbulos y presupuestados.

En torno a este tópico dice Ariel Petruccelli: “No se puede menospreciar lo que la academia ofrece: becas, viajes, prestigio, dedicación full time a la actividad intelectual. Pero el precio que se cobra es elevado: tendencia a predeterminar la agenda de investigación; producción de papers como chorizos en desmedro de su calidad; acomodación a un lenguaje correcto pero anodino; poco hábito de crítica directa (la premisa es no ganar enemigos que puedan poner palos en la carrera); producción dentro de los rígidos marcos disciplinares o subdisciplinares; tendencia al enclaustramiento”.[46]

Terry Eagleton logró sintetizar esta figura del intelectual intelectualizado –o mejor “academizado”– con rigor y humor: “En las orillas más inhóspitas de la academia, el interés por la filosofía francesa ha dejado paso a la fascinación por el beso francés. En algunos círculos culturales, la política de la masturbación ofrece una fascinación mucho mayor que la política del Oriente Próximo. El socialismo ha ido perdiendo terreno frente al sadomasoquismo. Entre los estudiosos de la cultura, el cuerpo es un tema que está de moda, pero, por lo común, se trata del cuerpo erótico, no del cuerpo famélico. Hay un interés entusiasta por los cuerpos copulando, pero no por los cuerpos trabajando. Los estudiantes de clase media y habla serena se amontonan obedientemente en las bibliotecas para trabajar sobre temas tan sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas…”.[47] 
 
Estas “inquietudes”, además de una consustancial banalidad del objeto de estudio, vienen siendo acompañadas por una apología del desinterés social y político, por la absoluta carencia de un deseo colectivo y por la jactancia del no compromiso. Hoy, en el ámbito de la academia, inclusive en aquellos espacios vinculados a las ciencias sociales y a las humanidades, la absoluta carencia de motivaciones transformadoras es una predisposición aceptada y hasta reverenciada. El secular problema de la “inserción laboral” del sociólogo, del politólogo, o del historiador, parte de la aceptación del statu quo, no contempla la necesidad de transformar radicalmente una sociedad injusta.   
 
Pero aun siendo acertada, la caracterización de Eagleaton no puede hacerse extensiva al conjunto de las figuras que pueblan la academia, que también sabe cobijar en su seno a los intelectuales que optan por “contenidos radicales”. En este espacio conviven varias categorías. Las más abyectas se corresponden con todos aquellos que están interesados en vivir de la reflexión sobre los pobres. Las más honestas contienen a los que simpatizan con el mundo plebeyo, a los que poseen un interés teórico genuino en la subalternidad, pero que aún no perciben el carácter pro-sistémico de las poses posmodernas (y también de las poses “postcoloniales” y/o “multiculturalistas”[48]), las insuficiencias de la “radicalidad de los contenidos” (por incapacidad de desarrollar usos contrahegemónicos de los mismos) y de las “agendas de investigación progresistas”. De este modo, desprovistas sus indagaciones de los significados que sólo pueden aportar las urgencias políticas (y los procesos de socialización política), no logran dar el salto del mero asentimiento de las teorías radicales (impostoras o genuinas) a alguna forma de militancia o compromiso orgánico. No es extraño entonces que estos intelectuales desestimen las convocatorias de los espacios extra-académicos, específicamente aquellos vinculados a las organizaciones populares y los movimientos sociales. Corresponde hacer aquí, en los términos de Sousa Santos, la reivindicación de una sociología, una ciencia política o una historia de “emergencia”.[49] 

Hace muchos años, el amauta José Carlos Mariátegui supo reconocer los riesgos del trabajo intelectual cuando se abandonaba la metafísica y se asumía la dialéctica; identificó, de este modo, un nuevo género de accidentes de trabajo. Digamos que hoy esos riesgos se han incrementado y no están cubiertos por las ART (las compañías Aseguradoras de Riesgos del Trabajo).    

Ante la relativa marginalidad de las praxis intelectuales críticas y radicales significativas, la academia termina siendo para muchos intelectuales el único pragmatismo aceptable. Pero se trata de un pragmatismo que no se combina muy bien con las pasiones, con la fe y mucho menos con la cooperación y la obra colectiva, entre otras cosas porque el intelectual académico se tiene a sí  mismo por finalidad, y el saber, un saber determinado, no es más que un instrumento. El compromiso del intelectual con la praxis de las clases subalternas y con sus construcciones “de base”, seductoras pero inciertas y riesgosas, tan sin Estado (salvo el aliento de la policía y el puntero), tan sin gran prensa, tan sin beca, le presenta enormes riesgos, contiene la amenaza de cortarle los lazos con las instituciones que lo cobijan y la de tener que vivir la condición intelectual en el marco de categorías socioculturales distintas a las dominantes, en un mundo social con otras ideas y otros valores. Una situación para la que no fue entrenado.

El hecho de que esas categorías dominantes desde hace ya un tiempo sean compatibles (perfectamente compatibles) con definiciones radicalizadas y pertenencias de izquierda, alimenta una serie de ilusiones respecto de la academia, entre otras la de anfibología intelectual, las aspiraciones implosivas o autorregenerativas. 

Svampa sostiene: “Frente a la fragmentación contemporánea, la figura del ‘intelectual anfibio’ plantea la necesidad de comunicar diferentes mundos: el mundo del campo intelectual o del campo académico, y el mundo de las organizaciones sociales. No es una figura fácil, porque está entre dos mundos e intenta ser reconocido y tener legitimidad en ambos”.[50] En esta última afirmación hay una clave para ejercer la crítica respecto de la función de los intelectuales críticos (o “progresistas”, de izquierda, etc.) y es precisamente la pretensión de reconocimiento y de legitimidad. Svampa da por sentado que un intelectual se caracteriza por asumir y perseguir ambas metas. Por supuesto que no se refiere a un tipo de reconocimiento y a una legitimidad en el sentido más ontológico, si se quiere, hegeliano, es decir: un afán de reconocimiento y la búsqueda de una legitimidad relacionada con la autoafirmación del sujeto. No es ése precisamente el plano al que remite Svampa. Consideramos que esa pretensión de reconocimiento y legitimidad es lo que abona el lugar del intelectual como especialista, como elite, casta iluminada e iluminadora y todas las especies similares.

Para Svampa, la figura del intelectual anfibio sería además el continente de otra figura, la del intelectual-militante. Disentimos: no se trata una figura más.  Uno de los rasgos que define al intelectual-militante de la nueva generación es precisamente el hecho de no asumir a las organizaciones sociales como el ámbito alternativo (respecto de la academia y del Estado) para obtener reconocimiento y legitimidad. Primero, porque el intelectual embarcado en un proceso colectivo de construcción y lucha contrahegemónica (a nivel social, político y cultural), es decir, un proyecto de autoemancipación, tiende a superar un horizonte tan mezquino. Luego, el reconocimiento y la legitimidad que puede llegar a obtener en un plano estrictamente individual son de otra índole, digamos: intersubjetiva-afectiva.

Más que reconocimiento, el intelectual de la nueva generación persigue la “realización” y la “satisfacción” a través de actividades que lo convocan al encuentro y a la creación. La legitimidad a la que aspira el intelectual de la nueva generación es la legitimidad de sus enunciaciones, pero sabe que esas enunciaciones serán legítimas sólo si el locus de enunciación lo es. Y ese locus no es otro que el de la praxis. 

Pero, de todos modos, la “realización” del intelectual-militante no debería medirse en términos de logros individuales, esto implicaría una imitación del ethos burgués y la apertura de un espacio ancho para la insolidaridad y para los lenguajes unilaterales (ya sean “dirigentes” o “aduladores”) que se cierran a las acciones recíprocas y no favorecen el movimiento dialéctico de los dos momentos contraponiéndose y superándose. La “realización” sólo puede medirse a través del grado de concreción de los afanes emancipatorios colectivos.

Y esto que planteamos no implica subordinar el intelectual al militante. No estamos sugiriendo una proletarización o algún subterfugio similar. Se trata simplemente de abjurar de predisposiciones típicamente burguesas y de los modelos de intelectual (de izquierda) que dieron forma a estereotipos clásicos en los años 20 y 60, y que no dejaban de ser solemnes y arzobispales.   

Otra de las funciones que le corresponderían al intelectual anfibio es la de constituirse en un “puente” con el mundo de la política partidaria y los medios de comunicación y mostrar lo que permanece invisibilizado. Más allá de que esas funciones puedan resultar necesarias, no pueden erigirse en fundamentos de un nuevo rol para los intelectuales. Lo ideal –creemos– es que a mediano plazo desaparezcan. ¿Por qué en vez de oficiar de “puente”, el intelectual no asume directamente tareas militantes en el proceso de construcción colectiva de los instrumentos políticos propios de las clases subalternas, fomentando la autoestima y la solidaridad del colectivo social? ¿Por qué en lugar de favorecer el acceso a los medios, el intelectual no trabaja para que las organizaciones populares gesten sus propios medios de comunicación, generando así un grado de movilización cultural de la comunidad más permanente? ¿Por qué en lugar de asumir las funciones del “visibilizador” (y del intérprete) de una comunidad, el intelectual no aporta a un proceso de “autovisibilización” de esa comunidad? De este modo, asumiendo estos roles, el intelectual podrá romper con las formas de socialización individualistas y egoístas (en fin: filoburguesas) que no generan responsabilidades con las clases subalternas y oprimidas.  Consideramos que la figura del “intelectual puente” se corresponde con la del “intelectual traductor” o del “sociólogo intérprete” que ya hemos mencionado.   

Parecería ser que el papel que promueve para los intelectuales la figura del anfibio consiste en sacar provecho de una condición blanca, ilustrada, con vínculos institucionales y sociales, para denunciar las atrocidades del poder con más chances de ser escuchados (y con menos chances de ser reprimidos) que las que tienen los que son oscuros, pobres, periféricos. Un intelectual, gestor, vocero, etc. De esta manera, la figura del intelectual anfibio reproduce los roles tradicionales del intelectual paternalista y filantrópico al estilo de Harriet Beecher Stowe (norteamericana [1811-1896], autora de La Cabaña del Tío Tom) o de Clorinda Matto de Turner (peruana, [1852-1909], autora de Azucenas Quechuas), entre muchos ejemplos posibles.

Otras figuras emparentadas a la del anfibio son la del intelectual “escudo” de la que habla Naomi Klein y que Svampa retoma, o la del intelectual “tábano”, cuyo rol es molestar, entre otras. Todas ellas adolecen de limitaciones, derivadas de una condición individualista, narcisista y egocéntrica (no exenta de cierta épica romántica) que se asume maquinalmente sin ser sometida a una (auto) crítica cruda y que se infiltra en todas las argumentaciones. 

Entonces, puede también que la figura del anfibio encubra la expresión del intelectual megalómano que se resiste a asumir su lugar modesto en la historia y que considera que tiene una función directora sobre la política de las clases subalternas y que cree que puede ejercer esa función (externa) al mismo tiempo que es parte de instituciones y circuitos de legitimación domesticados por el poder. Se trataría, en este caso, de una reedición del viejo vicio iluminista y de la figura del intelectual taumaturgo o el ciudadano sabio, el que aparece en la Alegoría de la Caverna de Platón (c. 428 a. C.-c. 347 a. C.).[51] En general, la experiencia histórica inspirada en esta estructura ideológica es lapidaria: todo intelectual que aspira a clase dirigente y guía esclarecido e iluminado  acaba servidor del orden establecido. Enrique Dussel, partiendo de la Alegoría de la Caverna, delineaba la praxis más afín al filósofo comprometido con la liberación: “Lo esencial no es el ver ni la luz: lo real es el amor de justicia y el Otro como misterio, como maestro. Lo supremo no es la contemplación sino en cara-a-cara de los que se aman desde el que ama primero”.[52]   

El intelectual académico-militante existe, pero su condición, la mayoría de las veces, más que la del anfibio, es la de la doble membresía (o la del “entrismo” que de por sí niega toda posibilidad de genuina interioridad). Se trata de un sujeto desdoblado que reparte su tiempo entre dos funciones que sólo puede compatibilizar superficialmente y con la condición de haber construido previamente una legitimidad académica tan sólida que le permita darse el lujo de la militancia que, a pesar de todo, en este contexto no deja de aparecer como una excentricidad.

De todos modos, no hay que descartar a la marginalidad como uno de los posibles destinos de esta doble membresía. Pero hablamos de la marginalidad en su sentido más dramático, es decir, ser marginal por quedar en el medio de dos mundos diversos y en conflicto. En fin, manejarse mal en ambos mundos. Valga como analogía el caso del indio bororo Tiago Marques de Aipobureu, estudiado por Florestán Fernándes en la década del 40.[53] 

Al igual que la fórmula o el mito de la transición en los años 60-70, la figura del intelectual anfibio promueve un “espacio de comodidad”. Claudia Gilman afirma: “El mito de la transición puede considerarse una ficción a través de la cual se tramitó simbólicamente la brecha entre la realidad y las expectativas puestas en ellas”.[54] Pero las connotaciones de estos espacios de comodidad son diferentes. La fórmula de la transición pretendía conjurar las contradicciones de los intelectuales de izquierda identificando un tiempo específico de metamorfosis o de “cambio de piel”, al tiempo que otorgaba un marco (la misma temporalidad) que justificaba las diversas transacciones con lo viejo que aún no moría del todo. La figura del anfibio, más a tono con estos tiempos, acepta la dualidad, no pretende conjurarla. El intelectual anfibio ya estaría constituido, por lo tanto no tiene que desprenderse de nada, su supuesta capacidad de adaptación a mundos opuestos ni siquiera le plantea el problema de las transacciones con el mundo. En este aspecto es una figura poco predispuesta a la autocrítica.   

Resulta paradójico el hecho de que la figura del intelectual anfibio provenga de una intelectual cuya praxis está en exceso respecto de esa misma figura. Porque muchas de las intervenciones “militantes” de Svampa, más que armonizarse con la academia, la interpelan. Mientras la figura es generosa con la academia ya que trata de redimirla, de recuperarla y le busca un sentido un poco más trascendente, colectivo y extra-burocrático (una generosidad que también es sintomática, ya que hace ostensible el hastío y los propósitos más inconfesables y rastreros de la academia), las intervenciones de Svampa, las más afines a la nueva generación intelectual, la conmocionan porque tienden a abrir un “espacio otro” y plantean la posibilidad de la subversión.   


La apuesta por la política y la política como apuesta

Digámoslo sin eufemismos: la nueva generación intelectual quiere reinventar la política como praxis revolucionaria. Quiere clausurar el tiempo del fatalismo y la resignación que fue inaugurado por la idea de que la política revolucionaria “obnubila” al intelectual y que –ante la ausencia de toda vocación por realizar una autocrítica en marcos colectivos y populares y a modo de autoexculpación individual– fue asumida en la posdictadura por muchos intelectuales, ex militantes revolucionarios en las décadas del 60 y el 70. Esta idea fue la causa, al mismo tiempo que la justificación, del proceso de “academización” de los intelectuales y en torno a sus diferentes versiones se formaron las generaciones intelectuales de la década del 80 a la actualidad. Decimos  diferentes versiones, porque esa idea ha abonado no sólo el emplazamiento intelectual neoliberal, seudoprogresista o similar, sino también el teoricismo vacuo o el dandysmo de izquierda. 

Para la nueva generación intelectual la política, cuando está orientada a la emancipación de las clases subalternas y oprimidas, no puede obnubilar. Todo lo contrario. Es la única actividad que permite el florecimiento del pensamiento creativo.

Para la nueva generación intelectual la política no se reduce a la “gestión” de lo que es y está; no se reduce a un paquete de concepciones y procedimientos “ordinarios”, a un campo de acción muy acotado, a un conjunto de verdades prefabricadas y saberes técnico-prácticos. Por cierto, es ésta una concepción de la que no pueden despegarse los intelectuales dizque progresistas, e incluso algunos que se asumen como revolucionarios, y que se expresa en la pretensión de incidir en la realidad partiendo de una identidad profesional o de especialista.

Los intelectuales dizque progresistas han eludido la discusión de fondo en torno a esta cuestión. Si la política es administración de lo dado o puede ser otra cosa, por ejemplo, transformación radical de lo dado. Si el pueblo seguirá siendo objeto de la historia o si las luchas fundamentales pueden hacer de él otra cosa. Sobreadaptados a lo que “es”, no creen que las cosas puedan ser de modo radicalmente distinto. Por consiguiente, y en contra de lo que sostienen, han caído en un profundo desprecio (en los hechos) por las ideas, los proyectos, los principios, las utopías. Los intelectuales dizque progresistas son cada vez más fenomenólogos. La ausencia de un ser crítico se intenta disimular con metáforas o folklore superficial (y proliferación de artificios) y en muchos casos son evidentes los desacoples entre la osamenta conceptual (débil) y una musculatura expresiva bien desarrollada.

Es evidente que estos intelectuales han abjurado de toda praxis tendiente a preservarle ámbitos no alienados al lenguaje (una praxis imprescindible para la nueva generación intelectual) y han adoptado una estrategia trituradora de palabras que busca la desactivación de las imágenes más rebeldes y contestatarias. Lo que explica, en parte, la marcada vocación por los modos estetizantes, la charlatanería y la gesticulación excesiva que exhibe uno de sus espacios emblemáticos recientes: Carta Abierta.

Omar Acha sostiene: “El límite fundamental de Carta Abierta consistió en su absoluta separación de una praxis popular de masas. Fue una ‘puesta en escena’ que careció de anclajes en el movimiento social real. Del mismo modo que el kirchnerismo no quiso ni supo emprender una proyección popular movilizadora, Carta Abierta, se mantuvo como grupo de presión discursiva, aislado de la por otra parte inexistente fuerza popular que era su única clave para dar cuenta de la realidad”.[55] Coincidimos plenamente con la primera parte de esta afirmación, pero ocurre que las últimas dos líneas introducen una exculpación a la intelectualidad dizque progresista que consideramos absolutamente inmerecida (y que, estamos convencidos, no es el objetivo del autor).

Creemos que se debe relativizar la ausencia de una fuerza popular. Si bien es innegable la inexistencia de una gran fuerza “política” popular de masas, existen espacios populares concretos, “praxis” con potencialidades y perspectivas contrahegemónicas (objetivamente estratégicas, aunque les pueda faltar consistencia) claramente identificables por un intelectual lúcido, con aspiraciones de transformación radical, sin miedo a la condición periférica, los territorios ingratos y los destinos centrífugos. La limitación más alevosa de los intelectuales de Carta Abierta (y del progresismo en general) consiste en su falta de voluntad para suturar la brecha que los separa de las praxis populares realmente existentes, su incapacidad para asumir roles de construcción de una fuerza popular de masas, su temor a un oficio al que, en última instancia, consideran sórdido porque no confían en las virtudes de los oprimidos (virtudes derivadas de su carácter excéntrico).

No hay dudas de que muchos intelectuales dizque progresistas se sumarían gustosos a una propuesta popular contrahegemónica masiva con perspectivas de poder. El problema es que la mayoría descree de la misma y no considera estratégica la vinculación con una praxis popular concreta, por lo tanto, no están dispuestos a desarrollar intervenciones constructivas. Educados los más jóvenes, o reeducados los más viejos, en las décadas del 80 y el 90, asumieron un ethos pasivo y panglosiano que hace que, en el mejor de los casos, se visualicen como espectadores entusiastas (o como candidatos a funcionarios) de futuros procesos históricos de transformación en los que no pueden creer fehacientemente puesto que en el presente los gobierna la amargura, el desasosiego o el conformismo.

Paradójicamente, los intelectuales se ven a sí mismos como ausentes de los procesos de gestación de una fuerza contrahegemónica, ajenos a la maravillosa etapa intrauterina de la misma (he aquí una diferencia importante respecto del papel que asumían los intelectuales en Nuestra América en los años 20 y 60). El resultado: clases subalternas sin metas significativas, sin proyecto, carentes de identidades vueltas al futuro. Confinados a la cárcel de una totalidad que los condena al eterno retorno de lo mismo, incapacitados para identificar un plus del ser, desprovistos de instrumentos utópicos, signados por el logos, rendidos a los pies de los bienes, las cosas y los entes, vacíos de confianza, permanecen extranjeros de la misma idea de creación y alteridad. No están entrenados para pensar desde el no ser impuesto por las clases dominantes, un no ser que es precisamente el útero de un pensamiento y una praxis emancipatoria. No pueden pensar la política más allá de lo dado porque asumen como única fuente proveedora de sentido a la gestión progresista del ciclo económico. Estos constreñimientos los conducen indefectiblemente al reformismo político, a considerar al Estado como única fuente de la política, a las sucesivas opciones por el “mal menor”, y a confundir, una y otra vez, la táctica con la estrategia. Entonces, desde estas limitaciones, desde este ethos, desde esta autopercepción castradora, es lógico que terminen idealizando el proceso de los Kirchner, defendiendo el fetiche del “país normal” frente a la impiedad de la derecha.   

Por otra parte, negarse a concebir la política como gestión obliga a modificar el rol que los intelectuales dizque progresistas asumieron desde diciembre de 1983 y que consistió básicamente en asumir la “actualidad del mundo” como totalidad consumada. Así, estos intelectuales fueron resignándose al papel de organizadores del todo como insalvable, asumieron una ética de la legalidad (paradójicamente una de las formas más eficaces que halló la dictadura para perpetuarse) que sirvió y sirve principalmente para descalificar a las praxis contrahegemónicas, concebidas de ahí en más como las responsables directas de que el opresor redoble su praxis dominadora.

Negarse a concebir la política como gestión conduce inevitablemente a una autocrítica respecto de su falta de compromiso con la tarea de reconstrucción de lo que la dictadura había destruido (identidades plebeyas, lenguajes de confluencia, mitos, utopías y la potencia de las clases subalternas y oprimidas), y también respecto de su absoluta desconfianza en las lógicas democráticas que no sean liberales, populistas o estatalistas, es decir, su alejamiento de toda praxis tendiente a construir una democracia que permitiera la acumulación en el seno del pueblo.

Del mismo modo, no concebir la política como la concreción de una verdad (sobre todo de una verdad sintáctica), o como la repetición de los viejos recetarios revolucionarios, también obliga a modificar el rol asumido por los intelectuales revolucionarios en la década del 20 y ratificado en las del 60 y el 70. Ahora, tal vez, la nueva generación intelectual tiene horizontes más modestos y, a la vez, igualmente radicales, considera que se trata de transmitir las sensaciones del contacto con experiencias que expresen algo radicalmente nuevo, o por disputarle al capitalismo sus imágenes de la felicidad, trabajar contra la mirada autoindulgente de las clases medias, denunciar ficciones de corto vuelo y reinventar la sociedad desde la soberanía, la autonomía, la solidaridad. La nueva generación intelectual, asumiendo el gran desafío de la izquierda, se propone desarrollar un pensamiento que amplíe los horizontes de la acción política y se verifique en ella misma.

Aunque los intelectuales dizque progresistas consideran que libran una batalla con la nueva derecha, en el fondo comparten con ella el mismo ethos, ambos adhieren a los valores instrumentales, las normativas liberales, las instituciones verticales elitistas, las tecnologías de manipulación y control. Discuten sobre ellas, debaten, pero no las cuestionan en sí mismas. Se oponen a la reinvención del Estado desde lo penitenciario, a la policialización de la política, pero no cuestionan a fondo los procesos de heterogeneización de la democracia electoralista, los lazos que crea la representación. Sus planteos no suponen un dislocamiento de los valores sociales e intelectuales dominantes. No tienen nada que oponer a esos valores, a esas normas, a esas instituciones y a esas tecnologías. Una nueva generación intelectual debe aportar al desarrollo de antivalores, contranormas, disórganos y nuevas tecnologías.[56]

Los intelectuales dizque progresistas han satisfecho sus urgencias militantes a través del recurso (por cierto, no muy poderoso) de la solicitada o la carta (abierta). Una modalidad de intervención pública insuficiente para conjurar la idea deprimente del divorcio inseparable entre la acción y el sueño, al decir de André Bretón (1896-1966). Más allá de las buenas intenciones, las intervenciones que proponen no sirven para convertir a la solidaridad en figura objetiva de la existencia. Esas intervenciones sólo los perfilan como criaturas de su propia propaganda. Es penoso su papel tendiente a dificultar los procesos de autoconciencia en las clases subalternas o su abandono estratégico de cualquier función similar. Y es el más cabal reflejo de décadas de deterioro cultural, ideológico y político. Así, sin abandonar los mitos elitistas, creen incidir sobre la sociedad, recuperar magisterio social, cuando en realidad el poder incide a través de ellos. Le sirven al poder para anular las tendencias
más contestatarias. Se ajustan a la descripción de Enrique Fogwill (1941-2010): siguen “la línea correcta en el trabajo de cada día”, exigen que se les dé, a diario, “la negación nuestra de cada noche, la necesaria para pensar, la indispensable para necesitar, pero que nunca interfiera en la línea de producción de orden”.[57] 


Horizontes

La nueva generación intelectual aspira a nuevos formatos para concebir a  Argentina, a Nuestra América y al mundo a la luz de la redención (autorredención). Y es que esta generación sólo podrá “ser” si logra identificar la raíz de los enigmas y conflictos de Nuestra América y si desarrolla una consecuente vocación continental y también, desde el plafón de esta potente y extensa singularidad, una vocación universal (en un sentido “dialógico”, no “universalista totalitario”).

Estamos de acuerdo con Omar Acha cuando afirma: “la permanencia de la generación excede los marcos nacionales, porque los desafíos intelectuales son, hoy lo sabemos como nunca antes, continentales [...] En un futuro cercano, la nueva intelectualidad latinoamericana se inscribirá en un abanico global de militancias culturales. La globalidad es el destino de la dinámica permanente del quehacer intelectual radical. Dentro de medio siglo, una futura generación quizá se piense como decididamente global…”.[58]  

Esas militancias culturales de las que habla Acha ya son perceptibles en Nuestra América. Lejos de toda retórica telúrica y de todo formulismo bienintencionado, centradas en aspectos geopolíticos y siempre a la búsqueda de pilares valorativos, estas militancias culturales están delineando un ethos vinculante a nivel continental que parece ser más eficaz que los anteriores.

A diferencia de la intelectualidad dizque progresista que plantea una absoluta complacencia con las cosas tal como son (en su fondo), la nueva generación intelectual insiste en cambiar el mundo y la vida, retomando la orientación estratégica que considera que la revolución es inseparable del reencantamiento del mundo. Esta orientación, frente a la profundización capitalista de los procesos de desencantamiento, tiene una vigencia colosal.  

A diferencia de la izquierda vieja, considera que hay que cambiar las formas de cambiar. En este sentido, más que en términos de acumulación, piensa en términos de multiplicación, en los términos de Ezequiel Adamovsky.[59] O en todo caso, busca identificar los campos que mejor se llevan con cada perspectiva (que implica estrategias diferentes y muchas veces contrapuestas). Y luego los combina.   

Propone recuperar un sentido radical de la historicidad para que la existencia y el destino se pongan en juego en cada decisión. Desea atacar “concretamente” a las clases dominantes y recuperar el maravilloso desprecio por las consecuencias. Para ello opta por preservar categorías y expresiones, palabras e imágenes, sentimientos y deseos que aún no han sido malogrados por el Estado, el mercado y la ideología.

La nueva generación intelectual asume un anticapitalismo militante y activo. Considera que la burguesía no tiene proyecto civilizatorio, que el sistema capitalista no es la única forma posible de sociedad civilizada. La nueva generación intelectual reconoce que la lucha eficaz contra el capitalismo como fuerza social dominante que trabaja sólo para su autoexpansión sostenida, exige defender la vida no en el sentido abstracto que invocan las clases dominantes, sino en el sentido real, como propiedad de sí misma, sin hacer abstracción de la lucha de clases y sus consecuencias.

La nueva generación intelectual admite la existencia de antagonismos fundamentales entre las clases sociales y que no puede haber cambios de la realidad sin conflictos. Se diferencia otra vez de los intelectuales dizque progresistas cuya ingenuidad en este punto llega al paroxismo: las políticas redistributivas no dependen de decisiones técnicas o de voluntades políticas gubernamentales, sino de relaciones de fuerza en el plano de la sociedad. La nueva generación intelectual está aprendiendo el lenguaje de las relaciones de fuerza.

La nueva generación intelectual no coloca al Estado en el horizonte del pensar-hacer la política. Pero tampoco cultiva un antiestatalismo ingenuo, no considera a todo momento estatal como reaccionario. Pone el énfasis en las determinaciones societarias y los múltiples universos en tensión con el Estado, impenetrables a las convocatorias estatales no democráticas.

La nueva generación intelectual no se jacta de la ruptura con el mito de la neutralidad de la cultura, reconoce que es un mito que hace rato ha caído en desuso. La burguesía, que lo creó, lo ha abandonado. Hace mucho tiempo que las clases dominantes cuentan con modos más sutiles y complejos a la hora de integrar, tergiversar o anular mensajes y símbolos disruptivos. Así la nueva generación intelectual mientras rechaza decididamente el empirismo y el pragmatismo, auspicia los elementos optimistas y utópicos.

Digamos finalmente que es nueva la nueva generación intelectual porque lo que anuncia no es prolongación de lo que hubo y hay. Porque, sin dejar de proponer la resignificación de las tradiciones emancipatorias, promueve una ruptura con el pasado y el presente. Porque recupera una imagen del mundo como posibilidad latente, un carácter prospectivo. Porque no pretende construir una tarima a la que subirse sino elaborar, colectivamente, una hipótesis profunda. Se trata de una generación que funda expectativas, que es impaciente porque confronta el presente con el futuro, porque recupera el sentido de la utopía que es denuncia y anuncio y que provee de estructura a la praxis y que, además, es el motor de la imaginación política. 


A modo de conclusión:
Intelectuales y praxis emancipadora. Apuntes para un manifiesto

“El elemento popular ‘siente’, pero no siempre comprende o ‘sabe’. El elemento intelectual ‘sabe’ pero no siempre comprende y, especialmente, ‘siente’. Por lo tanto, los dos extremos son, la pedantería y el filisteísmo por una parte, y la pasión ciega y el sectarismo por la otra. (…) El error del intelectual consiste en creer que se pueda ‘saber’ sin comprender y, especialmente, sin sentir y ser apasionado”.  

Antonio Gramsci


La condición serial

Sin negar la importancia de los enfoques que exploran la intersección entre el lenguaje y la construcción de la praxis (en sentido estricto conviene decir las praxis), lo cierto es que, a partir de los años 80, el pensamiento sobre la realidad social comenzó a diluirse en "textualizaciones", a desorientarse en el "deconstructivismo" o el positivismo de los símbolos, lo que llevó a abandonar las explicaciones totalizadoras y la crítica radical de la realidad.

Se fueron fortaleciendo así las miradas reduccionistas y empobrecedoras que  eran también eurocéntricas. El minimalismo, entró en un período de auge y aún sigue consolidándose. El propio Adam Smith, que era consciente de los efectos de la división del trabajo sobre el pensamiento, decía al respecto: “Y eso se acentuará aun más cuando toda la atención de una persona le esté dedicada a un diecisieteavo de un alfiler o un octogésimo de un botón, que así de divididas están esas manufacturas […] Éstas son las desventajas de un espíritu comercial. Se contrae la mente de los individuos, y ya no son capaces de elevarse. Se desprecia a la educación, o al menos se le descuida, y el espíritu heroico se extingue casi por entero. Ponerle un correctivo a esos defectos debería ser asunto digno de una seria atención…”.[60]

Desde estas condiciones se reeditó una producción intelectual y artística displicente y uno de los males endémicos de la intelectualidad: el lugar aristocrático y elitista en una nueva versión trabajada por el espectáculo, consistente en una banalidad ennoblecida superficialmente contrapuesta a la otra banalidad, la rústica, en que se sostiene el otro régimen de lo espectacular pero con la que comparte evidentemente la misma matriz (basada en el desentendimiento de la verdad o la ética).

Pero para explicar el deterioro del pensamiento crítico, la ausencia de audacia política y poética, no alcanza con echarle la culpa al "giro lingüístico" y a lo que de él se deriva: la primacía de los significantes sobre el significado y el descentramiento del sujeto.

Norberto Bobbio decía que los intelectuales son expresión de la sociedad en la cual viven. Los intelectuales argentinos, incluyendo a los de izquierda, críticos, marxistas, etc., habitan una sociedad fragmentada. Esa fragmentación o condición serial de la sociedad es el fundamento de las nuevas formas de dominación. Y aunque se trata del resultado de un proceso histórico, que involucra una dura derrota del campo popular, ha construido una eficaz condición de naturalidad.

En efecto, también los intelectuales de izquierda se han afincado en un determinado lugar de la serie y muestran escasa capacidad para cuestionar, no sólo el propio lugar, sino la serialidad misma. Con resignación asumieron (o por lo menos sospecharon) que la realidad en su conjunto era irrepresentable e inmodificable–, se orientaron a un eclecticismo pasivo (no militante) y decidieron trabajar en una parte de la realidad relativamente pública y convencional. Esta situación se expresa en los procesos de “especialización”.    

Un ejemplo: esta situación hace que la identificación del Grupo Clarín como parte fundamental del establishment pueda convivir con la aspiración al reconocimiento, considerado "legítimo", del  Suplemento Ñ, o el más aristocrático de La Nación, que también se reserva un espacio para una izquierda ilustrada y caballeresca. Lo desconcertante es que esta situación suele ser presentada como no esquizofrénica, no funcional y no orgánica. Esta ambigüedad ha sido ejercida por un conjunto de intelectuales que en los últimos años han desarrollado una sorprendente capacidad para articular la crítica política (incluso radical, muy radical) con las acciones de legitimación de las prácticas dominantes. Es el caso de aquellos/as intelectuales que reivindican un “pensamiento crítico latinoamericano” al tiempo que aceptan el patrocinio de conocidas multinacionales. También sirve como ejemplo el caso –emblemático– del intelectual esloveno Slavoj Zizek, que combina una retórica herética y un discurso crítico respecto del capitalismo con el apoyo a las tropelías de la OTAN.   

Al aceptar la condición serial desaparece la necesidad de afirmar el desencuentro con la realidad. La condición serial aplaca todas las furias y confunde a los intelectuales a la hora de formular alternativas frente al discurso del poder. Ahora cuesta cada vez más determinar por dónde pasa la negatividad de un discurso o una práctica.

A partir de la década del 80, los intelectuales comenzaron a pensar no sólo dentro de los límites impuestos por la realidad, sino al interior de los límites de un fragmento de esa realidad. Los intelectuales de izquierda no escaparon a estas formas afásicas. Incluso los marxistas cumplieron con las exigencias de intervención práctica, actuando en una exclusiva serie.

Aunque suene a paradoja, el denominado "pensamiento único" que impuso el capitalismo en la era de la globalización neoliberal es en alto grado pluralista y su mirada es menos monolítica que lo que usualmente se cree. No debemos confundir el pensamiento único con una versión ultraconservadora y fundamentalista que, por otra parte, no es justamente la que más ha desarrollado capacidades hegemónicas. La lucha es mucho más complicada, el punto de vista del capital presenta múltiples perspectivas. 

El pensamiento único, en su versión más eficaz, no sólo acepta lo diverso (lo diverso sin horizonte igualitario), sino que erige la convivencia de lo diverso en horizonte y proyecto. Ese pluralismo, amplio y superficial a la vez, es su principal base de sustentación. El pensamiento único es la naturalización de la condición serial. Ofrece la posibilidad de pensar y hacer desde distintas identidades y definiciones pero sin afectar el núcleo duro que asegura la reproducción del sistema. Ofrece incluso la posibilidad de asumir el lugar seductor de la herejía y la heterodoxia pero sin pagar las consecuencias que conllevan las que son auténticas, puesto que se trata de herejías y heterodoxias siempre falsas o de baja intensidad y efectos controlados.

El pensamiento único es la nueva razón relativista.    


La no representación  (importancia de las anticipaciones)

Una posible certeza: no queremos ser administradores del conocimiento existente. En Argentina abundan los intelectuales alejados de la vida práctica, cultores de los conceptos vacíos y los discursos altisonantes, especialistas en algún fragmento del mundo, cuando no apologistas más o menos encubiertos del estado de las cosas. Abundan también los artistas que producen fetiches en serie, los artistas de los clisés y el fatuo, los artistas del realismo acabado (se olvidan de que el realismo cambia con la realidad), los fabricantes del vacío, los exhibidores de íconos. Abundan los que se niegan a las anticipaciones, a las creaciones de realidades nuevas, a la permanente aporía, a la subversión.  

En fin, intelectuales (en sentido tradicional) hay muchos, incluso los hay con pretensiones radicales, especialistas en trascripciones de un sistema a otro, establecedores de correspondencias. Lo que escasea es la voluntad y la capacidad de comunicar la inteligencia teórica de las acciones y reacciones del campo popular (dentro del campo popular y en su periferia) y de organizar la unidad sintética de la experiencia de las clases subalternas. Escasea la voluntad de desarrollar el trabajo de hormiga de reconstruir (aportar a la reconstrucción) de imaginarios sociales plebeyos-populares.

No se trata de contraponer nuevos guiones políticos a los viejos y agotados guiones de la izquierda, sino de elaborar el "nuevo texto" de modo diverso, a partir de la acción. La política que preexiste a la lucha corre el riesgo del dogmatismo, la ingenuidad, lo convencional, la previsibilidad. Corre el riesgo de convertirse en un medio para anular la potencia de la lucha popular.


Soledad y naufragio

Existe una imagen, cada vez más extendida, que exhibe al intelectual "radical" como sujeto excepcional, aislado, en un contexto degradado, donde predominan el "transformismo", la integración, la tristeza ideológica y la pasividad popular.  Intelectual radical sería todo aquel que asume una actitud a contramano de la infamia generalizada y está a la expectativa de alguna irrupción o signo proveniente "desde abajo". Es la princesa proletaria cautiva del ogro burgués en la torre del castillo. Es el hombre (o la mujer, claro) que está solo y espera.

Se trata de la construcción de un estado de soledad que se asume positivamente, es decir, como resultado de la ética y de una inalterada fidelidad a los principios y valores. Los intelectuales náufragos se dedican a arrojar, al inmenso océano del pueblo, botellas con sus mensajes, con la expectativa de que estas lleguen ¿redentoras?, ¿esperanzadoras?, ¿esclarecedoras?, ¿concientizadoras? a uno-una o a muchos-muchas. Esta imagen, y la función que la construye, no dejan de ser una forma de expresar política y/o artísticamente el desencanto, una forma absolutamente individualista y pasiva del sufrimiento. Es una actitud casi de fuga. También es una forma de expresar el deseo de reconocimiento oficial. Una imagen nueva (aunque un tanto indecorosa) surge del siguiente interrogante: ¿no será mejor usar las botellas para partir cabezas?

Nuestra condición marginal, no vivida como condena ni drama, simplemente como condición externa y alternativa, debe ser la respuesta necesaria respecto de un orden dominante. No debe confundirse con vocación o con una actitud neoromántica. Nosotros no tenemos que hablar desde el resentimiento o el orgullo del excomulgado. No, porque nuestro campo de acción es otro. Hemos elegido otro territorio y asumimos las consecuencias de nuestra elección. Nuestra reflexión debe ser siempre un modo de resistencia, nuestro inconformismo debe alimentar nuestra pasión militante.


El viejo idealismo que persiste: antipolítica y cultura

El intelectual de izquierda, no ha podido apartarse, por lo menos no lo suficiente, de la concepción croceana,[61] o directamente hegeliana, es decir: de la concepción idealista que contrapone un espíritu activo a una materia pasiva, la crítica a la historia. Aunque este intelectual lo niegue, cada vez que se le presenta la oportunidad, no deja de concebirse como el conductor de la historia y considera que el terreno en el que se libra la batalla más significativa es un terreno de ideas, cultural, no político.

La "batalla cultural" exigiría armas específicas, bien diferentes a las del arsenal político. La cultura aparece así como el medio para realizar los fines de la política. ¿Se pueden alcanzar los fines de la política a través de la cultura? La respuesta afirmativa conduce al utopismo como forma de evadirse de la responsabilidad. De este modo, el intelectual de izquierda salta de Benedetto Croce, y Hegel a Ortega y Gasset, alimentando un espíritu de casta.

Ésta es una época dominada por el intelectual "de cubículo". La política significa poder, y el intelectual le rehuye, aun asumiendo "compromisos sociales". Hoy proliferan los intelectuales de izquierda "antipolíticos", incluso muchos de ellos, están vinculados a las organizaciones populares y a los movimientos sociales. Estos intelectuales subordinan la política a la cultura e incluso llegan a contraponer cultura y política. 

Frente a un poder político (y frente al poder en general) visto como algo emporcado por naturaleza y como puro esquematismo, la cultura aparece como lo transparente y elevado. La batalla cultural se perfila como lance caballeresco, sin riesgo, sin drama, sin conflicto sustancial. Esta actitud también tiende a expresarse en un teoricismo vacuo, del tipo: "mi reino no es de este mundo". En tiempos donde predomina el uso indiscriminado del término "profesional", sin tener presente que la "profesionalización" puede ser una de las formas de la reproducción del sistema de dominación, el intelectual de izquierda aspira a un aporte profesional o técnico, se considera un especialista, un asesor. Además refuerza la idea de que el campo exclusivo del intelectual es la superestructura.

Reproduce así una concepción burguesa de la cultura. La batalla es esencialmente política pero cuando la política es revolucionaria es expresión de una cultura potencial enfrentada a la real.  


La academia o la estrategia de la autopsia: sacerdotes y profetas

De algunos párrafos anteriores se puede deducir que la academia recorta, distribuye, disecciona, compite, disciplina, formaliza y diseca. Como vimos, entre el plano académico y el plano de la militancia política de izquierda que aspira a la condición de revolucionaria, existen tensiones que hacen, si no imposibles, por lo menos improbables las combinaciones. A uno y otro campo les corresponden distintas instancias proveedoras de autoridad. La militancia iguala, la academia jerarquiza. La autoridad de la academia provee en buena medida de un conjunto de garantías institucionales y ortodoxas y de lauros burocráticos y cargos sedentarios. La academia es el habitus que preexiste, es el despliegue del nivel de la realidad que la realidad tiene. La academia, ámbito contaminado de formalismos escalafonarios, alimenta un conjunto de formas del conformismo cultural, produce ilustración, nunca lenguaje.  

Por cierto, el “lenguaje común” puede contener más filosofía que el lenguaje académico, dominado por jergas circunstanciales, por las modas. Una experiencia organizativa de base y un proceso de lucha de las clases subalternas puede contener una teoría no sistematizada, no formulada, de insospechadas proyecciones. La academia suele desconocer este tipo de conocimiento, porque desconoce todo lo que se genera del otro lado de sus murallas.

Como los espacios “constituyen”, existen además procesos de academización. Un tema puede ser academizado, si esto ocurre ingresa al terreno de lo que prescribe, se formaliza, un ámbito de profundidades prefabricadas. La academia promueve las vocaciones de taxidermistas y necrófilos (se trata de una metáfora polisémica).

En muchos ámbitos con vocación alternativa se puede percibir una tendencia a la construcción de un mercado de prestigio paralelo. En los últimos años algunas expresiones de lo que se considera como alternativo han asumido la forma de la academia paralela. Estas expresiones, que emergieron con diversos grados de potencialidad disruptiva, terminaron vencidas por el pragmatismo y reproduciendo las compartimentaciones típicas de la academia. La aceptación de estos escaques importa una definición política y un réquiem a esa potencialidad. Las pulsiones burocráticas han profundizado estas tendencias.  

La academia conserva, no crea, y organiza bajo la relación de ortodoxia. Pierre Bourdieu (1930-2002) se refería a la oposición y complementariedad entre profesores y creadores como la estructura fundamental del campo intelectual. La comparaba con la oposición entre el sacerdote y el profeta (que nosotros vemos también como oposición entre el intelectualismo dogmático característico de todas las  teologías oficiales, dominantes y ortodoxas, y la experiencia práctica, directa e inmanente de los místicos). Los primeros serían los conservadores de la cultura y los segundos los creadores. Ambas funciones pueden ser importantes. Sólo que ahora necesitamos profetas.


Los límites de la "radicalidad" de los contenidos  

Somos conscientes de la insuficiencia de la radicalidad de los "temas", pero también de los “contenidos” e incluso del “discernimiento teórico” como sostén de un pensamiento emancipador. En el marxismo, sobre todo en los clásicos, se ha destacado la insuficiencia de los esfuerzos que hace el pensamiento en pos de su realización, por eso, en forma paralela, el marxismo también propone como momento indispensable la lucha de la realidad por convertirse en pensamiento. Una lucha que requiere lo que Mészáros denomina “articulaciones organizacionales adecuadas” y un marco que haga factible la dialéctica entre las necesidades y los sueños populares y las ideas estratégicas con capacidad de concretarlos.[62] ¿Cómo contribuir a esa lucha de la realidad por convertirse en pensamiento? He aquí uno de los desafíos a la altura de la nueva generación intelectual.

La condición serial nos permite ser “diversos”. Incluso podemos ser exageradamente revolucionarios sin sacar los pies del plato, sin exponernos a la detractación y sin cometer “crímenes de lesa ciencia”. Hay un lugar para todos en el infolio de la civilización. Pier Paolo Pasolini, en los años 70, ya identificaba un conformismo de la contestación.

Este problema ocupó a Herbert Marcuse (1898-1979) hace ya más de cuarenta años, y hoy, en nuestro país y en nuestro continente, merece una atenta rediscusión. Sartre, antes, había identificado un marxismo para burgueses.

Mientras que los contenidos radicales son asequibles y tolerados socialmente, legitimados académicamente, y hasta fetichizados, en la sociedad se clausuran sus espacios de eficacia. Existe un “sistema de traducción” que asimila y neutraliza los contenidos radicales y las propuestas alternativas, que los constriñe a un repertorio de imágenes limitado, que les succiona toda trascendencia cualitativa y crítica y que relega la cuota de verdad que portan al terreno de lo subjetivo –que siempre termina edificando algún elitismo intelectual cuando no los arroja directamente al campo de lo inviable. Dicho sistema, recurre a: 

1)       La figura del intelectual como traductor de lo “objetivo”.

2)       La primacía de la garantía del objeto de las ciencias sociales sobre los riesgos del sujeto de la historia concebido por la dialéctica.

3)       Al espectáculo, entendido como relación social y estrategia de comunicación y no sólo como puesta en escena o parafernalia. El espectáculo simplifica, reduce y desdramatiza. El espectáculo contribuye a “cristalizar el mundo” y a oscurecer lo real, favorece las ontologías vacuas y autoritarias y la producción de clisés como organizadores de la experiencia humana. La política y las modernas industrias culturales se dedican a fabricar clisés en serie que parodian vulgaridades o se basan en la burla elitista. El sujeto espectador de la política, del arte y de la vida es un sujeto desarmado, entregado a la contemplación, a la pasividad y al auto/olvido. Ese sujeto debe ser desilusionado. Hay que desilusionar espectadores para ilusionar sujetos activos y mostrarles, a través de diferentes intervenciones, la vacuidad de su condición.

De esta manera, los contenidos y temáticas radicales, las producciones “comprometidas”, el conocimiento supuestamente descolonizador, terminan siendo funcionales al sistema, porque no dejan de interpelar a “espectadores” y “consumidores”, porque se mantienen diversas formas de delegación de poderes hacia los “personajes”, los “escritores”, etc.., porque no sirven para la negación concreta de la realidad establecida. Les falta el plus de la utopía y la voluntad para identificar y romper ese sistema de traducción. Les falta el macroclima para sus ideas, una línea de abastecimiento; fundamentalmente les falta un movimiento, un vínculo orgánico con un movimiento. O sea, les falta lo que decide en última instancia: la praxis. Les falta la lucha (y las formas de cooperación que sólo la lucha puede instituir) que es la principal forma de comunicación, del pueblo y con el pueblo, y por lo tanto el medio para alterar el sistema de traducción.

Volvamos a Enrique Fogwill y a su novela En otro orden de cosas. Ella nos muestra a intelectuales aprisionados por las redes del poder. Ahora bien, el modo a través del cual el poder los disciplina no consiste ni en la represión física ni en la integración. El poder no los persigue ni tampoco les otorga fama o beneficios materiales, simplemente les permite organizar y promocionar vanas utopías humanísticas, además de garantizarles la cuota diaria de crítica. Ésa es una de las formas de controlar a los “intelectuales de izquierda”.

Los contenidos para ser críticos necesitan una resistencia interior. Además de los contenidos, importa su “más allá”: el mundo de las relaciones sociales y de los modos de construcción de los modos de percepción de la realidad y la hegemonía.


¿Serán posibles las vanguardias? Sobre las “teorías de retaguardia”

¿Es posible –y útil– una resignificación positiva del concepto de vanguardia? A pesar de la mala prensa del concepto, a pesar de las simplificaciones a las que suele ser sometido, creemos que sí.

Por ejemplo: en lugar de vanguardias institucionalizadas se pueden concebir sencillamente “hechos” o “situaciones” de vanguardia. O sea: un concepto de vanguardia práctico y realista, no elitista, contrapuesto a toda forma de clarividencia, representación y sustitucionismo. Es decir, un concepto de vanguardia en estricta correlación con las construcciones contrahegemónicas. Desde esta perspectiva la condición vanguardista nunca debería ser anunciada de antemano. Lo que no significa abjurar de las aspiraciones vanguardistas (bien entendidas), absolutamente necesarias para dejar bien sentado que se quiere cambiar la vida. Pero sólo el proceso histórico puede determinar esa condición que, además, suele ser transitoria si es genuina y no autoasignada. 

Nuestra aspiración es la de acompañar todo hecho de vanguardia y aportar a toda situación de vanguardia (es decir: militar activamente estos hechos y situaciones), para lo cual resulta imprescindible desarrollar en paralelo lo que  Sousa Santos denomina unas “teorías de retaguardia”. El autor las define como “trabajos teóricos que acompañan muy de cerca la labor transformadora de los movimientos sociales, cuestionándola, comparándola sincrónica y diacrónicamente, ampliando simbólicamente su dimensión mediante articulaciones, traducciones, alianzas con otros movimientos. Es más un trabajo de artesanía y menos un trabajo de arquitectura”.[63]

 

Pero esta aspiración exige recuperar algunas estrategias. Por ejemplo la de ubicarse siempre en tarimas incómodas para mirar el futuro, o la del movimiento que tiende al “mestizaje”. Las vanguardias mezclan, fusionan, mestizan (o simplemente ponen a dialogar y ponen en tensión), arte, política, vida. La especialización y la profesionalización están decididamente en contra de la vanguardia. La vanguardia rompe con esas separaciones. Podría decirse: cada uno cultiva su fetiche hasta que aparece una vanguardia. Otra estrategia es la que prioriza la faceta que se basa en la experimentación y el estallido desde una interioridad con-en el campo popular y a la vez sujeta a su veredicto.

 

Se trata de fecundar el campo de la práctica y de construir tarimas para saltar hacia otro lado sin mezquinar el cuerpo y favorecer, en otros órdenes, una institucionalidad paralela. Se trata de potenciar hechos de vanguardia despersonalizados y orgánicos, sin sujetos permanentes, de construir núcleos de empuje hacia lo diverso. Se trata de instituir un conflicto interno permanente para evitar que la vanguardia sea el camino para una nueva conformidad.



Reducto innegociable y punto ecuménico: la perspectiva de la transformación (radical) de la sociedad

Nuestro objetivo debe ser el de profanar, con lenguajes ásperos y con acciones contundentes (con nuestro trabajo, nuestra creación y nuestra práctica) a todos los templos cerrados con el candado de la pacatería literaria, académica y política y alterar los mecanismos de la banalidad rústica o ennoblecida del espectáculo. Queremos establecer valores y una jerarquía de poder diferentes, y por lo tanto estamos obligados a cuestionar siempre axiomáticas fundamentales. De seguro, buena parte de nuestra tarea consistirá en descubrir los lenguajes adecuados para la expresión y creación de valores nuevos que sostengan un proyecto emancipador.

Tenemos que tener siempre presente que sólo los hombres y las mujeres intentan y (ocasionalmente) hacen lo que no pueden ni deben hacer. De este modo, con una gramática siempre a contramano y “fuera de la ley”, heréticamente, la humanidad cada tanto se salva y se redime en un instante pleno de futuros y encrucijadas.

Estas disrupciones han suministrado cierto basamento a las concepciones de algunos insurrectos e insurrectas y han justificado versiones heterodoxas y no infamantes de eso que generalmente se denomina progreso o utopía (en su versión no restaurativa, claro está).

Nosotros y nosotras, almas plenamente conscientes del vacío inconmensurable y de todas las carencias; nosotros y nosotras, cuerpos arrojados a un mundo tan opaco y tan poco maternal. Nosotros y nosotras, a pesar de tanto recular, no tenemos otra alternativa descartando a la muerte que seguir confiando en los buenos oficios de esas disrupciones y en la proyección de algunas señales sublimes que hemos visto en los suburbios. 

Somos fieles a la tentación del movimiento. No necesitamos del concurso del universo o el de alguna mezquina comunidad religiosa, literaria o política para dar el paso de la creación. Lejos de toda adoración y obediencia, la creación es parte de la adopción de un plan magnífico que consiste en no dejar la vida para más adelante.

Debemos comprometemos a producir palabras, imágenes y acciones que no muestren jardines donde hay cloacas o campos de batalla. Palabras, imágenes y acciones que den cuenta de la desdicha pero que intuyan algún horizonte, que traigan alguna noticia intranquila, que digan alguna palabra fundamental, que denuncien todo lo que deshumanice o celebre la deshumanización y todo lo que yugula la acción transformadora de las clases populares, que teoricen sin proponer ninguna teoría definitiva, que sean catalizadoras de la totalidad en el marco de las clases subalternas y oprimidas, y articuladoras de los momentos contrahegemónicos parciales, locales y mínimos con el momento contrahegemónico total.


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