Notas para una caracterización de la nueva generación
intelectual argentina .
(A diez años de la rebelión popular de 2001).
Introducción
“Conocer […] no es una mera composición de conceptos: es un acto vital,
un desgaste y, en consecuencia, un asunto peligroso, un acto organizativo”.
René Zavaleta
Mercado
La literatura sobre los intelectuales, sobre sus
funciones en la sociedad y la naturaleza de las mismas, sobre sus figuras, ritos
y modalidades de intervención a lo largo del tiempo es copiosa. Igualmente lo
es, ya que ha marchado en paralelo, la literatura referida tanto a la
hamletiana divergencia entre la inteligencia y la acción, como a la transición
de la voluntad a la praxis. En este trabajo retomamos esa senda literaria, que
ya es de por sí bastante dilatada, y tratamos de dar cuenta de algunos de sus
tradicionales tópicos a partir de una reflexión sobre los intelectuales en la Argentina de la última
década. Vale aclarar que, más allá de las referencias ocasionales a tradiciones
críticas y a herencias reconocidas, no asumimos en este trabajo el objetivo de
avanzar en una genealogía del quehacer intelectual. Una tarea de tal dimensión
demanda un oficio y una vocación de los que carecemos.
Por otra parte, creemos que las continuidades y
rutinas destacadas no alcanzan para opacar una realidad distinta caracterizada
por una crisis recóndita de las figuras del intelectual, una crisis que instala
la necesidad de repensar sitios, perfiles, roles y posibilidades. Por eso no
podemos dejar de coincidir con Nicolás Casullo (1944-2008), quien hace unos
pocos años sostenía: “Hoy que el intelectual navega entre ser sólo referencia
de un mercado cultural, vendido como el que piensa por usted, como autoayuda
que simplifica y aplana lo complejo, o reformulado como figura desprovista de
toda intensidad por la burocracia y la rutina académica donde ya no aspira a
otra cosa que a fichar un libro viejo o decir lo que todos ya suponen sin su ayuda,
hoy precisamente recobra sentido discutir, rastrear o actualizar su derrotero
político…”.[1] Cabe agregar que esta
crisis de las diversas figuras del intelectual tiende a manifestarse, por lo
general, en la omisión lisa y llana de la problemática misma.
Nuestra principal hipótesis es que subsisten, por lo menos,
componentes, rasgos –en fin, signos– en algunas praxis y sensibilidades que
permiten identificar una nueva generación intelectual en nuestro país; una
nueva generación intelectual radical, crítica, impregnada de una subjetividad
de la insubordinación, con vocación emancipatoria, es decir, una nueva
generación intelectual “militante”. Creemos que al calor del proceso histórico
de la última década se han ido delineando sujetos portadores de esta subjetividad
de la insubordinación, hombres y mujeres con la vocación de echar algo de luz
sobre lo todavía no pensado, con una renovada vocación para la praxis pero que
asumen emplazamientos nuevos para la misma. Nuevos y diferentes a los
tradicionales y característicos del “intelectual comprometido”, “de izquierda”
o “revolucionario”, más allá de los recursos y confines (y las poses y las
ceremonias) que de estas y otras figuras clásicas se retoman y se resignifican.
Por cierto, estamos hablando de una generación intelectual
“de izquierda”. Pero sucede que esta condición es vivida ahora con parámetros
originales, que en muchos aspectos difieren –y hasta rechazan– a los de las
anteriores generaciones de intelectuales de izquierda.
Sostenemos que la rebelión popular del 19 y el 20 de
diciembre de 2001, sin dejar de ser parcialmente un emergente de los procesos previos
de recomposición de las clases subalternas y oprimidas, fue básicamente punto
de partida o acontecimiento instituyente, en tanto productor de efectos, del
trayecto que puede conducir a la conformación de esa nueva generación (pero que
también podrá quedar trunco).
La nueva generación intelectual, claro está, dista de
haber coagulado y es una posibilidad que nunca lo haga, no tenemos la certeza
de que la misma devenga “decisiva” o, por lo menos, “precursora”. En sentido
estricto, la nueva generación intelectual argentina remite a un movimiento
dialéctico, abierto. Por lo tanto nuestro objeto carece de consistencia. Probablemente
este trabajo se la otorgue, aunque más no sea en un grado muy modesto y
primario. En fin, asumimos todos los riesgos y tratamos dar cuenta de un proceso
que posee momentos autogenerativos y héterogenerativos.
Al mismo tiempo queremos destacar el fuerte contraste
entre esta generación intelectual militante, hija dilecta del 19/20 de
diciembre de 2001, hecha desde abajo, y la denominada “generación militante del
Bicentenario” o la “generación de 2003” ,
la generación que supuestamente “recuperó la política”, una generación hecha
desde arriba o encandilada por el arriba. Si bien una porción de esta
generación supo reconocer en el 19/20 de diciembre un punto de inflexión, no
asumió la tarea de conservar –y militar– su potencia y su promesa, lo consideró
un momento inorgánico, de pura negatividad, ajeno a la “nueva política”.
Recurrimos a un concepto de generación con
inocultables resonancias que remiten a José Ortega y Gasset (1883-1955),
principalmente a sus concepciones sobre las generaciones plasmadas en El tema de nuestro tiempo,[2]
obra de 1923. Consideramos que el concepto orteguiano de generación, despojado
de sus componentes elitistas, puede resultar productivo. Entonces, el concepto de generación que
utilizamos en este trabajo no tiene que ver con un compromiso dinámico entre la
masa y el individuo o entre las minorías selectas y las muchedumbres. Se trata
de un concepto que remite a una variación colectiva de una sensibilidad vital,
a las filigranas comunes relacionadas con los proyectos invocados y las fuerzas
convocadas, a las pulsaciones de una potencia histórica, a un comportamiento
político-cultural, a una forma de intervenir en la realidad y, por último, a
una comunidad de repudio a un conjunto de presupuestos teórico-políticos.
En el mismo trazo orteguiano consideramos que la nueva
generación intelectual no siente la homogeneidad entre lo recibido y lo propio,
no es, precisamente, una generación que viene a congeniar. Por el contrario, la
nueva generación intelectual se caracteriza por su disposición supresora,
sustitutiva y beligerante; al decir de John Dewey, viene a perturbar, a
destruir rutinas y a socavar la satisfacción con lo que se tiene.[3]
Hacia el año 2007,
el citado Nicolás Casullo sostenía que a pesar de la “espontaneidad
insurreccional autogestora y autónoma que regó las calles de Buenos Aires” en
2001, se tornaba “difícil reconocer sus consecuencias políticas en el campo
intelectual”. Y agregaba que esos fervores insurgentes y radicalmente
transformadores se fueron disipando gradualmente, cediendo a los tradicionales posicionamientos
intelectuales republicanos/liberales y populistas/estatistas, dos “versiones”
que asumieron la centralidad en el debate intelectual y manifiestamente
alejadas “de los credos despertados, en aquella coyuntura, de una nueva política
desde moldes antitradicionales”.[4] Cada una de estas
versiones, amplias y tolerantes, se convirtió en marco de referencia de
opciones políticas que muchas veces son divergentes.[5] Vale agregar que la vieja
izquierda, la izquierda dogmática y unidimensional, no podía contener esos
fervores insurgentes y radicalmente transformadores, en buena medida porque
también iban en contra de ella.
Sin negar las
dificultades para identificar las consecuencias políticas de 2001 en el campo
intelectual, y reconociendo que los posicionamientos republicanos/liberales y
populistas/estatistas asumieron en los últimos años la centralidad en el debate
intelectual, este trabajo plantea que sí se pueden identificar las
consecuencias políticas de 2001 en el campo específicamente intelectual. Claro,
para eso hay que inquirir en espacios relativamente invisibilizados y
marginalizados que con enormes dificultades se abocaron a la tarea de prolongar
un movimiento de autonomía y lucha; en prácticas que frecuentemente no son
concebidas como intelectuales; en los sencillos reservorios de las praxis
contrahegemónicas. Nosotros creemos que estas consecuencias se ponen de
manifiesto en la nueva generación intelectual.
Vale aclarar que no
pretendemos determinar quién o quiénes forman parte de esta nueva generación
intelectual. Rechazamos las idealizaciones y la burocrática manía del tipólogo
nominador intransigente, que suele servir, básicamente, para excluir. Simplemente
consideramos que es posible constatar la realidad de gestos, praxis, ideas,
etc., con potencialidades disruptivas pero por ahora dispersas, serializadas. En
el mejor de los casos, puede que las caracterizaciones que ensayamos
contribuyan a delinear "tipos" al estilo weberiano. Tipos meramente
instrumentales, ni obcecados ni fetichizados. En caso de suceder tal
eventualidad, habrá que tener presente que los “tipos ideales”, al decir de Theodor
Adorno (1903-1969), son sólo recursos con los cuales aproximarse al objeto, en
sí mismos carecen de “sustancialidad” y son, además, “arbitrariamente remoldeables”.[6]
Los ejercicios de
asociación con figuras concretas, aunque lícitos, nos parecen escasamente
productivos; por otro lado consideramos que no resultará fácil encontrar
aquellas que de modo rotundo y en estado casi puro encarnen a la nueva
generación intelectual (tal como podría afirmarse del peruano José Carlos
Mariátegui [1894-1930] para la generación de los 20, o del argentino Rodolfo
Walsh [1926-1977] para la generación de los 60-70), entre otras cosas por el carácter
abierto del proceso histórico al que nos estamos refiriendo. Toda figura
intelectual que comparte características de la nueva generación presenta altas
dosis de contradicción, por una u otra cosa, más allá de los trayectos
académicos o militantes.
De todos modos nos
parece muy pertinente el intento de identificar el tipo de ámbito en donde esas
características son más perceptibles. Sin dudas, esas características
encuentran “ecosistemas” más propicios en colectivos de educación popular,
áreas de formación de los movimientos sociales,
bachilleratos populares, y en las diferentes instancias culturales,
sociales y políticas desarrolladas por las organizaciones populares.[7] Son éstos
los espacios en los que se está forjando una cultura más colectiva que
individual, más artesanal que profesional y más participativa que escénica. Son
éstos los pequeños universos rudos y libres donde mejor se articulan las
necesidades, el protagonismo y los saberes de las clases subalternas con las
visiones anticapitalistas e internacionalistas.
Retomamos aquí diversas escrituras. Por un lado, tal
como hicimos en nuestro trabajo El sueño
de una cosa. Introducción al poder popular[8]
respecto de la nueva nueva izquierda
o una izquierda por venir, en este trabajo proponemos una serie de elementos
para la caracterización de la nueva generación intelectual, considerando que su
nacimiento y desarrollo es paralelo a la primera. Por otro lado, pretendemos
seguir por la ancha avenida (decir camino sería inexacto) que propuso Omar Acha
en La nueva generación intelectual.
Incitaciones y ensayos.[9]
También nos parece pertinente dar cuenta de las
intervenciones que aparecen en el dossier titulado “Intelectuales e izquierda
en América Latina”, que fue publicado en Nuevo
Topo. Revista de Historia y Pensamiento Crítico (Nº 6, Prometeo, Buenos
Aires, septiembre/octubre de 2009), y en el cual figura el artículo de nuestra
autoría: “Notas para una caracterización de la nueva generación intelectual” que
ha servido de base de este trabajo. Los otros artículos del dossier son:
“Intelectuales en el ocaso de la ciudad letrada: Los albores de una nueva
generación crítica en América Latina”, de Omar Acha; “Sobre nuestra condición
intelectual (y sus anti-condiciones), de Ariel Petruccelli; “Hacia la superación
de una generación intelectual domesticada”, de Christian Castillo y Matías
Maiello; “La lengua del 2001” ,
de Eduardo Molinari; “Entrevista a Elías Palti”, por Bruno Fornillo;
“Intelectuales, movimiento obrero y lucha cultural: Entrevista a “Beto”
Pianelli, por Alejandro Belkin y Rosa Morena.
Por su parte, las conclusiones retoman y amplían un
artículo publicado en la revista Telar,
en el año 2007.[10] Aquí, además de
desarrollar algunos de sus asuntos, lo reescribimos y lo presentamos como “apuntes
para un manifiesto”, contrariando la tendencia que desde hace años insiste en
negarle un porvenir a este género tan vapuleado.
Finalmente debemos consignar que algunos fragmentos
del apartado “La apuesta por la política y la política como apuesta”, fueron
publicados en un artículo en la revista Herramienta
en el año 2011.[11]
Capítulo 1
Sobre los orígenes de
la nueva generación intelectual
“No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los
hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta,
dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento”.
José Carlos Mariátegui
Evocación del tiempo de la desmesura
En nuestro trabajo El
sueño de una cosa (introducción al poder popular), identificamos y
ensayamos unos pocos pasos en pos de la caracterización de una nueva izquierda (en
sentido estricto una nueva nueva
izquierda) o una izquierda por venir. La primera designación, aunque se inspiraba
en indicios concretos, sin dudas, puede parecer exagerada. La segunda, por la
carga desiderativa que pone en juego, puede resultar más exacta que la primera,
aunque indefectiblemente depende de ella. En efecto, sin el desarrollo de un
conjunto de experiencias y prácticas asociativas, comunitarias y autonómicas significativas
de las clases subalternas y oprimidas –experiencias y prácticas que adquirieron
visibilidad pública, que se convirtieron en potentes atractores sociales por
sus potencialidades contrahegemónicas y que se multiplicaron en los años 2001 y
2002– sería imposible pensar en el advenimiento de una nueva izquierda, incluso
sería difícil desearla y ver, en términos de Ernst Bloch (1885-1977), las
tendencias en las latencias.
Cabe aclarar, de todos modos, que antes de la
insurgencia hubo un proceso de maduración, una gestación silenciosa que
había arrancado unos años atrás. Del mismo modo que venían desde atrás una
serie de procesos que se irían desplegando y complementando en las últimas
décadas del siglo XX. Estos procesos se relacionan con las contradicciones generadas
por las políticas neoliberales: por el modelo de acumulación financiera, ajuste
estructural y endeudamiento del Estado; por la subordinación de la economía
argentina a los movimientos del capital global; por el incremento –por vía legal– de la explotación (flexibilización laboral) y la impunidad (leyes de
Punto Final y Obediencia Debida, los indultos a los represores y genocidas);
por la crisis social, la crisis política, etc.
Como una nueva izquierda sólo tiene razón de ser si
supera los saberes pétreos de la izquierda vieja y si contribuye a renovar las
identidades plebeyas, la tarea de identificación y caracterización de lo nuevo obliga
a una crítica del antiguo régimen emancipatorio, sin descuidar la crítica en
paralelo de los actuales mecanismos de sometimiento por efecto de dominación
ideológica y de acotamiento del ser crítico de los intelectuales, en particular
los menos evidentes, los que se ven expresados por el progresismo realmente
existente (en sus formatos reformistas y nacional-populistas).
Ahora bien, creemos que este proceso de gestación de
una nueva izquierda o una izquierda por venir tiene correlatos en el campo
intelectual. Se trata de planos inescindibles porque sus lógicas inherentes permiten
la proliferación de vasos comunicantes. En concreto, si hablamos de una nueva
izquierda, o una izquierda por venir, corresponde hablar también de una nueva generación
intelectual (y de la emergencia de un nuevo tipo de intelectual crítico).
No queremos exagerar las posibilidades de esta nueva
generación intelectual. Que las necesidades sean perentorias no garantiza la
inminencia y la operatividad de las respuestas. Además, consideramos que sólo
los intelectuales son capaces de autoasignarse funciones desmesuradas en los
procesos históricos. Muchos intelectuales, incluso los que se asumen como
marxistas o, en líneas generales, como revolucionarios, radicales,
antisistémicos, contrahegemónicos o, simplemente, “críticos”, siguen
considerando que las ideas revisten algún grado de extrañeza respecto de los
procesos del mundo social.
Nosotros no creemos que los intelectuales sean la
levadura de la historia; además consideramos que su auto-supervaloración (gesto
típico de la academia) deriva invariablemente en algún grado de domesticación. Ahora
bien, entendemos que afirmaciones de este tipo resultan insuficientes para justificar
una filiación a alguna forma del típico antiintelectualismo de intelectuales,
un menosprecio de la teoría, o para que se considere como negativa nuestra
valoración de la identidad intelectual.
Por el contrario, reconocemos la importancia política
de las prácticas teóricas y simbólicas y pretendemos señalar la posible (y muy necesaria)
contribución de una nueva generación intelectual a la conformación de una nueva
subjetividad política de izquierda. Más allá de la relevancia asignada al plano
de lo simbólico y subjetivo, no limitamos las funciones del intelectual a estas
categorías. Si asumimos como propósito básico del intelectual crítico la tarea
de desarrollar una praxis contrahegemónica, no podemos dejar de considerar como
posible (e igualmente necesaria) su contribución en aspectos organizacionales e
institucionales. Pero, claro está, hablamos en términos de “contribución”.
Los sucesos
que van del 19 y 20 de diciembre de 2001 al 26 de junio de 2002[12] y los procesos que expresaban,
de algún modo ofician de partida de nacimiento de la nueva izquierda y de la nueva generación intelectual; son sus momentos
constitutivos y sus puntos de referencia. Ese tiempo reflejó la crisis, no sólo
de un patrón de acumulación y de una forma de Estado, sino también de una
determinada manera de nombrar lo público y de una “cultura” política basada en
la despolitización de la sociedad, es decir, en el analfabetismo político, en
particular, de las clases subalternas. Un analfabetismo político que desde
finales de la dictadura militar y por la vía de la profesionalización, las
visiones consensualistas y la reivindicación de la neutralidad como locus de la ciencia y la autoridad,
también hacía estragos entre los intelectuales.
Al mismo tiempo, estos sucesos contrariaron de modos
diversos tanto al espacio de la acción política característico de la democracia
liberal-representativa como a la matriz populista que, clausurada en el plano
económico-social, subsistía (y subsiste) como superestructura, y también a la
matriz izquierdista tradicional, es decir, el “marxismo-leninismo” en todos sus
formatos dogmáticos y acríticos y, por lo tanto, sin sentido de
contemporaneidad.
No sólo venían a reinstalar la vocación de
intervención social de los intelectuales, sino que insinuaban una radical
transformación de los modos tradicionales de intervención. Porque la repolitización desatada permitió ir más allá
de la mera repetición de los itinerarios conocidos, más allá del canon
revolucionario en relación al cambio social, más allá de la reposición de las
identidades plebeyas en sus viejos formatos. En términos de Ana C. Dinnerstein:
“La revitalización de prácticas autónomas en la Argentina posterior a
diciembre de 2001 debe ser comprendida como un salto cualitativo de la política
de resistencia, es decir, como desafío, no sólo al capital y al Estado, sino a
las formas previas de resistencia, en tanto se habían convertido en un
obstáculo para la rebelión”.[13]
Esto resulta un factor primordial, dado que plantea una crisis del antiguo
régimen emancipatorio al tiempo que instituye rasgos del o de los regímenes
emancipatorios que están por venir. Por cierto, este factor, fue pasado por
alto tanto por la vieja izquierda como por el nacionalismo dizque popular (e
incluso “revolucionario”).
Indudablemente fueron los meses más intensos
de los últimos años y, probablemente, de las últimas décadas. Fueron seis meses
y 1.621 cortes de rutas, calles y puentes. Seis meses y cientos de asambleas en
los barrios de la Ciudad
de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires. Seis meses en los cuales se desarrolló
un proceso de estructuración de un movimiento de protesta a nivel nacional, con
organizaciones y activistas que, en líneas generales, respondían a
orientaciones políticas e ideológicas radicalizadas. Seis meses de exuberancia
plebeya y de una vitalidad que nos retrotraía a los tiempos previos al golpe
militar de 1976.
Un tiempo tan
dramático como pletórico de posibilidades a partir de la irrupción de las
clases subalternas y oprimidas y los espontáneos y masivos cuestionamientos a
los pilares de la dominación y de rechazo al poder estatal, sostenidos esta vez
en el despliegue de auspiciosos experimentos de autoorganización que instalaron
algunas coordenadas para pensar nuevos trayectos anticapitalistas, nuevos
caminos de democratización social y nuevos campos posibles para el ejercicio
del poder y para la transformación de las relaciones de dominación. Sin dudas,
ese tiempo prodigioso expresó un salto cualitativo en la lucha de clases. Por
todo esto, más allá de la contundencia de las cifras, la intensidad de aquellos
meses jamás podrá ser registrada cabalmente por las estadísticas.
El 19/20 de diciembre
de 2001 vino a instituir el fin de la última dictadura militar (1976-1983), es
decir: puso en evidencia la caducidad de algunos de sus efectos más depravados que
aún persistían.[14]
No sólo porque se superó el miedo y se trabaron los mecanismos que frente a él
reproducían las automáticas respuestas atomísticas y adaptativas, sino también
porque se generó un clima que convocaba al rechazo de los comportamientos no
solidarios y privatizadores y al cuestionamiento de las estructuras elitistas de
los signos más diversos, al tiempo que auspiciaba todo tipo de tendencia
asociativa y la recuperación de los
cuerpos y las calles como fundamento de la política. Diciembre de 2001, como
mayo de 1969 (Cordobazo), provocó una pérdida de sentido de las pautas
políticas precedentes, marcó su agotamiento como referentes orientadores. Pero
a diferencia del Cordobazo no hubo un segundo 19-20 de diciembre “clasista e
insurreccional” y se desbloqueó rápidamente el proyecto alternativo de
rearticulación del bloque dominante.
Se trató, por
cierto, de un tiempo excepcional y en muchos aspectos desmesurado, con una
sucesión de acontecimientos cuya fuerza simbólica tendía a rebasar los contenidos
que representaban, más allá de que las contradicciones sociales y políticas no
hayan arribado a la orilla del paroxismo de los extremos, más allá de que el
principio de oposición sólo haya operado en algunos de los fragmentos (frentes
de combates) de un escenario serializado. Precisamente en esos costados desmesurados
tal vez esté la clave del surgimiento de la nueva izquierda y de la nueva
generación intelectual; es decir, ambas pueden ser concebidas como el resultado
de algo que se salió de cauce y, aunque luego el proceso histórico retornó a la
matriz anterior, los signos lúcidos de una formidable productividad político-cultural
ya habían quedado expuestos. Un acto intersubjetivo originario, uno flamante y
distinto, había tenido lugar. Nuevamente fue posible identificar y enamorarse
de una realidad inmadura. El clima político-cultural de los años 90 –un clima que podría sintetizarse en la frase del
Eclesiastés: “Contemplé todo lo que pasa bajo el sol, y hallé que todo es vano”
(1,14)– comenzaba a cambiar
irrefrenablemente.
Ese tiempo, al decir de Raúl Cerdeiras, instituyó “una
experiencia a partir de la cual se volvió imperativa la pregunta olvidada: ¿qué
es la política?”,[15]
pregunta que en términos más específicos podría ser reformulada del modo
siguiente: ¿qué es una política emancipatoria, radical, legítimamente popular, de
izquierda? Estos interrogantes no podían dejar de conmocionar las prácticas
intelectuales. La esterilidad de lo viejo se tornó demasiado evidente y hasta
llegó a ser insoportable cuando se hizo ineludible el contraste con los esbozos
de lo que expresaba una inédita potencia emancipatoria. Este tiempo fugaz llegó
a instituir retazos de una praxis intelectual nueva que, por lo menos,
comenzaba a producir algunos insumos básicos para responder la pregunta de
Cerdeiras.
Los posicionamientos respecto de estos sucesos fueron
significativos y reveladores. Como suele ocurrir, una experiencia idéntica se
vivió con conciencias diversas. Mientras algunos sectores se horrorizaron por
el “desorden social” y se lamentaron por la inviabilidad de los fetiches de la
democracia representativa y electoralista; en fin, por la imposibilidad de un
capitalismo “blanco”: racional, previsible, moderadamente redistributivo y
soportable, otros, envilecidos por haber asumido la condición de repetidores y
por su manía clasificatoria, creyeron que se abría la posibilidad de
representar los viejos textos (o, en el mejor de los casos, de reescribir los
viejos manuales) y que –¡al fin!– había llegado la exacta circunstancia de la
eficacia histórica de “su subjetividad”, la anhelada hora de desempolvar las
antiguas y escasas herramientas para acaudillar una insurrección de masas en un
sentido revolucionario que no lograban caracterizar más allá del eslogan y el
recetario clásico, mientras insistían –con la agobiante ligereza de su
entendimiento inerte– en que el problema se reducía a un déficit de partido o
de vanguardia.
Se puso de manifiesto, una vez más, que uno de los
problemas más graves de la izquierda vieja es que no logra ser crítica de sí
misma y que no asume la tarea de revisar permanentemente sus propios fundamentos,
su subjetividad y su sensibilidad.[16]
El resultado está a la vista: después de fetichizar sus fracasos y justificar
sus carencias y cataclismos sólo le queda elaborar recetarios y discursos
ingenuos. La izquierda vieja habla una
lengua muerta, sin posibilidad de desarrollar capacidades expresivas. La izquierda
vieja no supera la teoría del reflejo y presenta al marxismo igual que los
teóricos burgueses, como un determinismo mecanicista, a veces recubierto de
vistosos encajes. Sus producciones aparecen siempre como el resultado de
pensamientos previos y no como el proceso de pensar; tienden a la
problematización de textos viejos y no a la textualización de problemas nuevos.
El grado de alienación de sus militantes no hace más que incrementarse. Una vez
institucionalizados, impregnados de la tradición cultural de sus
organizaciones, ciegos para los colores, sin la aptitud de distanciarse del
objeto (por eso es imposible una autocrítica sincera en una secta) terminan
normalizando las situaciones patológicas.
Pero también estuvieron aquellos y aquellas que vivenciaron
y vieron las instancias de autoorganización de base, los embriones de prácticas
contrahegemónicas, radicalmente democráticas y con proyecciones
anticapitalistas. Las vieron, no sólo porque venían entrenados para verlas,
sino porque muchos de ellos y ellas, además, venían desarrollando prácticas en
subsuelos y periferias. Prácticas que, de algún modo, eran “intelectuales” dado
que estaban filiadas a un conjunto de saberes y conceptualizaciones
absolutamente críticas y profanas como corresponde a una situación excéntrica.
Con más o menos desilusiones a cuestas, venían
congeniando con el suburbio. No llegaban
a ser el grueso de lo que usualmente se denomina como el “activismo”, es
cierto, pero desde mediados de la década del 90, en forma rudimentaria, con
formaciones político-intelectuales y reservorios de metáforas de los más
diversos y hasta estrafalarios, con acervos que no se pusieron al servicio de
la “línea correcta”, sino que se dispusieron para una negociación de las
diferencias y malos entendidos al interior de las clases subalternas y
oprimidas, comenzaron a usar y recrear un lenguaje común donde resonaban palabras
como: horizontalidad, autonomía, contrahegemonía, poder popular, entre otras
(un lenguaje que refería a una nueva cultura política).[17]
Comenzaron a pensar y actuar en ruptura con los modos del reformismo, el nacional-populismo
y la izquierda vieja, hastiados de la política de superestructuras, de la
representación (más que de la crisis de representación) y la delegación, de las
lógicas estrictas (que además son lógicas de lo mismo), de las respuestas
definitivas, del dirigismo, el sectarismo y el estatismo. Se pusieron a
trabajar para revertir el proceso de desintegración social, para unir lo
fragmentado, para contradecir la serialización y la electoralización de las
clases subalternas, las prácticas estatales del subsistencialismo, la
recolonización cultural[18]
y la promoción del analfabetismo político, los ejes mismos del proceso
histórico que se inauguró en diciembre de 1983 y los mismos fundamentos de la
democracia como función de la hegemonía de las clases dominantes y de la
sofocación de las clases subalternas. En síntesis, escrutaron el signo de los
tiempos y fundaron una discontinuidad.
Vale aclarar que, a la hora de identificar una nueva
generación intelectual, los fundamentos etarios no nos satisfacen. Esto puede
sonar a anatema, puesto que, en última instancia, la edad, que remite al
nacimiento en un determinado tiempo y a los influjos compartidos, suele ser un elemento
determinante cuando se identifica una
generación. Pero en este caso cuenta muy poco. La nueva generación intelectual
también presenta un elevado grado de heterogeneidad en este aspecto. Como
encrucijada histórica, diciembre de 2001 operó como punto de partida para
algunos, mientras que para otros fue el lugar del oportuno desvío. Lo
importante es que los colocó, a unos y a otros, en el mismo camino. El concepto
de generación va mucho más allá del conjunto de los coetáneos. Por cierto, el
término generación también remite al acto de engendrar.
Viejas y nuevas certezas
El proceso de emergencia y de desarrollo inicial de
una nueva generación intelectual suele ser tormentoso y confuso, sus delimitaciones
son por la negativa y el rechazo. La
nueva generación intelectual argentina no inició su proceso de formación
ordenadamente, los pensamientos que generaron el primer fermento estallaron y
se esparcieron. Sólo el proceso posterior trazó delimitaciones y fue agrupando
los fragmentos. La nueva generación intelectual nació como parte de una “generación
archipiélago”, y no fue ni es (por ahora) unánime la aspiración de convertirse
en una “generación continente”. Al momento de emerger contenía un conjunto de
tendencias, inquietudes e ideas de apariencia rupturista, pero carecía de
elementos estructurantes, con la excepción del elemento fluyente que las unía y
a la vez las separaba.
No fue raro entonces que en torno a la nueva
generación intelectual se conformara un campo de encuentro de todas las posiciones
ex-céntricas y se cobijara en él un conjunto de perspectivas desamparadas,
desquiciadas, algunas con potencial disruptivo otras no tanto. Desde el punk
barrial al perspectivismo escéptico de prosapia posmoderna y a las
combinaciones entre Friedrich Nietzsche (1844-1900) y el budismo Zen; desde el
neohippismo a la negación radical del mundo y la búsqueda del Nirvana con su
sueño sin ensueño; desde los que asumieron una recreación de la tradición
nacional-popular (en clave radical) y la reivención de una idea de Estado-nación
con referentes utópicos, éticos y políticos relacionados con el comunitarismo
de base, el socialismo “desde abajo” o el poder popular, hasta aquellos neo-anarquistas
(por cierto: reacios al objeto de reivención pero no a los referentes de la
misma, con los que se identificaban) y los minimalistas, cultores del
socialismo en un solo barrio que hacían una interpretación estrecha de la
consiga sesentista de Ernst Friedrich Schumacher (1911-1977): “small es beautiful”
(lo pequeño es hermoso).
Con el tiempo, las perspectivas con mayor potencial
desde nuestro punto de vista, se asimilaron a la médula de la nueva generación
intelectual y claro está, contribuyeron a perfilarla. Otras, de sustancia más
opaca y menos creyentes, encontraron un sitio (y una referencia) en el Estado,
en el mercado (que incluso ha desarrollado
outlets intelectuales para los productos más defectuosos) y también en la
academia. Instituciones que suelen funcionar como la Gruta de Trofonio, es decir,
le cambian el carácter a los que ingresan en ellas.[19]
Instituciones que además pueden desempeñarse como santuarios y también como
asilos para revolucionarios inválidos (resignados), burócratas y buscavidas de
toda laya.
Hoy podemos decir que, por lo general, todos aquellos
grupos que priorizaron “la diferencia”
por sobre las contradicciones de clase a la hora de encarar las luchas sociales
sustentaban concepciones ambiguas y perfectamente adaptables a posiciones
políticas moderadas, de este modo fueron presa fácil de estas instituciones. La
“fuga biopolítica”, las “conexiones rizomáticas” o el ejercicio del “derecho a
la metamorfosis” condujeron directamente a la función pública. Las “multitudes”,
por su parte, fueron aconsejadas en el sentido de intimar un poco más con el
Estado que repentinamente dejó de ser considerado una máquina despótica. La
lucha fue reemplazada por la gestión o la súplica.
La izquierda vieja sobrevaloró los elementos más
negativos, y condenó todo lo que no encajaba en sus moldes y no era traducible
a su lenguaje de museo, ultrajando el sentido de lo bello, lo justo y lo
popular. En una pésima interpretación de los signos, consideró que lo nuevo
emergente a nivel político e intelectual, no era más que el resultado de la
exageración de las señales de fermentos pasajeros. Ajustó la compleja realidad
a una categoría única a la que previamente empobreció y estereotipó:
autonomismo.
Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001
expresaron la crisis de las estructuras y los modos de hacer-pensar la política
en Argentina y la improductividad de todos los trayectos subordinados al
pensamiento político dominante. Pero la antesala de lo que aparecía como un
corte radical que podía iniciar un proceso de conformación de un nuevo bloque
histórico o un ciclo contrahegemónico, dio lugar a una restauración de las
viejas estructuras, modos y trayectos. La dirigencia política (e incluso la
corporativa) que en el marco del tiempo inmediatamente posterior al 19 y 20 de
diciembre optó por el ostracismo para salvaguardar la integridad física y el futuro
político, fue recuperando rápidamente el centro de la escena. Lugar que
política y discursivamente estaba vacío y que, a falta de nuevos contenidos, se
llenó del viejo. Se consolidaron las formas políticas que ya habían demostrado
su falta de afinidad con cualquier trayectoria emancipadora. Eso sí, debieron
recurrir a una nueva gobernabilidad y crear una nueva institucionalidad con el
objetivo de que el Estado succionara la potencia plebeya, es decir: debieron
intentar un proyecto hegemónico, erigirse en dirigentes y no ser sólo
dominantes.
La recomposición
vertiginosa del régimen político en Argentina puede verse como un ejemplo de la
flexibilidad de la democracia capitalista, de sus capacidades para apaciguar,
desviar, tergiversar, cooptar, fragmentar y anular las presiones ejercidas
desde abajo. La situación anterior volvió a
reposicionarse como estructurante simbólico. La izquierda –la de los partidos
pero también la “social”, la “independiente” y la “autónoma”– contribuyó. Sin
capacidad de ruptura, volvió a aferrarse a las reglas de juego que, de hecho,
nunca había cuestionado seriamente. Ya nadie o muy pocos, como en diciembre de
2001, se preguntan qué es la política. Todos lo dan por sentado: la política es
esto que conocemos: puesta en escena, virtualidad, mera existencia electoral,
participación obediente y el juego de los bufones de los “niños bien”, y no
puede ser otra cosa. Hemos cedido a las apariencias. Es difícil mantener la
fidelidad hacia el acontecimiento y además no sabemos cómo.
El advenimiento de lo radicalmente nuevo se retrasa.
Pero las causas subyacentes del 19-20 de diciembre de 2001 siguen operando. El
reconocimiento o la intuición de que existen fuerzas y contradicciones
sustanciales que siguen horadando los pilares del sistema, sumado a las
dificultades para construir las herramientas más adecuadas para estos
prolegómenos del proyecto popular, genera angustia en los militantes del campo
popular que mejor han procesado las experiencias de los últimos años.
Por cierto, a partir de 2003 y de la recomposición del
sistema a nivel material y de su comando político, a partir del despliegue de
un proyecto con vocación y recursos hegemónicos, el reformismo, el nacional-populismo
y la izquierda vieja retornaron, sosegados, al útero estéril y sórdido de las
viejas certezas. Los cobijados en el primero y el segundo se sintieron aliviados
por la rápida e impensada recomposición de unos fetiches que parecían más
exhaustos. Del alivio pasaron a la euforia al delinearse una impensada vía
progresista al país normal. Además se conformó un campo ecuménico del
progresismo realmente existente donde convergieron reformistas y nacional-populistas,
una circunstancia muy poco reiterada en nuestra historia. Incluso, se dieron el
lujo de integrar a algunos liberales. El campo ecuménico se conformó alrededor
del horizonte del “país normal”, de la “pax burguesa”, del “desarrollo” (que,
por lo general ha servido y sirve para falsear realidades periféricas y para
limar las aristas conflictivas) o del “realismo” en su sentido más mezquino:
adaptación lisa y llana a las relaciones de poder imperantes, gestión eficaz
del ciclo económico. Lo modesto del horizonte, el grado de sumisión que le es
inherente y el orden social inconsistente y el vaciamiento de la sociedad civil
que promueve, puso en evidencia los límites intelectuales y políticos del progresismo
realmente existente, en particular las simplificaciones y la oquedad del nacional-populismo,
su incapacidad, compartida con el reformismo y la izquierda vieja, de decir
algo nuevo y su manía repetitiva, su negligencia a la hora de hacer ajustes en
su política y en la posición doctrinaria que arrastran desde los 70. Hoy queda
claro que buena parte de sus manifestaciones pueden ser reabsorbidas y
neutralizadas por el régimen de dominación imperante.
Si la política es concebida como gestión del ciclo económico
toda idea termina siendo aleatoria y, sobre todo, se abandona la construcción
de momentos de autodeterminación. Sólo queda la contraposición de retóricas,
cada vez más vacías. La lucha de imaginarios caducos pretende reemplazar a la
lucha de clases concreta. Como los cultores del progresismo realmente existente
aún insisten en identificar al enemigo principal dejando de lado la conciencia
clasista, o poniéndola “entre paréntesis”, como subestiman la dominación al
poner el eje en la competencia de las elites económicas, políticas e
intelectuales o los “bloques de interés”, caen en un maniqueísmo de sumisión y
en un dualismo epistemológico que escinde al objeto real del formal. La
contradicción entre el país agrario y semicolonial y la nación moderna,
predominantemente industrial (y burguesa) dista de ser “principal”, es más,
dista de ser.
Por otro lado, su recompuesto electoralismo los convirtió
en seguros auspiciantes del mal menor pero en marcos cada vez más degradados. En fin, en el fondo todas las versiones del
progresismo, incluyendo el nacional-populismo, parten de la conformidad de la
época, buscan una síntesis burguesa feliz, cada vez más lejana, a medida que el
abismo social se ensancha, a medida que en la sociedad argentina la
infraestructura es cada vez más una superestructura.
El reformismo y el nacional-populismo confían en los
atajos de una razón dominante y vertical (exclusivamente estatal) a la hora de
crear lazos asociativos y de producir identificación comunitaria. No asumen que
la clave de lo nacional reside en una praxis articulatoria de las clases
subalternas, que la única “nacionalización” posible se hará por la vía de una
refundación y una reinvención “desde abajo” y que la autodeterminación nacional
más consistente es la que se basa en fundamentos anticapitalistas y en lazos
democráticos y horizontales. Pero el nacional-populismo tiene como fundamento
la negación de la asimetría en poder y derechos de las clases interiores del
nacionalismo popular, entonces como no puede ni podrá reinventar la idea de
Nación (y del Estado), insiste con una idea antigua que carece de entidad como
referente utópico y ético.
El reformismo y el nacional-populismo no piensan a la
nación a partir de sus posibilidades concretas de canalizar los deseos
emancipatorios de las clases subalternas y sus anhelos de autonomía e igualdad,
de autodeterminación y libertad. Esta dimensión de la Nación es insoslayable para
cualquier proyecto emancipador porque permite arraigarlo en una tradición
cultural y política, en una “escuela política de las clases populares” que
alude a los sentimientos profundos de las masas y a los hechos de conciencia,
o, dicho al modo gramsciano, a sus “núcleos de buen sentido” que son los que pueden
sostener efectivamente una política anticapitalista y socialista.
Vástagos de las políticas heterónomas, el reformismo y
el nacional-populismo ni siquiera apuestan a una convocatoria carismática
(estatal y vertical) como motor de la autodeterminación. La mayoría se conformó
con los Kirchner. Otros apuestan a las adaptaciones más depuradas del mismo
guión, sin el lastre del Partido Justicialista (PJ) pero absolutamente
desarraigadas. Los grupos identificados con el reformismo y el nacional-populismo,
que han hecho su experiencia de gobierno desde 2003 hasta ahora, se
caracterizaron por sus intervenciones desde lo alto, meticulosamente
desarticuladoras de la acción autónoma de las clases subalternas.
En fin, a partir del año 2003 el grueso de los
intelectuales argentinos, recompuso su idea de democracia sin riesgo, de baja
intensidad, porque, expresado con toda crudeza, su horizonte democrático no es
algo cualitativamente diferente a la posibilidad de negociar las condiciones
de explotación y conciliar las
contradicciones a través de reconciliaciones (y no, como propone la nueva
generación intelectual, a través de los cambios profundos en las condiciones
que las engendran). Con la crisis de 2008 (la denominada “crisis del campo”)
estas limitaciones se hicieron ostensibles cuando desecharon cualquier apertura
por izquierda e intervinieron con el fin de establecer una ligazón entre lo
destituyente y lo golpista.
La crisis de 2008 también resquebrajó, aunque no
deshizo del todo, el campo ecuménico liberal-reformista y liberal-populista.
Aquellos que Mario Toer denominó “exponentes del péndulo pequeño burgués”,[20]
los que nosotros llamamos teóricos de la pulcritud y los formalismos
institucionales, tomaron distancia y comenzaron un proceso de alineamiento con
la derecha más tradicional. Un caso bien representativo de este “péndulo
pequeño burgués” es el del historiador Luís Alberto Romero.[21]
Frente la fragilidad de las alternativas
contrahegemónicas, se delineó un escenario polarizado pero sin contradicciones
sustanciales. El reformismo y el nacional-populismo recurrieron entonces a un
politicismo que puede resultar eficaz para ciertas coyunturas pero que carece
de perspectiva estratégica a largo plazo. Sus intelectuales apelan al nivel
político-cultural de la contradicción pero prescinden (y lo escinden) del nivel
económico-social.
Por su parte
la izquierda vieja se aferró al manual leninista
(en todos sus formatos) y a las políticas heterónomas y piramidales. Volvió así
a sus plantillas clasificatorias y nominalistas y a la rigidez del dogma, que
había sido sacudido allá por 2001 y 2002. Para ellos la paradoja es el abismo,
sólo pueden manejarse en la aparente seguridad que ofrecen los marcos de un
pensamiento metafísico, hiperideológico. Siguieron intentando construir sobre
los cimientos gastados.
Sobre el “transformismo” y la “reivindicación de la política”
Así como el proceso histórico abierto en 2003 puede
ser analizado en la clave (gramsciana) de “revolución pasiva”, creemos que se
puede pensar la deriva de una franja importante de la intelectualidad argentina
a partir del concepto de “transformismo”. Por cierto, si tenemos en cuenta que
el pensamiento de Antonio Gramsci (1891-1937) constituye una totalidad
coherente, si nos atenemos al hecho de que sus categorías presentan un elevado
grado de articulación y que su uso fragmentado y mutilado suele conducir a la
justificación del orden establecido, se puede decir que es prácticamente obligatorio
hablar de transformismo si aplicamos la categoría de revolución pasiva, del
mismo modo que se torna necesario hablar de hegemonía, consenso activo, pasivo,
etc.
Las políticas de la contraofensiva neoliberal de las
décadas del 80 y el 90 fueron eficaces en la destrucción de las instancias de
contrahegemonía de las clases subalternas y oprimidas, pero, por sí mismas, no
sirvieron para que la clase dominante ejerciera la dirección moral e
intelectual sobre el conjunto de la sociedad. Se centraron en la generación de
un “consenso pasivo”: en la anti-política, en la apelación a valores negativos
y disociadores de toda comunidad (individualismo, competencia, consumo) y en el
consiguiente repliegue hacia el mundo de lo privado, en la serialización y
electoralización de las clases subalternas y oprimidas y en unos modos de
intervenir en las luchas de clases basados en los mecanismos propios del
mercado, en políticas monetarias y financieras.[22]
Como hemos visto, la crisis argentina de 2001 marcó el
fin de la contraofensiva neoliberal, lo que no significa que a partir de esa
instancia haya cesado la ofensiva del capital contra el trabajo, o que la
fracción financiera de la burguesía se halle en retroceso. Por el contrario,
corresponde decir que a partir de un alza en la lucha de clases esta ofensiva
asumió otros formatos y recurrió a otras articulaciones, diferentes a las
propuestas por la “disciplina del mercado”.
La crisis de 2001 puso en evidencia las limitaciones
de las estrategias neoliberales de dominación social, pero además tuvo como
contrapartida una experiencia de organización, movilización y politización de
la sociedad civil popular que excedía los marcos de la política institucional y
la democracia liberal y que afectaba directamente el alto grado de
institucionalización de los conflictos sociales (un rasgo característico de la
formación social argentina en los años 80 y 90), planteando así un rechazo
frontal al poder estatal. Los pilares de este proceso de organización,
movilización y politización de las clases subalternas y oprimidas fueron la
acción colectiva (y la recomposición de las identidades plebeyas en torno a la
misma), una marcada tendencia a la reapropiación del espacio público, formas de
democracia directa, horizontes antiimperialistas (antiglobalización neoliberal)
y anticapitalistas. De este modo, y más allá de que no llegaron a emerger
expresiones políticas que centralizaran y coordinaran a las diferentes
organizaciones y movimientos populares, se produjo una conmoción en el sistema
de dominación.
A partir de estas circunstancias, algunas fracciones
de las clases dominantes de Argentina comenzaron a trabajar en pos de ejercer
una dirección moral e intelectual como reaseguro de la reestructuración
capitalista y para dotar de legitimidad al proceso de acumulación. De este modo
asumieron la necesidad de rehabilitar un conjunto de dispositivos que otrora
habían resultado útiles para tal fin: un proyecto de reindustrialización, un
Estado con facetas benefactoras, sindicatos reformistas y organizaciones
políticas, en particular aquellas con expresiones “de masas”, composición
juvenil y referenciadas en identidades colectivas (principalmente
nacional-populares), y en una relativa orientación a la movilización.
Vale aclarar que
dicho proyecto de industrialización, en los hechos, se viene mostrando muy
limitado y, en aspectos sustanciales, no muy distinto del modelo industrial del
80 y los 90. Más allá de la retórica nacionalista, con el proceso abierto en 2002
se profundizó la extranjerización de la economía argentina. Hacia 2007 casi el
70% de las empresas más grandes del país estaba en manos de capitales
extranjeros.[23]
En forma paralela al proceso de
extranjerización, se despliega el de centralización. Un puñado de
empresas, en ocasiones incluso una o dos, concentran el grueso de la producción
en rubros que van de la siderurgia a la refinación de petróleo, de los
fertilizantes a los alimentos. En sentido similar podemos señalar que, más allá
de la retórica productivista, el ciclo del capital en Argentina requiere cada
vez más del capital financiero para su valorización. Por otra parte el
paradigma de desarrollo se basa en el crecimiento a partir de las exportaciones
de combustibles fósiles, derivados de la minería y, principalmente, los
productos y subproductos agropecuarios. Se consuma de esta manera un retorno al
modelo de desarrollo “hacia fuera”, característico del período previo a 1930.
Por su parte las facetas
benefactoras conviven con otras de sentido contrario. La devaluación de 2002
aumentó la competitividad y a partir de 2003 hizo posible un crecimiento a
tasas excepcionales, pero a instancias de una reducción de los costos en
dólares, en particular de los salarios de los trabajadores. No se ha revertido
la redistribución del ingreso en detrimento de los trabajadores y en beneficio
de las fracciones más concentradas y transnacionalizadas del capital. Si bien en el período de posconvertibilidad el desempleo
disminuyó considerablemente, el capital recurrió al trabajo precario como
estrategia para la desvalorización de la fuerza de trabajo (una alternativa a
la expansión del ejército de reserva). Al mismo tiempo, la productividad se
incrementó por encima de los salarios reales mientras la tasa de ganancia del
capital superó –con creces– a la de la década del noventa.
Por lo tanto podemos afirmar que el patrón de
acumulación de capital en tiempos del posneoliberalismo tiene como
precondiciones: 1) la precarización laboral, 2) la superexplotación del trabajo
y 3) el saqueo de los recursos naturales.
En relación al sindicalismo reformista, en sentido
estricto cabría hablar de una revitalización de las funciones
corporativo-reformistas de la vieja burocracia sindical, funciones
tradicionales pero que venían siendo relegadas por las estrictamente
empresariales (que en absoluto son abandonadas). Pero también hay que destacar
que la misma recomposición capitalista posneoliberal, al tiempo que relegaba a
los movimientos de desocupados, reinstalaba al sindicalismo como interlocutor
del Estado y de una franja de la clase trabajadora a partir de la
revitalización de sus funciones relacionadas con la negociación salarial.
Finalmente, las expresiones “de masas” presentan un
elevado grado de subordinación al Estado; en su gran mayoría han sido
creaciones directas del Estado y sus dirigentes revisten como funcionarios del
Estado. De este modo, muchas organizaciones populares han surgido como, o han
devenido en, apéndices del Estado, en instancias de mediación –sin autonomía y
sin poder decisorio significativo– para la aplicación de las políticas
públicas. En concreto, las expresiones de masas del kirchnerismo distan de ser
construcciones basadas en el protagonismo popular, la democracia de base y la lucha de masas. Su falta de iniciativa es
incurable. Están condenadas a labores subordinadas.
Las fracciones de las clases dominantes a las que
hacemos referencia están compuestas por algunos grandes grupos económicos de
capital nacional, pero sobre todo de capital extranjero, en particular del
sector manufacturero, pero también por grupos vinculados a la producción primaria
o el “mundo de los agronegocios”, y al sector financiero, y hasta por una
franja nada desdeñable del universo pymes. Se trata de grupos que se
beneficiaron directa o indirectamente de un proceso de concentración económica
y de centralización del capital y de una valorización diferencial. Grupos que
se dispusieron a explotar al máximo las ventajas comparativas asociadas a los
recursos naturales locales y a un nuevo contexto internacional. Grupos que
vieron recompuestas sus ganancias y que lograron apropiarse del excedente.
A partir de 2003 esas fracciones, incluyendo a un
sector neoreformista de la vieja elite política que había integrado el séquito
del neoliberalismo, asumieron el liderazgo de un proceso que tiene como meta
más preciada la obtención de una auténtica condición de “clases dirigentes”. Se
orientaron, entonces, a la construcción de un consenso “activo”, un tipo de
consenso basado en elementos de corte “positivo”: retórica nacional-popular,
políticas redistributivas, inclusivas y democráticas, y un conjunto de
referencias históricas y simbólicas que apelan a valores y sentimientos
populares genuinos y a una reconstrucción ética de la sociedad. Por lo
general, estos elementos, en el discurso oficial, siempre aparecen combinados
con las representaciones sociales que “demuestran” que las clases subalternas y
oprimidas no tienen intereses antagónicos con los de las clases dominantes. De este modo, comenzaron a desvanecerse las
potencialidades más disruptivas y contrahegemónicas de las anteriores experiencias de las clases subalternas y oprimidas y se reencauzó (desde
arriba) el proceso de politización popular.
Este proceso exhibió y sigue exhibiendo fuertes
conflictos internos que expresan básicamente la disconformidad de las
fracciones desmesuradamente beneficiadas por la valorización financiera
neoliberal, y de otras fracciones que consideran que sus posibilidades de
acumulación están siendo recortadas. Estas fracciones no consideran que el
lugar que ocupan en el marco de las nuevas relaciones de fuerza sea
“expectable”, por eso trabajan para modificarlas en su beneficio. Estas
fracciones están sumidas en el particularismo más obtuso, no pueden exceder los
círculos más duros de la sociedad civil burguesa a los que se han replegado y,
por ahora, no exhiben indicios de contar con más capacidad hegemónica que el
dueto: fracciones dominantes-elite política gubernamental, es decir el grupo
con aspiraciones –y recursos políticos e ideológicos– para erigirse en
dirigente.
En esa línea, algunas políticas del kirchnerismo
promovieron los equilibrios inestables y
una serie de compromisos. Las concesiones a los subalternos, tanto como la
absorción (parcial) de las demandas populares a través de una batería de
políticas públicas y la canalización institucional de los conflictos, volvieron a ser concebidas como un
fundamento de la hegemonía. Se apostó a algún grado de armonización de los
intereses de los grupos dominantes con los de las clases subalternas, a una
articulación de la reproducción ampliada del capital y la demanda social como
fórmula para estabilizar el poder.
De este modo, la burguesía no sólo recompuso los
fetiches que constituyen sus principales sustentos ideológicos, por ejemplo: la
idea de una clase “porosa”, “universal” y la de la compatibilidad entre el
capitalismo y las “mejoras sociales” o la “igualdad de oportunidades”; sino que
también comenzó a ampliar sus filas y expandir su espacio a través de la
absorción de “cuadros” de otras clases (incluso de cuadros de las clases
subalternas que habían tenido un rol importante en el auge de la auto-actividad
popular en el contexto de la crisis de 2001), mejorando notablemente la calidad
de sus dirigentes empresariales, sindicales, políticos, es decir, de sus
intelectuales.
Entre los intelectuales orgánicos del kirchnerismo no
sólo se destacan los empresarios y jerarcas sindicales identificados con el
modelo neodesarrollista; los políticos
profesionales, fríos, equilibrados, invariablemente oportunistas, acomodaticios
e ideológicamente disponibles; los cultores nostálgicos de un nacionalismo
popular desfasado, o de un nacionalismo popular superficial y consignista,
“políticamente correcto” y “vendible” (que a pesar de sus limitaciones
constituye un estadio más elevado respecto de la intelectualidad
neoliberal); sino que también podemos
identificar figuras políticas, sociales y culturales mucho más sólidas,
vinculadas a luchas y construcciones populares y con dignas historias de
crítica y resistencia al neoliberalismo.
En una especie de “revolución pasiva”, el kirchnerismo
supo descabezar y privar de instrumentos (o proto-instrumentos) de lucha
política a un conjunto de direcciones, hacia arriba, hacia los costados y,
sobre todo, hacia abajo, favoreciendo,
de este modo, un típico proceso de “transformismo”. De ahí la convivencia en el
espacio del kirchnerismo de cuadros provenientes de diferentes tradiciones e
historicidades: desde la derecha liberal a la izquierda revolucionaria, pasando
por todo el espectro peronista; desde el sindicalismo empresario y burocrático
hasta el sindicalismo combativo y democrático; desde los punteros barriales a
los dirigentes de movimientos sociales, de organizaciones de derechos humanos,
ex referentes piqueteros, etc. (El “campo ecuménico” del que hablábamos).
La situación es sumamente compleja para
las organizaciones y movimientos populares autónomos que persisten como no
hegemonizables por su negativa a integrarse
subordinada o imaginariamente al poder, por repeler la sumisión intelectual y
por su vocación contrahegemónica alimentada por una conciencia
antiimperialista y anticapitalista. Las mismas modalidades
del proceso de construcción hegemónica ponen en tensión a estos espacios,
inhiben el desarrollo de un pensamiento estratégico y una concepción del mundo
propia y contribuyen al desarrollo de
tendencias opuestas (negativas y coyunturales por igual en ambos polos) que van
del localismo y el corporativismo al institucionalismo y el electoralismo, de
un empirismo que rechaza a la teoría como momento autocrítico, al teoricismo
más abstracto y vacuo. Frente a esta realidad, por momentos avasallante, los
espacios contrahegemónicos corren el riesgo de devenir en sectas consumidas por
el internismo y la desconfianza y, por lo tanto, inoperantes, dirigistas,
vacías de mística y de motivadores subjetivos. Muchas veces estos espacios, con
el fin de subsistir y preservar su precaria unidad, se cierran a los debates políticos
estratégicos, pagando inevitablemente elevados costos por este silencio. De
esta manera se puede producir una situación que los puede conducir al
puritanismo político (el mejor certificado de admisión a un dogma o una secta),
pero también a la integración gradual al sistema. En ambos casos la
precondición es la inhibición del pensamiento independiente.
Todo proceso de construcción hegemónica, expansivo por
naturaleza, exige cierta vitalidad política, ideológica, cultural. En este tipo
de procesos, como en otros muchos órdenes, lo vivo se nutre siempre de lo que
le resulta extraño. En el caso de la experiencia del kirchnerismo, consideramos
que no se puede sostener que esa vitalidad sea una expresión de la voluntad de
transformación radical de la realidad. Por el contrario, creemos que expresa,
lisa y llanamente, una búsqueda por la primacía en el espacio hegemónico. Ese
objetivo, también lleva a la apropiación de formas culturales de las clases
subalternas y oprimidas con el fin de generar una ilusión o una fábula de
integración de las mismas, al tiempo que se las excluye de todo espacio de
poder significativo.
Por estas coordenadas discurre lo que suele ser
considerado como el nuevo “momento aluvional de la participación ciudadana”,
“la emergencia de la generación militante del Bicentenario” o, sencillamente,
la “reivindicación de la política” por parte del kirchnerismo. Al mismo tiempo,
estas coordenadas también han servido para que muchos intelectuales de
tradición progresista y muchos militantes populares sobrevaloren la esfera
estatal (un típico ejemplo de “estadolatría”), concibiendo al Estado como un
absoluto y como una especie de vanguardia de los cambios progresivos y a los
funcionarios como sujetos
independientes, prescindiendo del poder económico real y de la lucha de
clases real, planteando la escisión acrítica y fetichista entre lo político y
lo económico.[24] En relación a este tipo
de concepciones, Michel Löwy sostenía que “quienes creen planear ‘por encima’
de las luchas de clases son precisamente
aquellos que se convirtieron en los ideólogos de la clase más próxima a
su condición social: la pequeña burguesía…”.[25]
En efecto, algunas expresiones del kirchnerismo “militante” expresan cierto
filantropismo pequeñoburgués que entiende la política como gestión “desde
arriba” por el bienestar de los oprimidos y como lucha de aparatos para ocupar
ese “arriba”.
El rescate de la figura del “militante” no ha logrado
ocultar una realidad caracterizada por la continuidad, en los espacios
estratégicos de decisión política, de figuras menos épicas, bien típicas de los
años 80 y 90, tales como los operadores políticos y corporativos. La figura del
militante (una figura que reivindicamos) no sólo viene siendo bastardeada al
ser relegada a roles subalternos sino también –tal como hemos señalado– por su
carácter estatal y “remunerado”.
El proceso de repolitización impulsado por
kirchnerismo no sólo tiene como referencia la despolitización de la década del
90, sino también el sentido del incipiente proceso de politización popular de
carácter radical, creativo, no alienado y autodeterminante que tuvo sus
expresiones más visibles en 2001. El kirchnerismo no sólo vino a ofrecer una
respuesta a la despolitización
neoliberal, sino también a la posibilidad de una radicalización política
–en sentido emancipatorio– de las clases subalternas y oprimidas.
Nadie puede discutir y dejar de valorar la
progresividad y el carácter democrático de un conjunto de políticas impulsadas
desde el Estado a partir de 2003: los juicios a los genocidas de la última
dictadura militar, el traspaso de los fondos jubilatorios al Estado, la Asignación Universal
por Hijo y para Mujeres Embarazadas, Ley de Medios Audiovisuales, Ley de
Matrimonio Igualitario, etc. Pero tampoco se pueden dejar de señalar algunas de
sus limitaciones y contradicciones: por ejemplo, la política de derechos
humanos se ha centrado en la lucha por memoria, la verdad y la justicia
respecto de los crímenes de la dictadura militar (1976-1983) y ha logrado
notables avances. Pero poco y nada ha hecho en función de acabar con la
violencia sistemática que ejercen las fuerzas de seguridad (con la complicidad
del sistema judicial y los aparatos políticos) contra las clases subalternas,
particularmente en las periferias urbanas. En el caso del sistema previsional,
el hecho de que “más de 2/3 de los jubilados aún reciben ingresos por debajo de
la línea de pobreza” o que “el sistema mantiene los principales ingredientes
del régimen previo: aportes patronales reducidos, edad jubilatoria aumentada y
un concepto neoliberal de previsión social que asocia los aportes a un fondo de
inversiones y bajo el mismo esquema de gestión y financiamiento previo a su
privatización en 1993” , [26]
o que los recursos del ANSES se hayan destinado a financiar proyectos de
inversión de algunas terminales automotrices. También, en el caso de la
Asignación Universal por Hijo (más allá de que su impacto sobre los ingresos de
los sectores más oprimidos y explotados sea positivo), se conservan las
orientaciones de los programas neoliberales, identificando a los beneficiarios
como “pobres”, sin una universalización real y con un monto que queda a
criterio del Ejecutivo.
Ahora bien, de cara un proyecto emancipador de y para
las clases subalternas y oprimidas, es un grave error confiar en que las
políticas que han generado una mínima mejora podrán ser profundizadas sin
superar las restricciones estructurales que imponen el Estado capitalista,
ciertas formas de propiedad de los medios de producción y el marco de esta
coalición socio-política en el contexto de un proyecto que no se plantea un
antiimperialismo más o menos consecuente (es decir: acompañado de una praxis
económica y política que se le corresponda) y mucho menos la superación del
capitalismo. Es evidente que la participación en esta coalición, por más que se
asuma como crítica y herética, exige desde el vamos el abandono de toda
pretensión contrahegemónica. También nos parece desacertada la supervaloración
de estas políticas democráticas en función de la estrechez del horizonte
histórico para encandilarse con la esperanza de lo más próximo. Una situación
que expresa las limitaciones concretas de muchos espacios populares de
Argentina, privados de un proyecto alternativo, de una política de poder y de
autoconfianza.
Por todo lo señalado se puede deducir que esta
politización posee una naturaleza encorsetada y no contradice en lo sustancial
la heteronomía de las clases subalternas, a las que, por la vía de una
integración subordinada al Estado, se busca mantener al margen de todo proceso
de constitución en nuevos sujetos políticos contradictores de la hegemonía. Por
lo tanto, tal politización no está orientada a una modificación sustancial de
las relaciones sociales, de la formación económico-social o del Estado y gira
en torno a la “pequeña política”, una expresión de la eficacia de la “gran
política” puesta en marcha por el dueto fracciones dominantes-elite política
gubernamental, es decir el grupo con aspiraciones –y recursos políticos e
ideológicos– para erigirse en dirigente.
En este marco es imposible no decodificar la
afirmación oficial que plantea que
“no hay que cometer los mismos errores de la década
del 70” ,
en el sentido de que la tolerancia a la conflictividad, la participación de las
clases subalternas, etc., tienen un límite bien preciso: la no modificación de
las relaciones de poder en Argentina. No ha sido casual que tal afirmación haya
concitado elogios por parte de los comunicadores de la derecha y de los
sectores más conservadores y de los
opositores “fundamentalistas” al kirchnerismo.
Teoría y práctica de la prolongación del momento de la
política radical
La nueva generación intelectual y la nueva izquierda,
si bien se vieron obligadas a ubicar correctamente los sucesos insurgentes de
2001-2002, restituyendo los acontecimientos a la historia y favoreciendo una
mirada no extraviada por la desmesura del acontecimiento, asumieron que una
nueva radicalidad y una nueva subjetividad política había surgido en los
intersticios del sistema a partir de las luchas populares. Y que, a pesar de la
contramarcha, lo nuevo ya había sido gestado.
Podría
decirse entonces que un elemento compartido por la nueva generación intelectual
es la certeza de que, más allá del reflujo y el repliegue popular iniciado en
el año 2003, tuvo lugar, en los años previos, un proceso de acumulación de
capital político en sectores de las clases subalternas y en regiones de la
militancia popular. El punto compartido es, ni más ni menos, una certeza
respecto de un aprendizaje político significativo en las bases y en una parte
del activismo. Un punto de partida auspicioso que permite pensar en las
posibilidades de una política revolucionaria por fuera de los tiempos de las
crisis. Esta certeza se relaciona estrechamente con otra que, en los términos
de Itsván Mészáros, establece que “lo único que puede prolongar el momento de
la política radical es una autodeterminación radical de la política”. Dice
Mészáros: “la brecha abierta en tiempo de crisis no se puede dejar abierta para
siempre, y las medidas adoptadas para cerrarla, desde los primeros pasos en
adelante tienen su propia lógica y su impacto acumulativo en las intervenciones
subsiguientes. Más aun, tanto las estructuras socioeconómicas existentes como
su correspondiente marco de instituciones políticas tienden a actuar en contra
de las iniciativas radicales por su misma inercia en cuanto el peor momento de
la crisis es superado y con ello se hace posible sopesar de nuevo ‘el camino
más fácil’ […] Si se quiere que ese ‘momento’
no se vea disipado bajo el peso de las presiones económicas inmediatas, habrá
que encontrar la manera de extender su influencia bastante más allá del punto
culminante de la crisis misma (el punto culminante, o sea, cuando por lo
general la política radical tiende a hacer valer su efectividad)”.[27]
La nueva
generación intelectual sigue buscando denodadamente y con resultados dispares
la manera de extender su influencia
bastante más allá del punto culminante de la crisis misma. La nueva
generación intelectual asume el tiempo de la espera, no lo rechaza ni lo encara
como un suplicio, algo poco usual en las anteriores generaciones de
intelectuales revolucionarios que se veían a sí mismos como “precursores”,
“allanadores del camino”, “puntas de lanzas”, “arietes”, etc. De este modo, trata
de convertir el “tiempo efímero” en “espacios perdurables”, por la vía de la
construcción de instancias permanentes de poder popular, de locus contrahegemónicos.
Vale aclarar que el nacimiento de la nueva generación
intelectual estuvo signado por la acción y por la necesidad pura y descarnada
de los que accionaban. No estuvo condicionado por la certeza de atesorar una
verdad y de poseer un grado de consistencia (porque, en contra de lo
establecido por la ilusión ideológica, las ideas no nacen de otras ideas); estuvo
determinado por la necesidad de sobrevivir de algunas experiencias, por el
deseo de conservar una potencialidad política que apenas se había vislumbrado (pero
que por sí misma justificaba el esfuerzo)
y de realizar un balance profundo de una experiencia histórica fugaz pero
relevante por las tensiones profundas percibidas y las relaciones del mundo
material y social puestas en juego. También, por el afán de alcanzar la
estatura de una hipótesis humana. El punto de partida, por sí mismo, ya era
original. Sin encorsetamientos, sin una bitácora perfectamente diagramada, se
diferenció del tradicional punto de partida de la izquierda vieja.
Como la nueva generación intelectual, desde sus
comienzos, no se jactó de portar una verdad en materia emancipatoria y crítica,
porque no adoptó un objeto unificado y reglado en función de unas leyes de
validez universal y una teoría del mismo signo, los procesos de síntesis
teórico-política se hicieron más sencillos, reales y por lo tanto más
verdaderos. La síntesis se configuró como horizonte y no como punto de partida
programático. La síntesis ocurría o no en el terreno de la praxis, no en el de
los meros acuerdos santificados por las cúpulas, los aparatos, las
instituciones y las elites. Cuando ocurrió, surgieron retazos, elementos de un
nuevo tipo de subjetividad política. Una subjetividad hija de la conformación
alentada y espontánea de prácticas, hija, sobre todo, de la articulación de las
mismas, es decir: del trabajo tendiente a
conjurar a Babel (el solipsismo y la confusión). La nueva generación
intelectual, con algunos titubeos, se negó a establecer un principio general de
articulación. En efecto, rechazó las prácticas derivadas de las lógicas
estatales y mercantiles como prácticas articulatorias dominantes y asumió (no
impuso) el principio comunitario o societario.
El proceso continúa, aunque con las serias
limitaciones que en los últimos años le ha impuesto la nueva gobernabilidad,
pero son innegables los pequeños avances de una subjetividad política e
intelectual original, radical y crítica, no reglada por el Estado, sea por las
lógicas reformistas, nacional-populistas o de la izquierda vieja. La nueva
generación busca romper entonces con una vieja tradición: la de las
reciprocidades mutuas entre los intelectuales y el Estado, trata de pensar por
fuera del Estado, en tensión con el Estado, lo que no significa que esté negada
a las incursiones en este territorio, al que sabe ajeno y hostil. Pero la idea
de la incursión en territorio enemigo supone la idea de una territorialidad
propia, una base de operaciones y una retaguardia consolidadas. Y en esta
sabiduría va una de las cualidades que la tornan original y distinta. Evidentemente
la nueva generación intelectual es una generación al aire libre, desatada, dispuesta
a partir con la seguridad que le da el hecho de saber que no naufragará en
mares ajenos.
Insistimos con lo señalado al comienzo. Como ocurre al
hablar de nueva izquierda, con la nueva generación intelectual resulta
imposible deslindar los indicios concretos de los deseos de cara al futuro. Por
puro optimismo –que, en términos de Walter Benjamin (1892-1940), no es más que
pesimismo revolucionario y sana desconfianza respecto del rumbo de la historia–
usamos el presente, y porque intentamos ver tendencias en las latencias. Se
mezclan en nuestra caracterización datos de la realidad con especulaciones
respecto de desarrollos óptimos o con el simple deseo, se entrecruzan la descripción
y el análisis con la propuesta, la hipótesis con la apuesta. Vale aclarar que
en muchos casos la asignación de características específicas a la nueva
generación intelectual implica el riesgo de ocultar los conceptos específicos,
al otorgarle a un elemento embrionario el carácter de categoría. Por cierto (y
perdón por la metáfora organicista), es más fácil estudiar el organismo
desarrollado que la célula.
Capítulo 2
Algunas
características de la nueva generación intelectual
“La profesión del teórico crítico es la lucha, a la que pertenece su
pensamiento, y no el pensamiento como algo independiente o que se pueda separar
de la lucha”.
Max Horkheimer
Imitación de Anteo: comenzar, modestamente, por la
praxis
La nueva generación intelectual reivindica una
hermenéutica situada. En código heideggeriano, la hermenéutica no es ni arte de
interpretar ni la interpretación misma, sino la búsqueda por determinar la
esencia de la interpretación y las condiciones de la interpretación. Al mismo
tiempo es dar a conocer una “buena nueva”, anoticiar. El carácter situado
implica exponer el propio ethos (el
modo de vivir el ser, el modo de “estar ahí”) como punto de partida y prenda de
negociación; implica, al decir de Hans-Georg Gadamer: “admitir el compromiso
que de hecho opera en toda comprensión”, y reconocer que “la comprensión no es
nunca un comportamiento subjetivo respecto a un ‘objeto’ dado, sino que
pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende”.[28]
Abierta a la alteridad y al proyecto, la hermenéutica
que reivindica la nueva generación intelectual se diferencia de la hermenéutica
de la izquierda vieja que fue y es una hermenéutica con pretensiones de universalidad
y objetividad, cerrada y tozuda, reacia a dar cabida a otros textos; se
diferencia de la hermenéutica académica, cuyo eje suele ser la neutralidad
valorativa y, en el mejor de los casos,
una “ciencia” (por lo general la sociología o la economía) o una “filosofía”,
orientadas a la acción o al servicio; y también se diferencia del nihilismo
hermenéutico. La hermenéutica situada remite a la ortopraxia, las otras a la
ortodoxia o al relativismo extremo. La hermenéutica situada, inspirada en la
acción y en la vivencia como puntos de partida epistemológicos, busca ejercer
una crítica de la ciencia o la filosofía.[29]
Como veremos, el sitio concreto de la hermenéutica que
asume la nueva generación intelectual –es decir: su modo de estar situada en la
existencia, su punto de partida factual y el horizonte de proyección de su
poder ser o, en términos de Enrique Dussel, “el kairos intransferible de su existir”–,[30]
se erige en campo que resiste y se opone a los lugares asignados por las
industrias culturales (el mercado). El mercado “sitúa” a los intelectuales
según sus conveniencias y necesidades, operación sin dudas autoritaria, aunque
invariablemente presentada bajo el signo del pluralismo.
Si la izquierda por venir asume un modelo de construcción
político-social que, además de distinguirse por la combinación de acumulación y
multiplicación, se caracteriza por el arraigo territorial (y el afán de
construir nuevas territorialidades), la nueva generación intelectual adopta y
adapta un modelo análogo. Lo común, lo que se desempeña como eje articulador
del espectro multiforme que constituye la nueva generación intelectual, es la
vocación por desarrollar una intervención que, si bien está en función de una
competencia “intelectual” o de un “saber contraexperto”, excede con creces esta
competencia y este saber, dado que está en relación orgánica (y dialéctica) con
“un colectivo”, una organización popular, un movimiento social, una praxis de
las clases subalternas, etc.
Lo que por lo general busca ese tipo de intervención
es construir un espacio de oposición empírica (del pensamiento, de la
filosofía, del arte) a la cultura y la sociedad burguesas. La misma va
delineando lo que Boaventura de Sousa Santos denomina una “epistemología del
sur” que, según el punto de vista de este autor, “reclama nuevos procesos de producción
y de valoración de conocimientos científicos y no científicos y de nuevas
relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de
las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas
desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y el
colonialismo”.[31]
La nueva generación intelectual reconoce como
situación hermenéutica privilegiada a las praxis contrahegemónicas desarrolladas
por las clases subalternas. Praxis democráticas, autodeterminantes,
autogestivas, opuestas al lazo social generado por el capital y refractarias a
la “atmósfera” que el capital deposita entre los seres humanos. Praxis vinculadas
a la cotidianidad y que por lo tanto acontecen en los intersticios, por eso el ser
orgánico de la nueva generación es un ser intersticial. De este modo, la
crítica no se escinde de la vivencia directa de una dialecticidad. El punto de
partida factual no se divorcia de los horizontes que proyecta el poder ser. Se
generan así ámbitos propicios para la fusión entre arte, pensamiento, política
y vida, y afloran los espacios en donde militar la propia obra.
La nueva generación intelectual, entonces, asume proposiciones y perspectivas “desde abajo”, lo que funda su “interioridad” y su predisposición a seguir de cerca la dinámica de los procesos históricos. Esa interioridad, si bien puede ser considerada como fuente de legitimidad de las intervenciones intelectuales frente a las intervenciones “científicas” y “exteriores”, no niega los ejercicios de mediación, los asume y los reflexiona sin tacharlos, tratando de que no alimenten ninguna “experticia” (si el intelectual se convierte en experto, termina de alguna manera funcional al poder). El intelectual de la nueva generación reconoce que está ejerciendo una función mediadora entre unos sentimientos espontáneos, unas prácticas y una sabiduría práctica ancestral por un lado y unos saberes teóricos por el otro. Aunque simplemente oriente sus esfuerzos a “deducir” los saberes teóricos (o la “conciencia teorética”) de las mismas prácticas y de la sabiduría práctica ancestral, la deducción no deja de ser una práctica mediadora. Si la hermenéutica es situada, la mediación y la “traducción” también lo son.
El intelectual de la nueva generación es consciente de que sus saberes se ponen en juego en una construcción teórico-práctica colectiva que le impone la redefinición de categorías e incluso de los objetivos. Pero nunca abjura de sus saberes. La nueva generación intelectual no elude la pregunta por la socialización del conocimiento colectivamente generado a través portadores individuales. La clave está en su capacidad de entender la dimensión social del trabajo individual y explicitarlo y valorarlo en tanto tal. De esta manera se promueven formas de articulación de dos dimensiones, la de los saberes específicos y las decisiones colectivas.
La hermenéutica situada implica siempre una mediación
aunque se piense en situación, aunque se reconozca una parcialidad y una
subjetividad. Así, una posición que dista del antiintelectualismo se combina
con las predisposiciones antivanguardistas. Exactamente al revés de lo que
ocurría con la generación militante de los 60-70, en la cual, por lo general,
primaba el binomio antiintelectualismo-vanguardismo.
De todos modos, la nueva generación intelectual aspira
a interioridades más excitantes (aunque probablemente imposibles por un tiempo)
mientras sospecha que la función mediadora, en este contexto, no está tan mal.
Sobre todo cuando se impone el contraste con los riesgos de caer en el delirio
narcisista absoluto de algunas organizaciones de la izquierda vieja, que
siguiendo a György Lukács (1885-1971) se asumen como la “expresión” del punto
de vista de la clase obrera y se arrogan su punto de vista sin preocuparse por
“situarse” en él. La nueva generación intelectual se aleja de un emplazamiento
tan soberbio e idealista. No exagera ni se autoengaña respecto de los alcances
de su punto de vista, tampoco usurpa representaciones, simplemente asume y vive
el lugar “desde” donde piensa (lo general) para situarse efectivamente en él, y
lo vive con naturalidad, sin la angustia de lo que Horacio González denominó
una “conciencia individual que asume la pesarosa y solitaria tarea de encarnar
un tesoro perdido en el pliegue interior de la conciencia colectiva”.[32]
González ve un ejemplo de este tipo de posicionamiento –al que considera derivación
de lo que denomina un “positivismo romantizado”– en Raúl Scalabrini Ortiz
(1898-1959), posiblemente la figura intelectual más emblemática del
nacionalismo popular argentino del siglo XX.
La nueva generación intelectual piensa desde la
situación descolocada de la clase, pero lejos de todo emplazamiento
individualista, sin imperativos sacrificiales y sin la sensiblería casi lacrimógena
de los que se asumen como desamparados u olvidados (y de los que se dedican a
identificar olvidos y desamparos retrospectivamente), básicamente porque no son
reconocidos “oficialmente”. El signo de la nueva generación intelectual es la
crudeza, la franqueza gozosa y feroz.
Una hermenéutica situada no se escuda ni en la idea de
un “saber objetivo” ni en los “hechos”. Como enseña el feminismo radical, se
trata de asumir y militar nuestras parcialidades subalternas. La nueva
generación intelectual no niega, no encubre su perspectiva específica. Reconoce
que los saberes objetivados son esencialistas, europeístas, androcéntricos,
etc., y por ende suelen portar una enorme carga opresiva. Su perspectiva,
además, remite a criterios de parcialidad que son criterios de identidad. Por
otra parte, la objetividad no deja de ser un perspectivismo limitado. Así, la
nueva generación intelectual asume que conocimiento y acción no se pueden
pensar fuera de una acción práctica. Esto es, hacer del conjunto de los saberes
objetos contundentes, cascotazos perturbadores. Todo fijismo es signo de
conformismo.
La acción práctica es el medio para aprehender la
realidad, una realidad que a los intelectuales que “comprenden” sin actuar les
ha sido sustraída por la razón burguesa. Retomando algunos planteos de Pier
Paolo Pasolini (1922-1975) agregamos que la acción práctica permite además
derribar los obstáculos que su educación y su mundo le imponen al intelectual.[33]
La actividad práctico-subjetiva se introduce en una relación y la construye. Lo
material no es anterior a la acción, lo “objetivo” tampoco. Las condiciones
para una teoría fecunda sólo pueden ser provistas por una praxis intensa y
variada, por el diálogo de muchas praxis.
Para la nueva generación intelectual la reflexión
teórica debe permanecer en estado de insatisfacción, o en todo caso, puede
aspirar a las satisfacciones efímeras. La reflexión teórica debe hacerse al
paso de la experiencia popular en Nuestra América; éste es el único camino para
desarrollar una escuela socialista
crítica y humanista. Como decía Louis Althusser, se trata de no creer en un
voluntarismo de la historia sino en confiar en la lucidez de la inteligencia y
la primacía de los elementos populares sobre la inteligencia. Al asumir un
sitio modesto y enraizado en la propia cultura, la inteligencia estará en
condiciones para seguir a los movimientos populares. El intelectual aprenderá a
compartir y a dialogar. Pero –y siguiendo el razonamiento de Althusser– la
modestia de la función, la negación de la inteligencia como “instancia suprema”
no libera al intelectual de sus responsabilidades, al contrario, las incrementa
porque se ha convertido en parte orgánica de un colectivo y debe velar para que
éste no reitere caminos trillados y para que se dé formas de organización
políticamente eficaces.[34]
Su función excede así la mera contribución al desarrollo y/o sistematización de
lo que Gramsci llamaba los “núcleos de buen sentido” de las clases subalternas;
su función se ubica en un lugar de mayor responsabilidad que la generada por la
“celebración” de las luchas de los “de abajo”, o los afanes estetizadores de
las luchas y construcciones de las organizaciones populares y los movimientos
sociales.
En este sentido, también se puede decir que los
intelectuales de la nueva generación no asumen el rol de “traductores” entre
subalternos y pequeño-burgueses (aunque, en ocasiones puntuales, lo terminen
ejerciendo en los hechos)[35].
Esta función del “sociólogo intérprete” ha sido reivindicada, entre otros, por
el actual vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, pero presenta
algunas limitaciones al reproducir, bajo nuevas formas, los modos de
intervención que no cuestionan la condición externa, exaltan la “experticia” y
defienden las interioridades débiles. El intelectual “experto” cree poseer
conciencia de los problemas globales de la sociedad, pero ignora absolutamente
las vivencias concretas de esos problemas por parte de las clases subalternas y
oprimidas; su saber, más que contribuir a politizarlas, tiende a reproducir la
escisión entre dirigentes y dirigidos. En fin, el sociólogo intérprete no está
muy lejos de ejercer lo que Silvia Rivera Cusicanqui denomina el “colonialismo
interno” y otras formas del complejo de superioridad de los intelectuales de clase
media.[36]
Más que ensayar teorías generales, la nueva generación
intelectual tiende a construir instancias de pensamiento crítico, trabaja para
que se multipliquen y favorece los procesos de articulación. Articulación entre
instancias de pensamiento crítico, pero sobre todo articulación de éstas con
las instancias de poder popular. Así, conectando prácticas contrahegemónicas a
través de representaciones, la nueva generación intelectual rechaza toda forma
de saber cosificado y ensancha los horizontes del pensamiento y la acción.
La nueva generación intelectual, a diferencia de otras
generaciones de intelectuales radicales, como la del 20 y el 60-70 (sobre todo
en Nuestra América), no niega la contradicción que estableció la Ilustración , reconoce
que ésta indefectiblemente se le impone al intelectual. Pero trabaja conscientemente
para resolverla a favor del componente democrático y libertario. Sabe que el
componente paternalista-elitista (concebido como “función” o como “sentido”) y toda idea de
liberación desde lo alto, dadas sus afinidades con la sociedad burguesa, asechan
infatigables tras las más diversas máscaras: desde el marxismo “duro” hasta el tandem Friedrich
Nietzsche-Gilles Deleuze (1925-1995).
Sobre los modos
de ser orgánicos: revolución y autoemancipación
Existe una distancia estructural inherente a la propia
condición del intelectual que inhibe los roles militantes más activos y la
afectividad para con las clases subalternas. Los procesos históricos pueden
contribuir a ensanchar o achicar esa distancia. Resulta evidente que desde el
fin de la dictadura militar en Argentina
ocurrió lo primero.
La nueva generación intelectual impulsa las relaciones
constitutivas con las resistencias y las luchas de los de abajo, apuesta al
trabajo paciente y arduo de promover en el pueblo el sentido de su dignidad y
su responsabilidad autónoma, mientras –al decir de Paul Eluard (1895-1952)–
aprende sus cantos de rebeldía. Promueve así la politización del hambre, es
decir, la antropofagia. Ella misma se va convirtiendo en una generación
antropofágica.
La nueva generación intelectual rechaza las más
variadas formas del instrumentalismo y el sustitucionismo que suelen ir
acompañadas de una alta cuota de individualismo y el hedonismo que conspira contra
el desarrollo de una perspectiva política en las clases subalternas. Trata de
responder a la dialéctica planteada entre los requerimientos de un proyecto
popular, revolucionario y el desarrollo teórico y creativo de sus competencias
particulares. De algún modo, el intelectual de la nueva generación prefigura en
pequeña escala una función del Estado nacional popular democrático: es un
potenciador de las instancias de autogestión, de autoorganización y de
participación directa en el poder por parte de las clases subalternas
(instancias de poder popular), un facilitador, nunca un tutor. En un mundo
fragmentado y dominado por la lógica del espectáculo, no se limita a apuntalar
la ilusión de comunidad en un plano general y abstracto, no le rinde culto –individualmente
o como miembro de una elite político-intelectual– a un colectivismo sublimado,
sino que busca aportar al proceso de construcción de una comunidad concreta y
al desarrollo de una conciencia social orientada a la construcción de formas
orgánicas de participación. He aquí un aspecto nodal: el intelectual de la
nueva generación trabaja en la construcción de espacios negativos y autónomos y
es un creador permanente de formas de acción reflexivas.
Esta posición se traduce en un cuestionamiento a las
jerarquías en las prácticas intelectuales; por otro lado, sus aspiraciones
comunitarias resultan poco afines con los liderazgos intelectuales típicos de
la izquierda.[37] En esto también es
marcado el contraste con la izquierda vieja y la academia que producen
intelectuales que, entre otras limitaciones y patetismos, suelen poner gran
énfasis en la palabra “yo”. El egocentrismo, el pedantismo, el autobiografismo
patético, afectan la capacidad cooperativa o la limitan a un pequeño grupo que
deviene secta extasiada en la adoración de su propia insignificancia.
Frente a las proyecciones narcisistas la nueva
generación intelectual propone una sentimentalidad igualitaria o de base. Del
mismo modo rechaza el dandysmo intelectual y todo criterio de excelencia derivado
de especialidades limitadas y confinadas a torres de marfil. La nueva
generación intelectual se perfila reacia al individualismo, liviana, sin las
presiones del mago mayéutico o las de los refutadores de leyendas y los
policías de mitos y númenes que carecen de todo sentido del simbolismo y de
todo sentimiento de lo “sagrado”.[38]
La nueva generación intelectual va delineando un sesgo absolutamente ajeno, tanto
a los compartimientos y escaques rígidos del saber institucionalizado como a
las tramas irónicas, o mejor dicho, facciosamente irónicas, puesto que se
ejercen desde un racionalismo blindado, estático y deshumanizador, despojado de
todo utopismo, siempre amargado y burgués.
La nueva generación intelectual plantea la necesidad
de la reducción de la división del trabajo, la igualación de los niveles de
información, la socialización de las condiciones de producción de los saberes y
la modificación de las estructuras jerárquicas, en el plano macro y micro, al
nivel de la sociedad y del colectivo del que forma parte. Por supuesto, hace
extensiva esta orientación a los espacios más específicamente intelectuales.
Esta práctica suele ir en contra de la condición de la gran mayoría de los
intelectuales que se consideran progresistas o de izquierda, que pueden llegar
a asumir las necesidades señaladas como proyecto a futuro, pero que se resisten
a aplicarla especialmente en los espacios intelectuales de los que forman
parte, dado que esto los obligaría a desestructurar estos espacios, a modificar
sus lógicas jerárquicas, lo que significaría abjurar de ciertos roles y privilegios.
A contrapelo de la generación de la posdictadura, la
nueva generación intelectual vuelve a poner el énfasis en la acción y en la
producción de un tipo de conocimiento que no desecha ninguna facultad de la
vida (no le alcanza con la acotada razón), lo que la obliga a repensar el mito
y a abjurar de la carga –absurdamente peyorativa– asignada a la noción de
invención. Resulta imposible negar hoy que la supuesta verdad (y “modernidad”) con
la que los intelectuales refutadores de leyendas se enfrentan al mito termina
acomodándose sin mayor tensión a los intereses de las clases dominantes y el
imperialismo. Y queda en evidencia el carácter reaccionario y desencantado (y
no precisamente crítico) de todos aquellos que ejercen la ironía contra los
revolucionarios derrotados. Esa ironía, que no se ejerce del mismo modo contra
la opresión o la brutalidad, puede verse como expresión de una de las actitudes
típicas de los intelectuales en las últimas décadas: el distanciamiento. Al
mismo tiempo, pone en evidencia toda una concepción respecto de las clases
subalternas y oprimidas: sólo se ve el costado negativo derivado de la
condición de dominados y explotados: la miseria, el sufrimiento; sólo se ve la
pasividad y la ingenuidad popular, ergo, se considera a las clases subalternas
como materia pasiva y en disponibilidad, a la espera de ser fecundadas por un
espíritu activo o por el “rayo del pensamiento”.
La nueva generación intelectual también se vislumbra
como una generación reacia al sectarismo, porque defiende la convivencia de
vías alternativas. A diferencia de las sectas intelectuales, no ideologiza las
divergencias menores. En las antípodas de la academia, la nueva generación
intelectual no concibe la amistad como la etapa superior del intercambio de
favores. Se aleja de la frivolidad de los mecenazgos y de los procesos de
burocratización.
La nueva generación intelectual no cede a las
coartadas compensatorias; rechaza la prebenda, el camino de la consagración
individual y no aspira al reconocimiento oficial que se expresa de diversos
modos (entre otros en la cesión de espacios para su producción y su opinión) y
en ámbitos diversos (Estado, mercado o “industrias culturales”, academia y
todos sus derivados). No asume el rol del colaborador crítico –y siempre a la
espera de la futura radicalización– de los procesos conducidos por el
reformismo o el nacional-populismo. No cede a la tentación platónica del
gobierno (o por lo menos el cogobierno) de los filósofos, a la impostura del
talento individual, a la antología del lugar común y a otras formas de suicidio
moral. Se diferencia de los intelectuales cretinos que se desempeñan en los
grandes medios de comunicación o en la función pública pero con una sobreactuada
mueca de fastidio. El problema es que las morisquetas jamás podrán alcanzar la
estatura de una función crítica.
La nueva generación intelectual rechaza el populismo
de esa rara especie de intelectuales caudillos-mercachifles (los “divulgadores”)
que buscan los “formatos sencillos” para “llegar al pueblo”, “para que el
pueblo entienda” (y para que las capas medias semiilustradas compren sus libros
y sus revistas en los que apilan lugares comunes). Ocurre que muchas veces el
“formato sencillo” no es más que el lenguaje de una escuela política innoble,
el lenguaje del dominador, que, como es de suponer, suele ser poco apto como
despertador de conciencias. Para Antonio Gramsci (1891-1937) “ser fáciles” podía
obligar a desnaturalizar y empobrecer una discusión referida a conceptos
importantes. Y aclaraba: “Hacer eso no es ser fáciles: es ser tramposos, […].
Un concepto difícil en sí mismo no puede dar en fácil por la expresión sin
convertirse sin convertirse en torpe caricatura….”.[39] Por su parte Ernesto Che Guevara (1928-1967),
decía que lo que “entiende todo el mundo” era, en realidad, lo que entendían los
funcionarios, los burócratas. Glauber Rocha (1938-1981) planteaba que aun
estando enfermo, hambriento y analfabeto el pueblo es complejo. La nueva
generación trata de dar cuenta de esa complejidad, trata de preservar la
experiencia popular de los artefactos que la decodifican en claves que favorecen a las industrias culturales y a
los burócratas.
El nuevo intelectual radical no pretende ser un
proveedor de racionalidad, de línea correcta, el redactor de programas, el
elaborador de consignas. Abjura de todo magisterio y de todo rol pedagógico. Tampoco
cae en los ideologemas idealistas del tipo “cambiar al mundo con monografías
radicalizadas” o disertando sobre la obra de Jean Paul Sartre (1905-1980) o
Michel Foucault (1926-1984) por la
TV estatal. La nueva generación intelectual, si bien se asume
como una generación militante, no busca reproducir la figura del intelectual
“comprometido” de los años 60 y 70.
Asimismo tiende a anular el papel mesiánico del
intelectual. Quiere ser parte de un colectivo variopinto, un arco iris, no
sentirse propietario de lo que investiga, escribe, dibuja, pinta, canta, etc. Rechazando
los modelos preconcebidos, el intelectual de la nueva generación pretende
instituirse y construirse en el marco de un colectivo que se instituye y se
construye a sí mismo. Asume, de esta manera, un puesto en la construcción
colectiva de un gran relato del proceso popular. No es casual que en los
últimos años muchos grupos, emprendimientos y proyectos que contienen a
intelectuales de la nueva generación, se hayan autodenominado “colectivos”.
Rige la sentencia del poeta Lautremont (Isidore Lucien Ducasse, 1846-1870): “La
poesía debe ser hecha por todos, no por uno solo”. La nueva generación
intelectual promueve el desarrollo de tejidos asociativos, construye comunidad
y trata de vivir los valores del futuro en el presente de sus construcciones. De
este modo ejerce la crítica más allá de las palabras y las ideas, su crítica
incluye una praxis. De este modo, la nueva generación intelectual se va
perfilando como la antitesis de una comunidad “espectral”.
En este sentido, y al igual que la nueva-nueva
izquierda o la izquierda por venir, la nueva generación intelectual reclama el
derecho a la experimentación colectiva y autogestora de nuevas (y variadas)
formas de conocimiento, de trabajo, de vida. Asume este derecho como uno de sus
fundamentos generacionales. De este modo instituye una posibilidad de crear (en
un sentido amplio y en los campos más variados) y contribuye a la realización
de algún grado de libertad que, en nuestras sociedades periféricas, está
monopolizada por las clases y elites dominantes. Entiéndase bien, no estamos
hablando de los clásicos ensayos pedagógicos izquierdistas (en sujetos
populares voluntarios o involuntarios), sino de asumir el lugar de un agente
más en el marco de una apuesta colectiva.
A la nueva generación intelectual no le alcanza con la
remanida cobija sartreana.[40]
Tampoco asume o presume papeles heroicos y blindados. Trata de estar más allá
del compromiso y no quiere formar parte de las elites “desinteresadas”,
jactanciosas de sus sacrificios y renunciamientos. No está a la espera del
“momento exacto” para “tomar partido”, para “estar allí”, para pegar el salto
de la protesta humanista a la lucha política. Asume el aquí y ahora tal como se le presenta porque, al negarse a
toda relación elitista, libre de los fantasmas del sueño estetizante, no
considera que sus funciones exijan escenarios épicos; en este sentido concibe
al aquí y ahora como momento decisivo y radiante (su praxis se caracteriza por
una serena intensidad que conspira contra la penumbra). No pretende la tranquilidad
de la propia capilla, por eso no se suma a las organizaciones “revolucionarias”
que jamás contribuirán a un proceso revolucionario. Así, el intelectual de la nueva
generación se coloca en las exactas antípodas del “intelectual trágico”, ese tipo
de intelectual a quien su supuesta capacidad de correr los velos de la realidad
y de “ver más allá” lo condena al hondo sufrimiento por los inmensos entornos
fetichizados, a la angustia frente al jeroglífico indescifrable de la
“conciencia psicológica” de las masas y sus formas conceptuales “toscas”, o a
la recóndita pena por la ausencia del sujeto transformador, del agente del
cambio histórico. En este sentido se puede afirmar que la nueva generación tiende
a constituirse –en los términos de Orlando Fals Borda– en una “antielite”
ideológica, es decir, un cuerpo antagónico que se desarrolla en el marco de la
sociedad con el fin de modificar radicalmente sus valores sociales, sus normas,
sus instituciones y sus tecnologías.
Finalmente, la nueva generación intelectual persigue
una radical ruptura con el fundamento de la extraterritorialidad, lastre del
que no lograban desprenderse muchos intelectuales que se reconocían como
“orgánicos” de las clases subalternas y que, a pesar de sus compromisos,
necesitaban preservar una atalaya privada desde la cual interpelar a un
conjunto de categorías que terminan siendo fantasmagóricas: la opinión pública,
las multitudes, las masas, el pueblo, el proletariado. El intelectual de la
nueva generación no sólo rechaza la función interpeladora respecto de los colectivos
extensos y abstractos, sino que cuestiona la función misma, vindicadora del
lugar externo y la experticia. La condición extraterritorial se asocia
fácilmente a la ilusión de planear por encima de las luchas de clases, ilusión
que indefectiblemente aleja al intelectual de las clases subalternas y lo ata a
la pequeña burguesía. Como ya se ha dicho, el rechazo a las figuras que abonan
en lugar externo es un eje distintivo de la nueva generación, entre otras: la
del intelectual como conciencia crítica de la sociedad, la del intelectual
“antorcha” o “faro”, la del pedagogo idealista, la del estetizador de las
luchas de los de abajo, etc.
En este sentido, la nueva generación intelectual puede
verse como un emergente de la capacidad de las organizaciones populares y de
los movimientos sociales para gestar sus propios intelectuales. Sobre todo
porque esas organizaciones y esos movimientos se han convertido en sujetos
educativos. Su praxis exhibe abiertamente su intencionalidad pedagógica (además
de ser sujetos teóricos, culturales y políticos). Un conjunto extenso de organizaciones populares de movimientos
sociales se han ido constituyendo como escuelas de sujetos sociopolíticos
activos e imaginativos, escuelas de conciencia y de lucha. Es decir, la “reflexividad
sociológica” y la “mirada global” ya no necesitan venir desde afuera, son
inmanentes al desarrollo de los movimientos sociales y las organizaciones
populares que han generado un ámbito que hace posible la circularidad entre las
formas conceptuales básicas y las complejas.
En fin, el intelectual de la nueva generación se
inserta en un transcurso que promueve una dialéctica de la autoeducación propia
y la autoeducación colectiva, transcurso articulado a su vez a la dialéctica de
la autoemancipación de las clases subalternas. La teoría y la práctica crítica
se convierten en un ejercicio cotidiano de todos y todas.
Aquí resulta pertinente recordar que en su crítica a Ludwig
Feuerbach (1804-1872), a Robert Owen (1771-1858), y a los materialistas franceses
(entre otros a Théodore Dézamy [1803-1850]), Marx dio forma definitiva a lo que
Michel Löwy designará como “la idea directriz de la autoliberación de la clase obrera por medio […] de la autoeducación del proletariado por su propia práctica revolucionaria”[41]
(itálicas nuestras). En efecto, para Marx la conciencia socialista nace en las
clases subalternas y no de las mentes sagaces de una elite intelectual y
doctrinaria; sus parteras son: el proceso de autoorganización y la lucha de
clases misma. En la III ª
Tesis sobre Feurbach Marx sostenía: “La doctrina materialista del cambio de las
circunstancias y de la educación olvida que las circunstancias las hacen
cambiar los hombres y que el educador necesita, a su vez, ser educado. Tiene
pues que distinguir en la sociedad dos partes, una de las cuales se halla
colocada por encima de ella. La coincidencia del cambio de las circunstancias
con el de la actividad humana o cambio de los hombres mismos, sólo puede
concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria…”.[42]
Es evidente que el intelectual (crítico, radical, revolucionario) no está eximido
de esta experiencia, y si cree estarlo y actúa en consonancia con esa creencia
termina afectando el proceso de autoemancipación.
De este modo, podemos afirmar que la nueva generación
intelectual se aboca a la faena de reactualizar uno de los ejes políticos y
epistemológicos más importantes del marxismo.
¿Anfibios?
Maristella Svampa, recurrió a la figura del
intelectual anfibio[43]
para hacer referencia a una posible y deseable circularidad entre la academia y
la militancia (radical). Pero la figura nos parece, por lo menos, ambigua. Por
cierto, en la historia intelectual de Nuestra América la figura del anfibio,
por lo general, no gozó de buena fama. Por ejemplo, a comienzos de la década
del treinta, en un artículo titulado “O caminho percorrido”, el poeta brasileño
Oswald de Andrade (1890-1954) les hablaba a los intelectuales de su tiempo en
los siguientes términos: “Es necesario que sepamos ocupar nuestro lugar en la
historia contemporánea. En un mundo que se dividió en un único combate, no hay
sitio para los neutros o anfibios…”.[44]
Más allá de los alcances que le asigna Svampa, la
figura del anfibio puede funcionar como fórmula para conjurar la posibilidad de
no ser considerado un par cognitivo por la academia, para contrarrestar el
temor del intelectual académico de perder crédito a partir de un prioritario compromiso
político y social porque sabe que en la academia (un coro de hosannas que no
permite desentonar) no impera precisamente el principio de solidaridad
interpretativa. También puede considerarse como un formato adecuado para
conservar una condición extraterritorial pero de baja intensidad.
Por otra parte, no es lo mismo una doble pertenencia que
el tránsito o, más aun, la circularidad entre la academia y la militancia
radical. Por ahora constituyen universos antagónicos y hasta hostiles, dos
lógicas contrapuestas, dos lenguajes, dos horizontes. La academia educa en
escuelas abstractas, estandariza las opiniones, moldea la producción
intelectual, obliga a la especialización, trata burocráticamente, busca adaptar
al intelectual a sus normas. La academia es autoreferencial y corporativa, cultiva
una intimidad a la que custodia con celo y delectación y alimenta relaciones
verticales e inauténticas. Su lógica tiende a la institucionalización de los
saberes, lo que la torna poco propicia para las epistemologías marginales. Todo
lo contrario de lo que promueve la nueva generación intelectual. Se trata de
figuras contrapuestas: frente a la figura del intelectual investigador
burocrático, se erige la del intelectual artesano colectivo.
Frente a lo que desconoce, o ante lo que no comprende,
la academia promueve el aprendizaje de un conjunto de artificios y subterfugios
teóricos, una nutrida lista de imposturas aptas para suscitar el asombro. La
academia cultiva lo que F. W. Hegel (1770-1831) llamaba el lenguaje del halago,
un lenguaje unilateral que obtura toda dialéctica. De este modo la academia no favorece
la reciprocidad ni la superación. A este lenguaje del halago, la nueva
generación intelectual contrapone el lenguaje del desgarramiento, un lenguaje
dialéctico, de contraposiciones y superaciones y que, alejado de todo
positivismo cientificista, no escinde hechos de valores.
La autoconservación del intelectual en el universo de
la academia exige su adaptación a las exigencias reproductivas de la misma (que
incluyen la utilización de sus propias herramientas de trabajo). La
institucionalización o “academización” de los intelectuales, que les impone el
desarrollo de una carrera individual exitosa, y el compromiso militante en las
actuales condiciones históricas, difícilmente pueden ser conciliados. Porque el
pensamiento crítico, la tensión significativa, el encanto revelador, no son
compatibles con la apología del “real empírico”, con la “razón objetiva”, con
las obsesiones diminutas y/o frívolas, con el fetichismo de las escrituras de
moda (básicamente con el relativismo posmoderno), y con la agobiante falta de
sensibilidad política, en fin, con la pereza mental y el conformismo. Porque un
universo sin riesgos, de relativo confort individual,[45]
no es compatible con un universo que obliga a asumir riesgos de todo tipo y que
tiene como horizonte la búsqueda del bien comunitario (aunque esa comunidad sea
una pequeña). Porque los espacios pasionales no son aptos para sonámbulos y
presupuestados.
En torno a este
tópico dice Ariel Petruccelli: “No se puede
menospreciar lo que la academia ofrece: becas, viajes, prestigio, dedicación full time a la actividad intelectual.
Pero el precio que se cobra es elevado: tendencia a predeterminar la agenda de
investigación; producción de papers
como chorizos en desmedro de su calidad; acomodación a un lenguaje correcto pero
anodino; poco hábito de crítica directa (la premisa es no ganar enemigos que
puedan poner palos en la carrera); producción dentro de los rígidos marcos
disciplinares o subdisciplinares; tendencia al enclaustramiento”.[46]
Terry Eagleton logró sintetizar esta figura del intelectual intelectualizado –o mejor “academizado”– con rigor y humor: “En las orillas más inhóspitas de la academia, el interés por la filosofía francesa ha dejado paso a la fascinación por el beso francés. En algunos círculos culturales, la política de la masturbación ofrece una fascinación mucho mayor que la política del Oriente Próximo. El socialismo ha ido perdiendo terreno frente al sadomasoquismo. Entre los estudiosos de la cultura, el cuerpo es un tema que está de moda, pero, por lo común, se trata del cuerpo erótico, no del cuerpo famélico. Hay un interés entusiasta por los cuerpos copulando, pero no por los cuerpos trabajando. Los estudiantes de clase media y habla serena se amontonan obedientemente en las bibliotecas para trabajar sobre temas tan sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas…”.[47]
Estas “inquietudes”, además de una consustancial banalidad del objeto de estudio, vienen siendo acompañadas por una apología del desinterés social y político, por la absoluta carencia de un deseo colectivo y por la jactancia del no compromiso. Hoy, en el ámbito de la academia, inclusive en aquellos espacios vinculados a las ciencias sociales y a las humanidades, la absoluta carencia de motivaciones transformadoras es una predisposición aceptada y hasta reverenciada. El secular problema de la “inserción laboral” del sociólogo, del politólogo, o del historiador, parte de la aceptación del statu quo, no contempla la necesidad de transformar radicalmente una sociedad injusta.
Pero aun siendo acertada, la caracterización de Eagleaton no puede hacerse extensiva al conjunto de las figuras que pueblan la academia, que también sabe cobijar en su seno a los intelectuales que optan por “contenidos radicales”. En este espacio conviven varias categorías. Las más abyectas se corresponden con todos aquellos que están interesados en vivir de la reflexión sobre los pobres. Las más honestas contienen a los que simpatizan con el mundo plebeyo, a los que poseen un interés teórico genuino en la subalternidad, pero que aún no perciben el carácter pro-sistémico de las poses posmodernas (y también de las poses “postcoloniales” y/o “multiculturalistas”[48]), las insuficiencias de la “radicalidad de los contenidos” (por incapacidad de desarrollar usos contrahegemónicos de los mismos) y de las “agendas de investigación progresistas”. De este modo, desprovistas sus indagaciones de los significados que sólo pueden aportar las urgencias políticas (y los procesos de socialización política), no logran dar el salto del mero asentimiento de las teorías radicales (impostoras o genuinas) a alguna forma de militancia o compromiso orgánico. No es extraño entonces que estos intelectuales desestimen las convocatorias de los espacios extra-académicos, específicamente aquellos vinculados a las organizaciones populares y los movimientos sociales. Corresponde hacer aquí, en los términos de Sousa Santos, la reivindicación de una sociología, una ciencia política o una historia de “emergencia”.[49]
Hace muchos años, el amauta José Carlos Mariátegui
supo reconocer los riesgos del trabajo intelectual cuando se abandonaba la
metafísica y se asumía la dialéctica; identificó, de este modo, un nuevo género
de accidentes de trabajo. Digamos que hoy esos riesgos se han incrementado y no
están cubiertos por las ART (las compañías Aseguradoras de Riesgos del Trabajo).
Ante la relativa marginalidad de las praxis
intelectuales críticas y radicales significativas, la academia termina siendo
para muchos intelectuales el único pragmatismo aceptable. Pero se trata de un
pragmatismo que no se combina muy bien con las pasiones, con la fe y mucho
menos con la cooperación y la obra colectiva, entre otras cosas porque el
intelectual académico se tiene a sí mismo
por finalidad, y el saber, un saber determinado, no es más que un instrumento. El
compromiso del intelectual con la praxis de las clases subalternas y con sus
construcciones “de base”, seductoras pero inciertas y riesgosas, tan sin Estado
(salvo el aliento de la policía y el puntero), tan sin gran prensa, tan sin
beca, le presenta enormes riesgos, contiene la amenaza de cortarle los lazos
con las instituciones que lo cobijan y la de tener que vivir la condición
intelectual en el marco de categorías socioculturales distintas a las
dominantes, en un mundo social con otras ideas y otros valores. Una situación
para la que no fue entrenado.
El hecho de que esas categorías dominantes desde hace
ya un tiempo sean compatibles (perfectamente compatibles) con definiciones
radicalizadas y pertenencias de izquierda, alimenta una serie de ilusiones
respecto de la academia, entre otras la de anfibología intelectual, las
aspiraciones implosivas o autorregenerativas.
Svampa sostiene: “Frente a la fragmentación
contemporánea, la figura del ‘intelectual anfibio’ plantea la necesidad de
comunicar diferentes mundos: el mundo del campo intelectual o del campo
académico, y el mundo de las organizaciones sociales. No es una figura fácil,
porque está entre dos mundos e intenta ser reconocido y tener legitimidad en
ambos”.[50]
En esta última afirmación hay una clave para ejercer la crítica respecto de la
función de los intelectuales críticos (o “progresistas”, de izquierda, etc.) y
es precisamente la pretensión de reconocimiento y de legitimidad. Svampa da por
sentado que un intelectual se caracteriza por asumir y perseguir ambas metas.
Por supuesto que no se refiere a un tipo de reconocimiento y a una legitimidad
en el sentido más ontológico, si se quiere, hegeliano, es decir: un afán de
reconocimiento y la búsqueda de una legitimidad relacionada con la
autoafirmación del sujeto. No es ése precisamente el plano al que remite Svampa.
Consideramos que esa pretensión de reconocimiento y legitimidad es lo que abona
el lugar del intelectual como especialista, como elite, casta iluminada e iluminadora
y todas las especies similares.
Para Svampa, la figura del intelectual anfibio sería
además el continente de otra figura, la del intelectual-militante. Disentimos:
no se trata una figura más. Uno de los
rasgos que define al intelectual-militante de la nueva generación es
precisamente el hecho de no asumir a las organizaciones sociales como el ámbito
alternativo (respecto de la academia y del Estado) para obtener reconocimiento
y legitimidad. Primero, porque el intelectual embarcado en un proceso colectivo
de construcción y lucha contrahegemónica (a nivel social, político y cultural),
es decir, un proyecto de autoemancipación, tiende a superar un horizonte tan
mezquino. Luego, el reconocimiento y la legitimidad que puede llegar a obtener en
un plano estrictamente individual son de otra índole, digamos: intersubjetiva-afectiva.
Más que reconocimiento, el intelectual de la nueva
generación persigue la “realización” y la “satisfacción” a través de
actividades que lo convocan al encuentro y a la creación. La legitimidad a la
que aspira el intelectual de la nueva generación es la legitimidad de sus
enunciaciones, pero sabe que esas enunciaciones serán legítimas sólo si el locus de enunciación lo es. Y ese locus no es otro que el de la
praxis.
Pero, de todos modos, la “realización” del
intelectual-militante no debería medirse en términos de logros individuales,
esto implicaría una imitación del ethos
burgués y la apertura de un espacio ancho para la insolidaridad y para los
lenguajes unilaterales (ya sean “dirigentes” o “aduladores”) que se cierran a
las acciones recíprocas y no favorecen el movimiento dialéctico de los dos
momentos contraponiéndose y superándose. La “realización” sólo puede medirse a
través del grado de concreción de los afanes emancipatorios colectivos.
Y esto que planteamos no implica subordinar el
intelectual al militante. No estamos sugiriendo una proletarización o algún
subterfugio similar. Se trata simplemente de abjurar de predisposiciones
típicamente burguesas y de los modelos de intelectual (de izquierda) que dieron
forma a estereotipos clásicos en los años 20 y 60, y que no dejaban de ser solemnes
y arzobispales.
Otra de las funciones que le corresponderían al
intelectual anfibio es la de constituirse en un “puente” con el mundo de la
política partidaria y los medios de comunicación y mostrar lo que permanece invisibilizado.
Más allá de que esas funciones puedan resultar necesarias, no pueden erigirse
en fundamentos de un nuevo rol para los intelectuales. Lo ideal –creemos– es
que a mediano plazo desaparezcan. ¿Por qué en vez de oficiar de “puente”, el
intelectual no asume directamente tareas militantes en el proceso de
construcción colectiva de los instrumentos políticos propios de las clases
subalternas, fomentando la autoestima y la solidaridad del colectivo social? ¿Por
qué en lugar de favorecer el acceso a los medios, el intelectual no trabaja
para que las organizaciones populares gesten sus propios medios de comunicación,
generando así un grado de movilización cultural de la comunidad más permanente?
¿Por qué en lugar de asumir las funciones del “visibilizador” (y del intérprete)
de una comunidad, el intelectual no aporta a un proceso de “autovisibilización”
de esa comunidad? De este modo, asumiendo estos roles, el intelectual podrá
romper con las formas de socialización individualistas y egoístas (en fin: filoburguesas)
que no generan responsabilidades con las clases subalternas y oprimidas. Consideramos que la figura del “intelectual
puente” se corresponde con la del “intelectual traductor” o del “sociólogo
intérprete” que ya hemos mencionado.
Parecería ser que el papel que promueve para los
intelectuales la figura del anfibio consiste en sacar provecho de una condición
blanca, ilustrada, con vínculos institucionales y sociales, para denunciar las
atrocidades del poder con más chances de ser escuchados (y con menos chances de
ser reprimidos) que las que tienen los que son oscuros, pobres, periféricos. Un
intelectual, gestor, vocero, etc. De esta manera, la figura del intelectual
anfibio reproduce los roles tradicionales del intelectual paternalista y
filantrópico al estilo de Harriet Beecher Stowe (norteamericana [1811-1896], autora
de La Cabaña
del Tío Tom) o de Clorinda Matto de Turner (peruana, [1852-1909], autora de
Azucenas Quechuas), entre muchos
ejemplos posibles.
Otras figuras emparentadas a la del anfibio son la del
intelectual “escudo” de la que habla Naomi Klein y que Svampa retoma, o la del
intelectual “tábano”, cuyo rol es molestar, entre otras. Todas ellas adolecen
de limitaciones, derivadas de una condición individualista, narcisista y
egocéntrica (no exenta de cierta épica romántica) que se asume maquinalmente
sin ser sometida a una (auto) crítica cruda y que se infiltra en todas las
argumentaciones.
Entonces, puede también que la figura del anfibio
encubra la expresión del intelectual megalómano que se resiste a asumir su
lugar modesto en la historia y que considera que tiene una función directora
sobre la política de las clases subalternas y que cree que puede ejercer esa
función (externa) al mismo tiempo que es parte de instituciones y circuitos de
legitimación domesticados por el poder. Se trataría, en este caso, de una reedición
del viejo vicio iluminista y de la figura del intelectual taumaturgo o el
ciudadano sabio, el que aparece en la Alegoría de la Caverna de Platón (c. 428 a . C.-c. 347 a . C.).[51]
En general, la experiencia histórica inspirada en esta estructura ideológica es
lapidaria: todo intelectual que aspira a clase dirigente y guía esclarecido e
iluminado acaba servidor del orden
establecido. Enrique Dussel, partiendo de la Alegoría de la Caverna , delineaba la
praxis más afín al filósofo comprometido con la liberación: “Lo esencial no es
el ver ni la luz: lo real es el amor de justicia y el Otro como misterio, como
maestro. Lo supremo no es la contemplación sino en cara-a-cara de los que se
aman desde el que ama primero”.[52]
El intelectual académico-militante existe, pero su
condición, la mayoría de las veces, más que la del anfibio, es la de la doble
membresía (o la del “entrismo” que de por sí niega toda posibilidad de genuina
interioridad). Se trata de un sujeto desdoblado que reparte su tiempo entre dos
funciones que sólo puede compatibilizar superficialmente y con la condición de
haber construido previamente una legitimidad académica tan sólida que le
permita darse el lujo de la militancia que, a pesar de todo, en este contexto
no deja de aparecer como una excentricidad.
De todos modos, no hay que descartar a la marginalidad
como uno de los posibles destinos de esta doble membresía. Pero hablamos de la
marginalidad en su sentido más dramático, es decir, ser marginal por quedar en
el medio de dos mundos diversos y en conflicto. En fin, manejarse mal en ambos
mundos. Valga como analogía el caso del indio bororo Tiago Marques de
Aipobureu, estudiado por Florestán Fernándes en la década del 40.[53]
Al igual que la fórmula o el mito de la transición en
los años 60-70, la figura del intelectual anfibio promueve un “espacio de
comodidad”. Claudia Gilman afirma: “El mito de la transición puede considerarse
una ficción a través de la cual se tramitó simbólicamente la brecha entre la
realidad y las expectativas puestas en ellas”.[54]
Pero las connotaciones de estos espacios de comodidad son diferentes. La
fórmula de la transición pretendía conjurar las contradicciones de los
intelectuales de izquierda identificando un tiempo específico de metamorfosis o
de “cambio de piel”, al tiempo que otorgaba un marco (la misma temporalidad)
que justificaba las diversas transacciones con lo viejo que aún no moría del
todo. La figura del anfibio, más a tono con estos tiempos, acepta la dualidad,
no pretende conjurarla. El intelectual anfibio ya estaría constituido, por lo
tanto no tiene que desprenderse de nada, su supuesta capacidad de adaptación a
mundos opuestos ni siquiera le plantea el problema de las transacciones con el
mundo. En este aspecto es una figura poco predispuesta a la autocrítica.
Resulta paradójico el hecho de que la figura del
intelectual anfibio provenga de una intelectual cuya praxis está en exceso
respecto de esa misma figura. Porque muchas de las intervenciones “militantes”
de Svampa, más que armonizarse con la academia, la interpelan. Mientras la
figura es generosa con la academia ya que trata de redimirla, de recuperarla y
le busca un sentido un poco más trascendente, colectivo y extra-burocrático
(una generosidad que también es sintomática, ya que hace ostensible el hastío y
los propósitos más inconfesables y rastreros de la academia), las
intervenciones de Svampa, las más afines a la nueva generación intelectual, la
conmocionan porque tienden a abrir un “espacio otro” y plantean la posibilidad
de la subversión.
La apuesta por la política y la política como apuesta
Digámoslo sin eufemismos: la nueva generación
intelectual quiere reinventar la política como praxis revolucionaria. Quiere
clausurar el tiempo del fatalismo y la resignación que fue inaugurado por la
idea de que la política revolucionaria “obnubila” al intelectual y que –ante la
ausencia de toda vocación por realizar una autocrítica en marcos colectivos y
populares y a modo de autoexculpación individual– fue asumida en la
posdictadura por muchos intelectuales, ex militantes revolucionarios en las
décadas del 60 y el 70. Esta idea fue la causa, al mismo tiempo que la
justificación, del proceso de “academización” de los intelectuales y en torno a
sus diferentes versiones se formaron las generaciones intelectuales de la
década del 80 a
la actualidad. Decimos diferentes
versiones, porque esa idea ha abonado no sólo el emplazamiento intelectual
neoliberal, seudoprogresista o similar, sino también el teoricismo vacuo o el
dandysmo de izquierda.
Para la nueva generación intelectual la política,
cuando está orientada a la emancipación de las clases subalternas y oprimidas,
no puede obnubilar. Todo lo contrario. Es la única actividad que permite el
florecimiento del pensamiento creativo.
Para la nueva generación intelectual la política no se
reduce a la “gestión” de lo que es y está; no se reduce a un paquete de
concepciones y procedimientos “ordinarios”, a un campo de acción muy acotado, a
un conjunto de verdades prefabricadas y saberes técnico-prácticos. Por cierto,
es ésta una concepción de la que no pueden despegarse los intelectuales dizque progresistas,
e incluso algunos que se asumen como revolucionarios, y que se expresa en la
pretensión de incidir en la realidad partiendo de una identidad profesional o
de especialista.
Los intelectuales dizque progresistas han eludido la discusión de fondo
en torno a esta cuestión. Si la política es administración de lo dado o puede
ser otra cosa, por ejemplo, transformación radical de lo dado. Si el pueblo
seguirá siendo objeto de la historia o si las luchas fundamentales pueden hacer
de él otra cosa. Sobreadaptados a lo que “es”, no creen que las cosas puedan
ser de modo radicalmente distinto. Por consiguiente, y en contra de lo que
sostienen, han caído en un profundo desprecio (en los hechos) por las ideas,
los proyectos, los principios, las utopías. Los intelectuales dizque progresistas
son cada vez más fenomenólogos. La ausencia de un ser crítico se intenta
disimular con metáforas o folklore superficial (y proliferación de artificios) y
en muchos casos son evidentes los
desacoples entre la osamenta conceptual (débil) y una musculatura expresiva
bien desarrollada.
Es evidente que estos intelectuales han abjurado de toda praxis
tendiente a preservarle ámbitos no alienados al lenguaje (una praxis
imprescindible para la nueva generación intelectual) y han adoptado una
estrategia trituradora de palabras que busca la desactivación de las imágenes
más rebeldes y contestatarias. Lo que explica, en parte, la marcada vocación
por los modos estetizantes, la charlatanería y la gesticulación excesiva que exhibe
uno de sus espacios emblemáticos recientes: Carta Abierta.
Omar Acha sostiene: “El límite fundamental de Carta Abierta consistió en
su absoluta separación de una praxis popular de masas. Fue una ‘puesta en
escena’ que careció de anclajes en el movimiento social real. Del mismo modo
que el kirchnerismo no quiso ni supo emprender una proyección popular
movilizadora, Carta Abierta, se mantuvo como grupo de presión discursiva, aislado
de la por otra parte inexistente fuerza popular que era su única clave para dar
cuenta de la realidad”.[55] Coincidimos plenamente con la primera parte de esta
afirmación, pero ocurre que las últimas dos
líneas introducen una exculpación a la intelectualidad dizque progresista que
consideramos absolutamente inmerecida (y que, estamos convencidos, no es el
objetivo del autor).
Creemos que se debe relativizar la ausencia de una fuerza popular. Si bien
es innegable la inexistencia de una gran fuerza “política” popular de masas, existen
espacios populares concretos, “praxis” con potencialidades y perspectivas contrahegemónicas
(objetivamente estratégicas, aunque les pueda faltar consistencia) claramente
identificables por un intelectual lúcido, con aspiraciones de transformación radical,
sin miedo a la condición periférica, los territorios ingratos y los destinos
centrífugos. La limitación más alevosa de los intelectuales de Carta Abierta (y
del progresismo en general) consiste en su falta de voluntad para suturar la
brecha que los separa de las praxis populares realmente existentes, su
incapacidad para asumir roles de construcción de una fuerza popular de masas,
su temor a un oficio al que, en última instancia, consideran sórdido porque no
confían en las virtudes de los oprimidos (virtudes derivadas de su carácter
excéntrico).
No hay dudas de que muchos intelectuales dizque progresistas se sumarían
gustosos a una propuesta popular contrahegemónica masiva con perspectivas de
poder. El problema es que la mayoría descree de la misma y no considera
estratégica la vinculación con una praxis popular concreta, por lo tanto, no
están dispuestos a desarrollar intervenciones constructivas. Educados los más
jóvenes, o reeducados los más viejos, en las décadas del 80 y el 90, asumieron
un ethos pasivo y panglosiano que
hace que, en el mejor de los casos, se visualicen como espectadores entusiastas
(o como candidatos a funcionarios) de futuros procesos históricos de
transformación en los que no pueden creer fehacientemente puesto que en el presente
los gobierna la amargura, el desasosiego o el conformismo.
Paradójicamente, los intelectuales se ven a sí mismos como ausentes de
los procesos de gestación de una fuerza contrahegemónica, ajenos a la
maravillosa etapa intrauterina de la misma (he aquí una diferencia importante
respecto del papel que asumían los intelectuales en Nuestra América en los años
20 y 60). El resultado: clases subalternas sin metas significativas, sin
proyecto, carentes de identidades vueltas al futuro. Confinados a la cárcel de
una totalidad que los condena al eterno retorno de lo mismo, incapacitados para
identificar un plus del ser, desprovistos de instrumentos utópicos, signados
por el logos, rendidos a los pies de
los bienes, las cosas y los entes, vacíos de confianza, permanecen extranjeros
de la misma idea de creación y alteridad. No están entrenados para pensar desde
el no ser impuesto por las clases dominantes, un no ser que es precisamente el
útero de un pensamiento y una praxis emancipatoria. No pueden pensar la
política más allá de lo dado porque asumen como única fuente proveedora de
sentido a la gestión progresista del ciclo económico. Estos constreñimientos
los conducen indefectiblemente al reformismo político, a considerar al Estado
como única fuente de la política, a las sucesivas opciones por el “mal menor”, y
a confundir, una y otra vez, la táctica con la estrategia. Entonces, desde
estas limitaciones, desde este ethos,
desde esta autopercepción castradora, es lógico que terminen idealizando el
proceso de los Kirchner, defendiendo el fetiche del “país normal” frente a la
impiedad de la derecha.
Por otra parte, negarse a concebir la política como
gestión obliga a modificar el rol que los intelectuales dizque progresistas asumieron
desde diciembre de 1983 y que consistió básicamente en asumir la “actualidad
del mundo” como totalidad consumada. Así, estos intelectuales fueron
resignándose al papel de organizadores del todo como insalvable, asumieron una
ética de la legalidad (paradójicamente una de las formas más eficaces que halló
la dictadura para perpetuarse) que sirvió y sirve principalmente para
descalificar a las praxis contrahegemónicas, concebidas de ahí en más como las
responsables directas de que el opresor redoble su praxis dominadora.
Negarse a concebir la política como gestión conduce inevitablemente
a una autocrítica respecto de su falta de compromiso con la tarea de
reconstrucción de lo que la dictadura había destruido (identidades plebeyas,
lenguajes de confluencia, mitos, utopías y la potencia de las clases
subalternas y oprimidas), y también respecto de su absoluta desconfianza en las
lógicas democráticas que no sean liberales, populistas o estatalistas, es
decir, su alejamiento de toda praxis tendiente a construir una democracia que
permitiera la acumulación en el seno del pueblo.
Del mismo modo, no concebir la política como la
concreción de una verdad (sobre todo de una verdad sintáctica), o como la
repetición de los viejos recetarios revolucionarios, también obliga a modificar
el rol asumido por los intelectuales revolucionarios en la década del 20 y
ratificado en las del 60 y el 70. Ahora, tal vez, la nueva generación
intelectual tiene horizontes más modestos y, a la vez, igualmente radicales,
considera que se trata de transmitir las sensaciones del contacto con experiencias
que expresen algo radicalmente nuevo, o por disputarle al capitalismo sus
imágenes de la felicidad, trabajar contra la mirada autoindulgente de las
clases medias, denunciar ficciones de corto vuelo y reinventar la sociedad
desde la soberanía, la autonomía, la solidaridad. La nueva generación
intelectual, asumiendo el gran desafío de la izquierda, se propone desarrollar
un pensamiento que amplíe los horizontes de la acción política y se verifique
en ella misma.
Aunque los intelectuales dizque progresistas consideran que libran una
batalla con la nueva derecha, en el fondo comparten con ella el mismo ethos, ambos adhieren a los valores
instrumentales, las normativas liberales, las instituciones verticales
elitistas, las tecnologías de manipulación y control. Discuten sobre ellas,
debaten, pero no las cuestionan en sí mismas. Se oponen a la reinvención del
Estado desde lo penitenciario, a la policialización de la política, pero no
cuestionan a fondo los procesos de heterogeneización de la democracia
electoralista, los lazos que crea la representación. Sus planteos no suponen un
dislocamiento de los valores sociales e intelectuales dominantes. No tienen
nada que oponer a esos valores, a esas normas, a esas instituciones y a esas
tecnologías. Una nueva generación intelectual debe aportar al desarrollo de
antivalores, contranormas, disórganos y nuevas tecnologías.[56]
Los intelectuales dizque progresistas han satisfecho
sus urgencias militantes a través del recurso (por cierto, no muy poderoso) de
la solicitada o la carta (abierta). Una modalidad de intervención pública insuficiente
para conjurar la idea deprimente del divorcio inseparable entre la acción y el
sueño, al decir de André Bretón (1896-1966). Más allá de las buenas
intenciones, las intervenciones que proponen no sirven para convertir a la
solidaridad en figura objetiva de la existencia. Esas intervenciones sólo los
perfilan como criaturas de su propia propaganda. Es penoso su papel tendiente a
dificultar los procesos de autoconciencia en las clases subalternas o su
abandono estratégico de cualquier función similar. Y es el más cabal reflejo de
décadas de deterioro cultural, ideológico y político. Así, sin abandonar los
mitos elitistas, creen incidir sobre la sociedad, recuperar magisterio social,
cuando en realidad el poder incide a través de ellos. Le sirven al poder para
anular las tendencias
más contestatarias. Se ajustan a la descripción de
Enrique Fogwill (1941-2010): siguen “la línea correcta en el trabajo de cada
día”, exigen que se les dé, a diario, “la negación nuestra de cada noche, la
necesaria para pensar, la indispensable para necesitar, pero que nunca
interfiera en la línea de producción de orden”.[57]
Horizontes
La nueva generación intelectual aspira a nuevos
formatos para concebir a Argentina, a Nuestra
América y al mundo a la luz de la redención (autorredención). Y es que esta
generación sólo podrá “ser” si logra identificar la raíz de los enigmas y
conflictos de Nuestra América y si desarrolla una consecuente vocación
continental y también, desde el plafón de esta potente y extensa singularidad, una
vocación universal (en un sentido “dialógico”, no “universalista totalitario”).
Estamos de acuerdo con Omar Acha cuando afirma: “la
permanencia de la generación excede los marcos nacionales, porque los desafíos
intelectuales son, hoy lo sabemos como nunca antes, continentales [...] En un
futuro cercano, la nueva intelectualidad latinoamericana se inscribirá en un
abanico global de militancias culturales. La globalidad es el destino de la
dinámica permanente del quehacer intelectual radical. Dentro de medio siglo,
una futura generación quizá se piense como decididamente global…”.[58]
Esas militancias culturales de las que habla Acha ya
son perceptibles en Nuestra América. Lejos de toda retórica telúrica y de todo
formulismo bienintencionado, centradas en aspectos geopolíticos y siempre a la
búsqueda de pilares valorativos, estas militancias culturales están delineando
un ethos vinculante a nivel
continental que parece ser más eficaz que los anteriores.
A diferencia de la intelectualidad dizque progresista
que plantea una absoluta complacencia con las cosas tal como son (en su fondo),
la nueva generación intelectual insiste en cambiar el mundo y la vida,
retomando la orientación estratégica que considera que la revolución es
inseparable del reencantamiento del mundo. Esta orientación, frente a la
profundización capitalista de los procesos de desencantamiento, tiene una
vigencia colosal.
A diferencia de la izquierda vieja, considera que hay
que cambiar las formas de cambiar. En este sentido, más que en términos de
acumulación, piensa en términos de multiplicación, en los términos de Ezequiel
Adamovsky.[59] O en todo caso, busca identificar
los campos que mejor se llevan con cada perspectiva (que implica estrategias
diferentes y muchas veces contrapuestas). Y luego los combina.
Propone recuperar un sentido radical de la
historicidad para que la existencia y el destino se pongan en juego en cada
decisión. Desea atacar “concretamente” a las clases dominantes y recuperar el
maravilloso desprecio por las consecuencias. Para ello opta por preservar
categorías y expresiones, palabras e imágenes, sentimientos y deseos que aún no
han sido malogrados por el Estado, el mercado y la ideología.
La nueva generación intelectual asume un
anticapitalismo militante y activo. Considera que la burguesía no tiene
proyecto civilizatorio, que el sistema capitalista no es la única forma posible
de sociedad civilizada. La nueva generación intelectual reconoce que la lucha
eficaz contra el capitalismo como fuerza social dominante que trabaja sólo para
su autoexpansión sostenida, exige defender la vida no en el sentido abstracto
que invocan las clases dominantes, sino en el sentido real, como propiedad de
sí misma, sin hacer abstracción de la lucha de clases y sus consecuencias.
La nueva generación intelectual admite la existencia
de antagonismos fundamentales entre las clases sociales y que no puede haber
cambios de la realidad sin conflictos. Se diferencia otra vez de los
intelectuales dizque progresistas cuya ingenuidad en este punto llega al
paroxismo: las políticas redistributivas no dependen de decisiones técnicas o
de voluntades políticas gubernamentales, sino de relaciones de fuerza en el
plano de la sociedad. La nueva generación intelectual está aprendiendo el
lenguaje de las relaciones de fuerza.
La nueva generación intelectual no coloca al Estado en
el horizonte del pensar-hacer la política. Pero tampoco cultiva un
antiestatalismo ingenuo, no considera a todo momento estatal como reaccionario.
Pone el énfasis en las determinaciones societarias y los múltiples universos en
tensión con el Estado, impenetrables a las convocatorias estatales no democráticas.
La nueva generación intelectual no se jacta de la
ruptura con el mito de la neutralidad de la cultura, reconoce que es un mito
que hace rato ha caído en desuso. La burguesía, que lo creó, lo ha abandonado.
Hace mucho tiempo que las clases dominantes cuentan con modos más sutiles y
complejos a la hora de integrar, tergiversar o anular mensajes y símbolos
disruptivos. Así la nueva generación intelectual mientras rechaza decididamente
el empirismo y el pragmatismo, auspicia los elementos optimistas y utópicos.
Digamos finalmente que es nueva la nueva generación
intelectual porque lo que anuncia no es prolongación de lo que hubo y hay.
Porque, sin dejar de proponer la resignificación de las tradiciones
emancipatorias, promueve una ruptura con el pasado y el presente. Porque
recupera una imagen del mundo como posibilidad latente, un carácter
prospectivo. Porque no pretende construir una tarima a la que subirse sino
elaborar, colectivamente, una hipótesis profunda. Se trata de una generación
que funda expectativas, que es impaciente porque confronta el presente con el
futuro, porque recupera el sentido de la utopía que es denuncia y anuncio y que
provee de estructura a la praxis y que, además, es el motor de la imaginación
política.
A modo de conclusión:
Intelectuales y
praxis emancipadora. Apuntes para un manifiesto
“El elemento popular ‘siente’, pero no siempre comprende o ‘sabe’. El
elemento intelectual ‘sabe’ pero no siempre comprende y, especialmente,
‘siente’. Por lo tanto, los dos extremos son, la pedantería y el filisteísmo
por una parte, y la pasión ciega y el sectarismo por la otra. (…) El error del
intelectual consiste en creer que se pueda ‘saber’ sin comprender y,
especialmente, sin sentir y ser apasionado”.
Antonio Gramsci
La condición serial
Sin negar la importancia de los enfoques que exploran la
intersección entre el lenguaje y la construcción de la praxis (en sentido
estricto conviene decir las praxis),
lo cierto es que, a partir de los años 80, el pensamiento sobre la realidad
social comenzó a diluirse en "textualizaciones", a desorientarse en
el "deconstructivismo" o el positivismo de los símbolos, lo que llevó
a abandonar las explicaciones totalizadoras y la crítica radical de la
realidad.
Se fueron fortaleciendo así las miradas reduccionistas y
empobrecedoras que eran también
eurocéntricas. El minimalismo, entró en un período de auge y aún sigue
consolidándose. El propio Adam Smith, que era consciente de los efectos de la
división del trabajo sobre el pensamiento, decía al respecto: “Y eso se
acentuará aun más cuando toda la atención de una persona le esté dedicada a un
diecisieteavo de un alfiler o un octogésimo de un botón, que así de divididas
están esas manufacturas […] Éstas son las desventajas de un espíritu comercial. Se
contrae la mente de los individuos, y ya no son capaces de elevarse. Se
desprecia a la educación, o al menos se le descuida, y el espíritu heroico se
extingue casi por entero. Ponerle un correctivo a esos defectos debería ser
asunto digno de una seria atención…”.[60]
Desde estas condiciones se reeditó una producción
intelectual y artística displicente y uno de los males endémicos de la
intelectualidad: el lugar aristocrático y elitista en una nueva versión
trabajada por el espectáculo, consistente en una banalidad ennoblecida
superficialmente contrapuesta a la otra banalidad, la rústica, en que se
sostiene el otro régimen de lo espectacular pero con la que comparte
evidentemente la misma matriz (basada en el desentendimiento de la verdad o la
ética).
Pero para explicar el deterioro del pensamiento crítico, la
ausencia de audacia política y poética, no alcanza con echarle la culpa al
"giro lingüístico" y a lo que de él se deriva: la primacía de los
significantes sobre el significado y el descentramiento del sujeto.
Norberto Bobbio decía que los intelectuales son expresión de
la sociedad en la cual viven. Los intelectuales argentinos, incluyendo a los de
izquierda, críticos, marxistas, etc., habitan una sociedad fragmentada. Esa
fragmentación o condición serial de la sociedad es el fundamento de las nuevas
formas de dominación. Y aunque se trata del resultado de un proceso histórico,
que involucra una dura derrota del campo popular, ha construido una eficaz
condición de naturalidad.
En efecto, también los intelectuales de izquierda se han
afincado en un determinado lugar de la serie y muestran escasa capacidad para
cuestionar, no sólo el propio lugar, sino la serialidad misma. Con resignación
asumieron (o por lo menos sospecharon) que la realidad en su conjunto era
irrepresentable –e inmodificable–, se orientaron a un eclecticismo pasivo (no militante) y
decidieron trabajar en una parte de la realidad relativamente pública y
convencional. Esta situación se expresa en los procesos de
“especialización”.
Un ejemplo: esta situación hace que la identificación del
Grupo Clarín como parte fundamental del establishment pueda convivir con la
aspiración al reconocimiento, considerado "legítimo", del Suplemento Ñ, o el más aristocrático de La Nación , que también se reserva un espacio para
una izquierda ilustrada y caballeresca.
Lo desconcertante es que esta situación suele ser presentada como no
esquizofrénica, no funcional y no orgánica. Esta ambigüedad ha sido ejercida
por un conjunto de intelectuales que en los últimos años han desarrollado una
sorprendente capacidad para articular la crítica política (incluso radical, muy
radical) con las acciones de legitimación de las prácticas dominantes. Es el
caso de aquellos/as intelectuales que reivindican un “pensamiento crítico
latinoamericano” al tiempo que aceptan el patrocinio de conocidas
multinacionales. También sirve como ejemplo el
caso –emblemático– del intelectual esloveno Slavoj Zizek, que combina una
retórica herética y un discurso crítico respecto del capitalismo con el apoyo a
las tropelías de la OTAN.
Al aceptar la condición serial desaparece la necesidad de
afirmar el desencuentro con la realidad. La condición serial aplaca todas las
furias y confunde a los intelectuales a la hora de formular alternativas frente
al discurso del poder. Ahora cuesta cada vez más determinar por dónde pasa la
negatividad de un discurso o una práctica.
A partir de la década del 80, los intelectuales comenzaron a
pensar no sólo dentro de los límites impuestos por la realidad, sino al
interior de los límites de un fragmento de esa realidad. Los intelectuales de
izquierda no escaparon a estas formas afásicas. Incluso los marxistas
cumplieron con las exigencias de intervención práctica, actuando en una
exclusiva serie.
Aunque suene a paradoja, el denominado "pensamiento
único" que impuso el capitalismo en la era de la globalización neoliberal
es en alto grado pluralista y su mirada es menos monolítica que lo que
usualmente se cree. No debemos confundir el pensamiento único con una versión
ultraconservadora y fundamentalista que, por otra parte, no es justamente la
que más ha desarrollado capacidades hegemónicas. La lucha es mucho más
complicada, el punto de vista del capital presenta múltiples perspectivas.
El pensamiento único, en su versión más eficaz, no sólo
acepta lo diverso (lo diverso sin horizonte igualitario), sino que erige la
convivencia de lo diverso en horizonte y proyecto. Ese pluralismo, amplio y
superficial a la vez, es su principal base de sustentación. El pensamiento
único es la naturalización de la condición serial. Ofrece la posibilidad de
pensar y hacer desde distintas identidades y definiciones pero sin afectar el
núcleo duro que asegura la reproducción del sistema. Ofrece incluso la
posibilidad de asumir el lugar seductor de la herejía y la heterodoxia pero sin
pagar las consecuencias que conllevan las que son auténticas, puesto que se
trata de herejías y heterodoxias siempre falsas o de baja intensidad y efectos
controlados.
El pensamiento único es la nueva razón relativista.
La
no representación (importancia de las
anticipaciones)
Una
posible certeza: no queremos ser administradores del conocimiento existente. En
Argentina abundan los intelectuales alejados de la vida práctica, cultores de los
conceptos vacíos y los discursos altisonantes, especialistas en algún fragmento
del mundo, cuando no apologistas más o menos encubiertos del estado de las
cosas. Abundan también los artistas que producen fetiches en serie, los
artistas de los clisés y el fatuo,
los artistas del realismo acabado (se olvidan de que el realismo cambia con la
realidad), los fabricantes del vacío, los exhibidores de íconos. Abundan los
que se niegan a las anticipaciones, a las creaciones de realidades nuevas, a la
permanente aporía, a la subversión.
En
fin, intelectuales (en sentido tradicional) hay muchos, incluso los hay con
pretensiones radicales, especialistas en trascripciones de un sistema a otro,
establecedores de correspondencias. Lo que escasea es la voluntad y la
capacidad de comunicar la inteligencia teórica de las acciones y reacciones del
campo popular (dentro del campo popular y en su periferia) y de organizar la
unidad sintética de la experiencia de las clases subalternas. Escasea la
voluntad de desarrollar el trabajo de hormiga de reconstruir (aportar a la
reconstrucción) de imaginarios sociales plebeyos-populares.
No se trata de contraponer nuevos guiones políticos a los
viejos y agotados guiones de la izquierda, sino de elaborar el "nuevo
texto" de modo diverso, a partir de la acción. La política que preexiste a
la lucha corre el riesgo del dogmatismo, la ingenuidad, lo convencional, la
previsibilidad. Corre el riesgo de convertirse en un medio para anular la
potencia de la lucha popular.
Soledad y naufragio
Existe una imagen, cada vez más extendida, que exhibe al
intelectual "radical" como sujeto excepcional, aislado, en un
contexto degradado, donde predominan el "transformismo", la
integración, la tristeza ideológica y la pasividad popular. Intelectual radical sería todo aquel que
asume una actitud a contramano de la infamia generalizada y está a la
expectativa de alguna irrupción o signo proveniente "desde abajo". Es
la princesa proletaria cautiva del ogro burgués en la torre del castillo. Es el
hombre (o la mujer, claro) que está solo y espera.
Se trata de la construcción de un estado de soledad que se
asume positivamente, es decir, como resultado de la ética y de una inalterada
fidelidad a los principios y valores. Los intelectuales náufragos se dedican a
arrojar, al inmenso océano del pueblo, botellas con sus mensajes, con la
expectativa de que estas lleguen ¿redentoras?, ¿esperanzadoras?,
¿esclarecedoras?, ¿concientizadoras? a uno-una o a muchos-muchas. Esta imagen,
y la función que la construye, no dejan de ser una forma de expresar política
y/o artísticamente el desencanto, una forma absolutamente individualista y
pasiva del sufrimiento. Es una actitud casi de fuga. También es una forma de
expresar el deseo de reconocimiento oficial. Una imagen nueva (aunque un tanto
indecorosa) surge del siguiente interrogante: ¿no será mejor usar las botellas
para partir cabezas?
Nuestra condición marginal, no vivida como condena ni drama,
simplemente como condición externa y alternativa, debe ser la respuesta
necesaria respecto de un orden dominante. No debe confundirse con vocación o
con una actitud neoromántica. Nosotros no tenemos que hablar desde el
resentimiento o el orgullo del excomulgado. No, porque nuestro campo de acción
es otro. Hemos elegido otro territorio y asumimos las consecuencias de nuestra
elección. Nuestra reflexión debe ser siempre un modo de resistencia, nuestro
inconformismo debe alimentar nuestra pasión militante.
El viejo idealismo que persiste: antipolítica y cultura
El intelectual de izquierda, no ha podido apartarse, por lo
menos no lo suficiente, de la concepción croceana,[61]
o directamente hegeliana, es decir: de la concepción idealista que contrapone
un espíritu activo a una materia pasiva, la crítica a la historia. Aunque este
intelectual lo niegue, cada vez que se le presenta la oportunidad, no deja de
concebirse como el conductor de la historia y considera que el terreno en el
que se libra la batalla más significativa es un terreno de ideas, cultural, no
político.
La "batalla cultural" exigiría armas específicas,
bien diferentes a las del arsenal político. La cultura aparece así como el
medio para realizar los fines de la política. ¿Se pueden alcanzar los fines de
la política a través de la cultura? La respuesta afirmativa conduce al utopismo
como forma de evadirse de la responsabilidad. De este modo, el intelectual de
izquierda salta de Benedetto Croce, –y
Hegel– a Ortega y Gasset, alimentando un espíritu de casta.
Ésta es una época dominada por el intelectual "de
cubículo". La política significa poder, y el intelectual le rehuye, aun
asumiendo "compromisos sociales". Hoy proliferan los intelectuales de
izquierda "antipolíticos", incluso muchos de ellos, están vinculados
a las organizaciones populares y a los movimientos sociales. Estos
intelectuales subordinan la política a la cultura e incluso llegan a
contraponer cultura y política.
Frente a un poder político (y frente al poder en general)
visto como algo emporcado por naturaleza y como puro esquematismo, la cultura
aparece como lo transparente y elevado. La batalla cultural se perfila como
lance caballeresco, sin riesgo, sin drama, sin conflicto sustancial. Esta
actitud también tiende a expresarse en un teoricismo vacuo, del tipo: "mi
reino no es de este mundo". En tiempos donde predomina el uso
indiscriminado del término "profesional", sin tener presente que la
"profesionalización" puede ser una de las formas de la reproducción
del sistema de dominación, el intelectual de izquierda aspira a un aporte
profesional o técnico, se considera un especialista, un asesor. Además refuerza
la idea de que el campo exclusivo del intelectual es la superestructura.
Reproduce así una concepción burguesa de la cultura. La
batalla es esencialmente política pero cuando la política es revolucionaria es
expresión de una cultura potencial enfrentada a la real.
La
academia o la estrategia de la autopsia: sacerdotes y profetas
De
algunos párrafos anteriores se puede deducir que la academia recorta,
distribuye, disecciona, compite, disciplina, formaliza y diseca. Como vimos, entre
el plano académico y el plano de la militancia política de izquierda que aspira
a la condición de revolucionaria, existen tensiones que hacen, si no
imposibles, por lo menos improbables las combinaciones. A uno y otro campo les
corresponden distintas instancias proveedoras de autoridad. La militancia
iguala, la academia jerarquiza. La autoridad de la academia provee en buena
medida de un conjunto de garantías institucionales y ortodoxas y de lauros
burocráticos y cargos sedentarios. La academia es el habitus que preexiste, es el despliegue del nivel de la realidad
que la realidad tiene. La academia, ámbito contaminado de formalismos
escalafonarios, alimenta un conjunto de formas del conformismo cultural,
produce ilustración, nunca lenguaje.
Por
cierto, el “lenguaje común” puede contener más filosofía que el lenguaje académico,
dominado por jergas circunstanciales, por las modas. Una experiencia
organizativa de base y un proceso de lucha de las clases subalternas puede
contener una teoría no sistematizada, no formulada, de insospechadas
proyecciones. La academia suele desconocer este tipo de conocimiento, porque
desconoce todo lo que se genera del otro lado de sus murallas.
Como
los espacios “constituyen”, existen además procesos de academización. Un tema
puede ser academizado, si esto ocurre ingresa al terreno de lo que prescribe,
se formaliza, un ámbito de profundidades prefabricadas. La academia promueve
las vocaciones de taxidermistas y necrófilos (se trata de una metáfora
polisémica).
En muchos ámbitos con vocación alternativa se puede percibir
una tendencia a la construcción de un mercado de prestigio paralelo. En los
últimos años algunas expresiones de lo que se considera como alternativo han
asumido la forma de la academia paralela. Estas expresiones, que emergieron con
diversos grados de potencialidad disruptiva, terminaron vencidas por el
pragmatismo y reproduciendo las compartimentaciones típicas de la academia. La
aceptación de estos escaques importa una definición política y un réquiem a esa
potencialidad. Las pulsiones burocráticas han profundizado estas tendencias.
La
academia conserva, no crea, y organiza bajo la relación de ortodoxia. Pierre
Bourdieu (1930-2002) se refería a la oposición y complementariedad entre
profesores y creadores como la estructura fundamental del campo intelectual. La
comparaba con la oposición entre el sacerdote y el profeta (que nosotros vemos
también como oposición entre el intelectualismo dogmático característico de todas
las teologías oficiales, dominantes y
ortodoxas, y la experiencia práctica, directa e inmanente de los místicos). Los
primeros serían los conservadores de la cultura y los segundos los creadores.
Ambas funciones pueden ser importantes. Sólo que ahora necesitamos profetas.
Los
límites de la "radicalidad" de los contenidos
Somos
conscientes de la insuficiencia de la radicalidad de los "temas",
pero también de los “contenidos” e incluso del “discernimiento teórico” como
sostén de un pensamiento emancipador. En el marxismo, sobre todo en los
clásicos, se ha destacado la insuficiencia de los esfuerzos que hace el
pensamiento en pos de su realización, por eso, en forma paralela, el marxismo
también propone como momento indispensable la lucha de la realidad por
convertirse en pensamiento. Una lucha que requiere lo que Mészáros denomina
“articulaciones organizacionales adecuadas” y un marco que haga factible la
dialéctica entre las necesidades y los sueños populares y las ideas
estratégicas con capacidad de concretarlos.[62]
¿Cómo contribuir a esa lucha de la realidad por convertirse en pensamiento? He
aquí uno de los desafíos a la altura de la nueva generación intelectual.
La
condición serial nos permite ser “diversos”. Incluso podemos ser exageradamente
revolucionarios sin sacar los pies del plato, sin exponernos a la detractación
y sin cometer “crímenes de lesa ciencia”. Hay un lugar para todos en el infolio
de la civilización. Pier Paolo Pasolini, en los años 70, ya identificaba un
conformismo de la contestación.
Este
problema ocupó a Herbert Marcuse (1898-1979) hace ya más de cuarenta años, y
hoy, en nuestro país y en nuestro continente, merece una atenta rediscusión.
Sartre, antes, había identificado un marxismo para burgueses.
Mientras
que los contenidos radicales son asequibles y tolerados socialmente,
legitimados académicamente, y hasta fetichizados, en la sociedad se clausuran
sus espacios de eficacia. Existe un “sistema de traducción” que asimila y
neutraliza los contenidos radicales y las propuestas alternativas, que los
constriñe a un repertorio de imágenes limitado, que les succiona toda
trascendencia cualitativa y crítica y que relega la cuota de verdad que portan
al terreno de lo subjetivo –que siempre termina edificando algún elitismo intelectual– cuando no los arroja directamente al campo de lo inviable.
Dicho sistema, recurre a:
1)
La figura del intelectual
como traductor de lo “objetivo”.
2)
La primacía de la
garantía del objeto de las ciencias sociales sobre los riesgos del sujeto de la
historia concebido por la dialéctica.
3)
Al espectáculo,
entendido como relación social y estrategia de comunicación y no sólo como
puesta en escena o parafernalia. El espectáculo simplifica, reduce y
desdramatiza. El espectáculo contribuye a “cristalizar el mundo” y a oscurecer
lo real, favorece las ontologías vacuas y autoritarias y la producción de clisés como organizadores de la
experiencia humana. La política y las modernas industrias culturales se dedican
a fabricar clisés en serie que
parodian vulgaridades o se basan en la burla elitista. El sujeto espectador de
la política, del arte y de la vida es un sujeto desarmado, entregado a la
contemplación, a la pasividad y al auto/olvido. Ese sujeto debe ser
desilusionado. Hay que desilusionar espectadores para ilusionar sujetos activos
y mostrarles, a través de diferentes intervenciones, la vacuidad de su
condición.
De
esta manera, los contenidos y temáticas radicales, las producciones
“comprometidas”, el conocimiento supuestamente descolonizador, terminan siendo
funcionales al sistema, porque no dejan de interpelar a “espectadores” y
“consumidores”, porque se mantienen diversas formas de delegación de poderes
hacia los “personajes”, los “escritores”, etc.., porque no sirven para la
negación concreta de la realidad establecida. Les falta el plus de la utopía y
la voluntad para identificar y romper ese sistema de traducción. Les falta el
macroclima para sus ideas, una línea de abastecimiento; fundamentalmente les
falta un movimiento, un vínculo orgánico con un movimiento. O sea, les falta lo
que decide en última instancia: la praxis. Les falta la lucha (y las formas de
cooperación que sólo la lucha puede instituir) que es la principal forma de
comunicación, del pueblo y con el pueblo, y por lo tanto el medio para alterar
el sistema de traducción.
Volvamos
a Enrique Fogwill y a su novela En otro
orden de cosas. Ella nos muestra a intelectuales aprisionados por las redes
del poder. Ahora bien, el modo a través del cual el poder los disciplina no
consiste ni en la represión física ni en la integración. El poder no los
persigue ni tampoco les otorga fama o beneficios materiales, simplemente les
permite organizar y promocionar vanas utopías humanísticas, además de
garantizarles la cuota diaria de crítica. Ésa es una de las formas de controlar
a los “intelectuales de izquierda”.
Los
contenidos para ser críticos necesitan una resistencia interior. Además de los
contenidos, importa su “más allá”: el mundo de las relaciones sociales y de los
modos de construcción de los modos de percepción de la realidad y la hegemonía.
¿Serán posibles las vanguardias? Sobre las “teorías de
retaguardia”
¿Es posible –y útil–
una resignificación positiva del concepto de vanguardia? A pesar de la mala
prensa del concepto, a pesar de las simplificaciones a las que suele ser
sometido, creemos que sí.
Por ejemplo: en
lugar de vanguardias institucionalizadas se pueden concebir sencillamente “hechos”
o “situaciones” de vanguardia. O sea: un concepto de vanguardia práctico y
realista, no elitista, contrapuesto a toda forma de clarividencia, representación
y sustitucionismo. Es decir, un concepto de vanguardia en estricta correlación con
las construcciones contrahegemónicas. Desde esta perspectiva la condición
vanguardista nunca debería ser anunciada de antemano. Lo que no significa
abjurar de las aspiraciones vanguardistas (bien entendidas), absolutamente
necesarias para dejar bien sentado que se quiere cambiar la vida. Pero sólo el
proceso histórico puede determinar esa condición que, además, suele ser
transitoria si es genuina y no autoasignada.
Nuestra aspiración
es la de acompañar todo hecho de vanguardia y aportar a toda situación de
vanguardia (es decir: militar activamente estos hechos y situaciones), para lo
cual resulta imprescindible desarrollar en paralelo lo que Sousa Santos denomina unas “teorías de retaguardia”.
El autor las define como “trabajos teóricos que acompañan muy de cerca la labor
transformadora de los movimientos sociales, cuestionándola, comparándola
sincrónica y diacrónicamente, ampliando simbólicamente su dimensión mediante
articulaciones, traducciones, alianzas con otros movimientos. Es más un trabajo
de artesanía y menos un trabajo de arquitectura”.[63]
Pero esta aspiración exige
recuperar algunas estrategias. Por ejemplo la de ubicarse siempre en tarimas incómodas
para mirar el futuro, o la del movimiento que tiende al “mestizaje”. Las
vanguardias mezclan, fusionan, mestizan (o simplemente ponen a dialogar y ponen
en tensión), arte, política, vida. La especialización y la profesionalización
están decididamente en contra de la vanguardia. La vanguardia rompe con esas
separaciones. Podría decirse: cada uno cultiva su fetiche hasta que aparece una
vanguardia. Otra estrategia es la que prioriza la faceta que se basa en la
experimentación y el estallido desde una interioridad con-en el campo popular y
a la vez sujeta a su veredicto.
Se trata de fecundar el campo de
la práctica y de construir tarimas para saltar hacia otro lado sin mezquinar el
cuerpo y favorecer, en otros órdenes, una institucionalidad paralela. Se trata
de potenciar hechos de vanguardia despersonalizados y orgánicos, sin sujetos
permanentes, de construir núcleos de empuje hacia lo diverso. Se trata de
instituir un conflicto interno permanente para evitar que la vanguardia sea el
camino para una nueva conformidad.
Reducto
innegociable y punto ecuménico: la perspectiva de la transformación (radical)
de la sociedad
Nuestro
objetivo debe ser el de profanar, con lenguajes ásperos y con acciones
contundentes (con nuestro trabajo,
nuestra creación y nuestra práctica) a todos los templos cerrados
con el candado de la pacatería literaria, académica y política y alterar los
mecanismos de la banalidad rústica o ennoblecida del espectáculo. Queremos
establecer valores y una jerarquía de poder diferentes, y por lo tanto estamos
obligados a cuestionar siempre axiomáticas fundamentales. De seguro, buena
parte de nuestra tarea consistirá en descubrir los lenguajes adecuados para la
expresión y creación de valores nuevos que sostengan un proyecto emancipador.
Tenemos
que tener siempre presente que sólo los hombres y las mujeres intentan y
(ocasionalmente) hacen lo que no pueden ni deben hacer. De este modo, con una
gramática siempre a contramano y “fuera de la ley”, heréticamente, la humanidad
cada tanto se salva y se redime en un instante pleno de futuros y encrucijadas.
Estas
disrupciones han suministrado cierto basamento a las concepciones de algunos
insurrectos e insurrectas y han justificado versiones heterodoxas y no
infamantes de eso que generalmente se denomina progreso o utopía (en su versión
no restaurativa, claro está).
Nosotros
y nosotras, almas plenamente conscientes del vacío inconmensurable y de todas
las carencias; nosotros y nosotras, cuerpos arrojados a un mundo tan opaco y
tan poco maternal. Nosotros y nosotras, a pesar de tanto recular, no tenemos
otra alternativa –descartando a la
muerte– que seguir confiando en los buenos oficios de esas
disrupciones y en la proyección de algunas señales sublimes que hemos visto en
los suburbios.
Somos
fieles a la tentación del movimiento. No necesitamos del concurso del universo
o el de alguna mezquina comunidad religiosa, literaria o política para dar el
paso de la creación. Lejos de toda adoración y obediencia, la creación es parte
de la adopción de un plan magnífico que consiste en no dejar la vida para más
adelante.
Debemos
comprometemos a producir palabras, imágenes y acciones que no muestren jardines
donde hay cloacas o campos de batalla. Palabras, imágenes y acciones que den
cuenta de la desdicha pero que intuyan algún horizonte, que traigan alguna
noticia intranquila, que digan alguna palabra fundamental, que denuncien todo
lo que deshumanice o celebre la deshumanización y todo lo que yugula la acción transformadora
de las clases populares, que teoricen sin proponer ninguna teoría definitiva, que
sean catalizadoras de la totalidad en el marco de las clases subalternas y
oprimidas, y articuladoras de los momentos contrahegemónicos parciales, locales
y mínimos con el momento contrahegemónico total.
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