MUNDOS PARALELOS - por Fernando Alvarez

Estoy en la oficina donde trabajo día a día para ganarme el sustento.
Un local muy cerrado, se respira porque hay aire acondicionado.
Mi interlocutor es mi empleador. Tiene un negocio gracias a un favor político y desde hace doce años embolsa más o menos veinte o veinticinco mil pesos todos los meses. Ha habido meses malos de quince y buenos de cincuenta. Le faltan algunas materias para recibirse de abogado. Ambos leemos el diario que yo compro todos los días. Traje oscuro de medida, camisa blanca impecable, corbata de seda, Rolex y encendedor de oro.
- Ayer lo vi a Conzi –dice–; yo creía que era alto, pero no, ¡es así!
- ¿A quién, al asesino? –pregunta alguien.
- No, boludo, al hermano. Ayer fui a Dallas. Yo voy a Dallas a comer una o dos veces por semana porque tiene pelotero –me explica–. Con los pibes no puedo ir a otro lado. Yo pensaba, cómo lo debe estar puteando
éste al hermano. Mirá, el lugar tiene como ciento cuarenta cubiertos, antes del crimen, jueves, viernes, sábado y domingo había una espera de cuarenta minutos. Yo no porque a mí ya me conocen, voy con reserva.
Ayer había; como mucho, el ochenta por ciento ocupado, ¡sabés la guita se está perdiendo!

El problema no es qué hizo o dejó de hacer la clase media, el problema es qué dejamos de hacer nosotros. Si nosotros que estamos así, no pudimos generar un proyecto alternativo. Cómo se lo vas a pedir a un tipo que piensa que tiene la vida más o menos asegurada.
El que dice esto es un señor modestamente vestido, el cuello de su remera se ve gastado, tiene barba de un par de días y anteojos de vidrio grueso. Los dos formamos parte de un círculo de seis o siete personas sentados en sillas blancas de plástico –iguales a las de mi casa, pienso–. Estamos en una habitación que antiguamente
formaba parte de algún taller o algo así porque está al lado de un galpón. No sé si alguien lo reclama, nuestros anfitriones lo han ocupado hace ya un tiempo.
Hicimos 30 kilómetros desde el centro, sobre la ruta se mantenían los negocios pero en las transversales había desaparecido el asfalto cuando llegamos a la calle que nos trajo hasta aquí. No hay ni un árbol afuera, la calle de tierra es una sucesión de baches, no hay veredas. ¿Por qué acá, en tanta tierra baldía, casi no crecen árboles? Hace mucho calor. Afuera en un patio se desarrolla una especie de miniferia donde 15 o 20 mujeres exponen lo que tienen para vender o trocar (bombachas con encaje, corpiños,
remeras, pimientos verdes, limones, no alcancé a ver más). Algunos perros entran y salen de la habitación con libertad, contra una pared hay una biblioteca grande, con libros de ediciones populares a los que se los ve ajados, reconozco una edición de Salvat que se vendía en los quioscos hace como treinta años,
más allá hay una bandera de un metro por un metro, roja con letras negras, dice MTD. Ya han pasado las presentaciones, ya explicamos nuestra propuesta: talleres de cine y video de modo
que sean ellos mismos los hacedores de su propia imagen. Éste es el primer año que fuimos a Porto Alegre nueve compañeros.
Siempre iban dos y este año, por primera vez, pudimos ir nueve –se entusiasma una señora rubia, de rulitos, no sé calcular la edad de las mujeres de más de cuarenta y menos de ochenta, me parece que tiene más de cuarenta–. Un muchacho con una cámara entra y, no sé por qué me acuerdo de El americano impasible, aquel personaje de Graham Greene.
“Acá hicimos funciones de cine para los pibes, las veían en el televisor, igual eran películas nuevas, veinticinco centavos las películas y el pochoclo, sin pochoclo parece menos cine –cuenta uno de los presentes–. De todas maneras venían los que preguntaban `puedo pasar a buscar a mi hermanito´, y esos también se acomodaban
y recibían pochoclo, pasaban las mamás a tener a upa al nene, fue bárbaro, para ellos era un cine. Un padre se enojó porque vino y vio el televisor. Entonces dijo: `para esto la ven en mi casa´.” Todos se ríen de la anécdota.
Otro de los presentes acota: “fueron las madres las que lo rajaron, le dijeron bueno, si no le gusta déjese de joder y llévese el pibe”.

Estamos en una oficina dentro de lo que fue un banco, uno de esos a los que manos ávidas dejaron sin dinero. En lo que fue el salón principal se desarrolla una clase de danza árabe; quince alumnas de diversa edad siguen los pasos de una profesora con total concentración.
También esto es conurbano, pero los edificios y casas de alrededor tienen buen aspecto, decenas de líneas de colectivos pasan por la puerta y hacen que los vidrios de la oficina tiemblen permanentemente.
En la puerta, en unos carteles, se lee que se los quiere desalojar, parece que otras manos ávidas han comprado
el derecho de engatusar a la gente. Cuatro o cinco veinteañeros con aspecto de no ser del barrio charlan en la puerta. Uno de ellos tiene una remera que reproduce la bandera de Venezuela y una inscripción de no sé qué bolivariano. Nosotros estamos reunidos con otros dos. Enfrente de mí hay una biblioteca con algunos
libros y una imagen del Che. Nuestros anfitriones son dos, una chica de alrededor de veinte años y hermosos ojos marrones –si fueran celestes serían muy parecidos a los de mi hija–, pienso, y un muchacho de unos pocos años más. Él orienta la conversación, ella participa mucho. Nuestra propuesta es parecida, taller
de fotografía etc., y es bien recibida. Nos cuentan las características del barrio donde trabajan. "Entrevías", se llama; también le dicen "La tierrita". Ahí tenemos un comedor comunitario, una panadería y hacemos una revista. Habíamos hecho un acuerdo con la municipalidad pero no nos dan nada, yerba nada más.
Y nosotros no podemos vender el pan al precio de una panadería.
A los pibes les cuesta salir del barrio, le tienen miedo al exterior, y no solamente porque los llevan por portación de cara. Cuando vamos al piquete uno ve que tienen miedo, por ahí en el barrio son capaces de estar entre los tiros, pero afuera se sienten inseguros. Es un buen grupo. Un grupo sano ninguno es de robar, nosotros conocemos quién anda en el choreo en el barrio; de hecho, nos robaron una vez el comedor, pero igual no los
discriminamos. Ojalá se prendieran las mujeres en la actividad, en realidad ellas son el centro de las tareas, al trabajo comunitario ellas son las que lo hacen. Y si hay charlas, son las que participan.
Si es sobre violencia familiar o sobre sexualidad, los varones no vienen. Ellas son las que más trabajan y encima, al llegar a la casa, muchas veces les pegan. O, por ejemplo, hay mujeres a lo mejor tienen seis hijos y no saben lo que es un orgasmo, –cuando dice "orgasmo" nuestro interlocutor se siente incómodo–.
Queremos seguir con la educación para adultos, hay tanta gente que lo necesita, no es que por eso sean menos, mi viejo no sabe leer ni escribir y para mí es un capo, se maneja en la ciudad, va, viene, trabaja.
La conversación se estira. En un momento, poco antes de que nos fuéramos, dice: ¨Ellos pensaron que nos íbamos a dejar morir¨.