Un local muy
cerrado, se respira porque hay aire acondicionado.
Mi
interlocutor es mi empleador. Tiene un negocio gracias a un favor político y
desde hace doce años embolsa más o menos veinte o veinticinco mil pesos todos
los meses. Ha habido meses malos de quince y buenos de cincuenta. Le faltan
algunas materias para recibirse de abogado. Ambos leemos el diario que yo
compro todos los días. Traje oscuro de medida, camisa blanca impecable, corbata
de seda, Rolex y encendedor de oro.
- Ayer lo vi
a Conzi –dice–; yo creía que era alto, pero no, ¡es así!
- ¿A quién,
al asesino? –pregunta alguien.
- No, boludo,
al hermano. Ayer fui a Dallas. Yo voy a Dallas a comer una o dos veces por
semana porque tiene pelotero –me explica–. Con los pibes no puedo ir a otro
lado. Yo pensaba, cómo lo debe estar puteando
éste al
hermano. Mirá, el lugar tiene como ciento cuarenta cubiertos, antes del crimen,
jueves, viernes, sábado y domingo había una espera de cuarenta minutos. Yo no
porque a mí ya me conocen, voy con reserva.
Ayer había;
como mucho, el ochenta por ciento ocupado, ¡sabés la guita se está perdiendo!
El problema
no es qué hizo o dejó de hacer la clase media, el problema es qué dejamos de
hacer nosotros. Si nosotros que estamos así, no pudimos generar un proyecto
alternativo. Cómo se lo vas a pedir a un tipo que piensa que tiene la vida más
o menos asegurada.
El que dice
esto es un señor modestamente vestido, el cuello de su remera se ve gastado,
tiene barba de un par de días y anteojos de vidrio grueso. Los dos formamos
parte de un círculo de seis o siete personas sentados en sillas blancas de
plástico –iguales a las de mi casa, pienso–. Estamos en una habitación que
antiguamente
formaba parte
de algún taller o algo así porque está al lado de un galpón. No sé si alguien
lo reclama, nuestros anfitriones lo han ocupado hace ya un tiempo.
Hicimos 30
kilómetros desde el centro, sobre la ruta se mantenían los negocios pero
en las transversales había desaparecido el asfalto cuando llegamos a la calle
que nos trajo hasta aquí. No hay ni un árbol afuera, la calle de tierra es una
sucesión de baches, no hay veredas. ¿Por qué acá, en tanta tierra baldía, casi
no crecen árboles? Hace mucho calor. Afuera en un patio se desarrolla una
especie de miniferia donde 15 o 20 mujeres exponen lo que tienen para vender o
trocar (bombachas con encaje, corpiños,
remeras,
pimientos verdes, limones, no alcancé a ver más). Algunos perros entran y salen
de la habitación con libertad, contra una pared hay una biblioteca grande, con
libros de ediciones populares a los que se los ve ajados, reconozco una edición
de Salvat que se vendía en los quioscos hace como treinta años,
más allá hay
una bandera de un metro por un metro, roja con letras negras, dice MTD. Ya han
pasado las presentaciones, ya explicamos nuestra propuesta: talleres de cine y
video de modo
que sean
ellos mismos los hacedores de su propia imagen. Éste es el primer año que
fuimos a Porto Alegre nueve compañeros.
Siempre iban
dos y este año, por primera vez, pudimos ir nueve –se entusiasma una señora
rubia, de rulitos, no sé calcular la edad de las mujeres de más de cuarenta y
menos de ochenta, me parece que tiene más de cuarenta–. Un muchacho con una
cámara entra y, no sé por qué me acuerdo de El americano impasible, aquel
personaje de Graham Greene.
“Acá hicimos
funciones de cine para los pibes, las veían en el televisor, igual eran
películas nuevas, veinticinco centavos las películas y el pochoclo, sin
pochoclo parece menos cine –cuenta uno de los presentes–. De todas maneras
venían los que preguntaban `puedo pasar a buscar a mi hermanito´, y esos
también se acomodaban
y recibían
pochoclo, pasaban las mamás a tener a upa al nene, fue bárbaro, para ellos era
un cine. Un padre se enojó porque vino y vio el televisor. Entonces dijo: `para
esto la ven en mi casa´.” Todos se ríen de la anécdota.
Otro de los
presentes acota: “fueron las madres las que lo rajaron, le dijeron bueno, si no
le gusta déjese de joder y llévese el pibe”.
Estamos en
una oficina dentro de lo que fue un banco, uno de esos a los que manos ávidas
dejaron sin dinero. En lo que fue el salón principal se desarrolla una clase de
danza árabe; quince alumnas de diversa edad siguen los pasos de una profesora con
total concentración.
También esto
es conurbano, pero los edificios y casas de alrededor tienen buen aspecto,
decenas de líneas de colectivos pasan por la puerta y hacen que los vidrios de
la oficina tiemblen permanentemente.
En la puerta,
en unos carteles, se lee que se los quiere desalojar, parece que otras manos
ávidas han comprado
el derecho de
engatusar a la gente. Cuatro o cinco veinteañeros con aspecto de no ser del
barrio charlan en la puerta. Uno de ellos tiene una remera que reproduce la
bandera de Venezuela y una inscripción de no sé qué bolivariano. Nosotros
estamos reunidos con otros dos. Enfrente de mí hay una biblioteca con algunos
libros y una
imagen del Che. Nuestros anfitriones son dos, una chica de alrededor de veinte
años y hermosos ojos marrones –si fueran celestes serían muy parecidos a los de
mi hija–, pienso, y un muchacho de unos pocos años más. Él orienta la
conversación, ella participa mucho. Nuestra propuesta es parecida, taller
de fotografía
etc., y es bien recibida. Nos cuentan las características del barrio donde
trabajan. "Entrevías", se llama; también le dicen "La
tierrita". Ahí tenemos un comedor comunitario, una panadería y hacemos una
revista. Habíamos hecho un acuerdo con la municipalidad pero no nos dan nada,
yerba nada más.
Y nosotros no
podemos vender el pan al precio de una panadería.
A los pibes
les cuesta salir del barrio, le tienen miedo al exterior, y no solamente porque
los llevan por portación de cara. Cuando vamos al piquete uno ve que tienen
miedo, por ahí en el barrio son capaces de estar entre los tiros, pero afuera
se sienten inseguros. Es un buen grupo. Un grupo sano ninguno es de robar, nosotros
conocemos quién anda en el choreo en el barrio; de hecho, nos robaron una vez
el comedor, pero igual no los
discriminamos.
Ojalá se prendieran las mujeres en la actividad, en realidad ellas son el
centro de las tareas, al trabajo comunitario ellas son las que lo hacen. Y si
hay charlas, son las que participan.
Si es sobre
violencia familiar o sobre sexualidad, los varones no vienen. Ellas son las que
más trabajan y encima, al llegar a la casa, muchas veces les pegan. O, por
ejemplo, hay mujeres a lo mejor tienen seis hijos y no saben lo que es un
orgasmo, –cuando dice "orgasmo" nuestro interlocutor se siente
incómodo–.
Queremos
seguir con la educación para adultos, hay tanta gente que lo necesita, no es
que por eso sean menos, mi viejo no sabe leer ni escribir y para mí es un capo,
se maneja en la ciudad, va, viene, trabaja.
La
conversación se estira. En un momento, poco antes de que nos fuéramos, dice: ¨Ellos pensaron que nos íbamos a dejar morir¨.